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martes, 25 de noviembre de 2025

MADRID DE NOCHE Y YO



Madrid sentía debilidad por mí, y yo por ella, y se notaba desde el primer instante en que el crepúsculo derramaba su tinta azul sobre los tejados. Había entre los dos una corriente secreta, una especie de pacto silencioso que nadie más podía ver, pero que ambos respirábamos con naturalidad. Ella se me mostraba como un espejo vivo, vibrante, en el que su reflejo me ofrecía, cada noche, exactamente lo que yo necesitaba tener delante: su piel de neón, su perfume mezclado de humo, deseo y gasolina, su íntima complicidad en indómitas correrías que parecían no tener fin.

Madrid nunca fue solo una ciudad: era un escenario perpetuo de tentaciones, un templo de excesos hermosos, un refugio para quienes buscábamos algo más que una existencia ordenada. Y en ese territorio mío —y de tantos otros— se revelaban secretos inconfesables que surgían como sueños misteriosos e inimaginables, visiones que apenas lograbas retener al amanecer pero que te perseguían en forma de latidos acelerados y sonrisas clandestinas.

Sin darme casi cuenta, me había enganchado a una droga viva, caliente, cosmopolita. Una droga hecha de música que se colaba por las rendijas de los callejones, de gritos juveniles que se estrellaban contra las fachadas como si fueran promesas, de miradas que duraban apenas un segundo pero te cambiaban la noche entera. Era una sustancia compuesta por gente desinhibida, creativa, libre, y —la mayor parte de ella— profundamente maravillosa. Con esa gente crecí, reí, trabajé, perdí horas y gané experiencias que hoy serían imposibles de reproducir.

A esa ciudad, a esa multitud, a ese ritmo, yo no podía permitirme el lujo de fallarle. Y creo sinceramente que no lo hice, porque siempre volví, siempre estuve, siempre me dejé absorber por sus calles como si fueran arterias que necesitaban mi pulso para seguir latiendo.

Madrid me recompensaba día tras día, noche tras noche, con su catálogo interminable de aventuras. Me regalaba horas libertinas repletas de juegos frenéticos, de caricias improvisadas en portales anónimos, de amistades fugaces que nacían en un baño, en una barra, en un sofá gastado de cualquiera de esos locales que conocían mi nombre y mi forma de caminar. También me daba nuevas dosis de adrenalina, esa energía indómita que me empujaba hacia un estado de impulsivo bienestar —quizá ficticio, quizá sostenido por un cable delgado— pero a la vez tan real, tan tangible, tan necesario para aquel momento de mi vida.

Había noches en que todo era una película en la que yo rodaba la escena principal: luces que parecían aplaudirme, músicas que se desbordaban por mis venas, conversaciones que nacían con la inocencia de cambiar el mundo aunque al final solo se quedaran en humo, y cuerpos —tantos cuerpos— que se cruzaban conmigo como si me reconocieran desde otra existencia.

Territorios nocturnos de Madrid que me adoptaron como uno de los suyos, lugares donde dejé huellas invisibles pero firmes, escenarios donde el Madrid bohemio me permitía respirar sin máscaras, sin relojes, sin límites…

Y hoy, ya desde la calma y el sosiego, cuando la noche tiene otra textura y el corazón late con un compás más prudente, al recordarlo todo vuelve a mí como una nube pasajera, suave, dorada. Regresan las visiones etéreas, las sombras que vi y que me acompañaron, los rostros que ya no sé si existieron o si fueron inventados por la intensidad de aquellos años.

Y en ese regreso, Madrid me conduce directamente al culmen de la inocencia, a esa verdadera esencia de la felicidad que uno no sabe apreciar cuando la tiene entre las manos, pero que se convierte en un tesoro cuando la distancia le da brillo.

Porque Madrid y yo fuimos amantes, cómplices, fugitivos de la rutina, y aunque ya no nos recorramos de la misma manera, sigue habiendo entre los dos una llamarada íntima, un lazo que no entiende de calendarios: la certeza de que algunas noches están hechas para no olvidarse nunca.

Felipe Pinto. 


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