La inflación se ha convertido en el enemigo silencioso de los trabajadores españoles. No aparece en los discursos triunfalistas del Ejecutivo, ni en los informes maquillados de Moncloa, pero golpea cada día en el bolsillo de quienes sostienen con su esfuerzo a este país. Durante los últimos tres años, España ha vivido una pérdida constante de poder adquisitivo, un empobrecimiento generalizado que no se debe a causas inevitables, sino a la incompetencia y la irresponsabilidad de quienes deberían proteger la economía nacional.
El relato oficial repite que la inflación se debe exclusivamente a factores externos: primero la crisis de suministros en 2021, luego la invasión de Ucrania en 2022 y más tarde el encarecimiento de la energía. Pero la verdad es que la raíz del problema está dentro de nuestras fronteras. España llegó a esas crisis con una economía debilitada por años de gasto público descontrolado, de impuestos confiscatorios y de políticas que castigan la producción y premian la dependencia. El Gobierno actual, lejos de aplicar medidas de estabilidad, eligió la vía fácil: imprimir más deuda, repartir subsidios y subir los impuestos a quienes trabajan. El resultado era previsible: más dinero circulando, menos valor del dinero y una inflación que devora los salarios de los españoles.
El poder adquisitivo medio ha caído más de un 6% desde 2021, según los propios datos del INE. Es decir, una familia que antes llegaba a fin de mes con mil quinientos euros, hoy necesita cerca de mil seiscientos para comprar lo mismo. Mientras tanto, los sueldos apenas han subido un 2% anual, y en la mayoría de los sectores, ni eso. En cambio, los beneficios del Estado, recaudando un IVA más alto gracias al encarecimiento general de los precios, han batido récords. En otras palabras, el Gobierno gana con la inflación mientras los ciudadanos pierden.
El engaño es doble. Se presume de “reducción del paro” y “crecimiento del PIB”, pero esas cifras esconden una precariedad rampante. El empleo se crea a base de contratos temporales o de media jornada, mientras los sueldos siguen congelados. El trabajador español paga más por la luz, el gas, el alquiler y los alimentos, pero no ve recompensado su esfuerzo. En el supermercado, en la gasolinera o en la hipoteca, todo sube. En el salario, nada.
Y lo más grave es que esta inflación no ha sido combatida con políticas responsables, sino utilizada como un instrumento político. El Gobierno ha preferido repartir bonos y ayudas electorales antes que reducir el gasto, eliminar trabas burocráticas o aliviar la carga fiscal sobre las empresas productivas. La propaganda sustituye a la gestión, los anuncios a la eficacia. Se prometen soluciones mientras se perpetúa el problema. La inflación se disfraza de éxito económico y el empobrecimiento se vende como justicia social.
El discurso del ministro de Economía repite que España “crece más que la media europea”, pero omite que somos también el país donde más ha caído la renta real por habitante. Los datos del Banco de España lo confirman: desde 2019, los precios han subido casi un 17%, mientras los salarios reales se han reducido un 5%. Cada euro que un español gana hoy vale menos que hace cuatro años. Esa es la verdadera medida del fracaso.
La inflación es, en el fondo, un impuesto encubierto. Un impuesto que no necesita aprobación parlamentaria, que no se anuncia en el BOE y que no distingue entre ricos y pobres. Se cobra en silencio, cada día, en cada compra. Empobrece al trabajador, destruye el ahorro y castiga a la clase media. Y es precisamente la clase media la que más sufre las políticas de este Gobierno, que prefiere mantener clientelas dependientes del subsidio antes que una sociedad libre, fuerte y próspera.
El Ejecutivo no solo ha fracasado en controlar los precios: ha contribuido activamente a dispararlos. Subir impuestos a los carburantes, a la electricidad y a las empresas en plena crisis inflacionaria es una temeridad económica. Impedir la exploración de recursos energéticos propios mientras se compran a precio de oro en el extranjero es un insulto al sentido común. Y celebrar la recaudación récord como si fuera un logro, mientras millones de familias apenas llegan a fin de mes, es una burla al pueblo español.
Los datos del INE son claros: en octubre de 2024 la inflación general se situó en el 1,8%, una cifra que el Gobierno presenta como una victoria. Pero detrás de esa cifra está la realidad: los alimentos suben aún un 9%, la vivienda un 7% y la energía más de un 15% respecto a hace tres años. Las estadísticas suavizan lo que los ciudadanos viven cada día: que el dinero no llega, que el sueldo se evapora y que trabajar ya no garantiza vivir mejor.
España no necesita más propaganda ni más subsidios. Necesita recuperar la cultura del esfuerzo, el valor del trabajo y la estabilidad económica que solo se logra reduciendo gasto político, bajando impuestos y liberando al sector productivo de la asfixia burocrática. Mientras se siga gobernando a base de deuda, de improvisación y de manipulación mediática, la inflación seguirá devorando los salarios y con ellos, el futuro de toda una generación.
La inflación no es una simple cifra económica: es el reflejo del fracaso de un modelo. Un modelo que empobrece al trabajador, recompensa la ineficiencia y castiga el mérito. Y cuando un Gobierno se beneficia de esa pobreza generalizada para mantener el control político, lo que está haciendo no es gobernar, sino robar al pueblo su libertad económica y su esperanza de progreso.
Felipe Pinto

No hay comentarios:
Publicar un comentario