Hoy, 7 de noviembre, se cumplen 89 años del inicio de las matanzas de Paracuellos del Jarama, uno de los episodios más atroces de la Guerra Civil y una de las páginas más terribles de la represión en la zona republicana. Fue en esa madrugada cuando comenzaron las sacas desde las cárceles de Madrid hacia Paracuellos y Torrejón, con miles de presos políticos, militares, religiosos y civiles engañados con la promesa de un traslado a Valencia cuando en realidad iban camino de su ejecución. Nada de aquello fue improvisado. El día anterior ya estaba todo preparado en despachos y pasillos donde se elaboraron listas, se dieron órdenes de movimiento interno y se coordinó el “vaciamiento” de prisiones antes de que las tropas nacionales pudieran liberar a los detenidos. Esa preparación explica la precisión con la que, al amanecer del día 7, empezaron los convoyes rumbo a las fosas previamente excavadas.
Al frente del orden público en Madrid se encontraba la Junta de Defensa y, dentro de ella, la Consejería de Orden Público dirigida por Santiago Carrillo, de cuyo departamento dependían las prisiones, las escoltas, los vehículos y los permisos de traslado. Nada se movía sin su autorización y ningún camión salía sin que su estructura lo aprobara. Esto desmonta la leyenda de la espontaneidad. Desde la óptica nacional, Paracuellos fue la culminación de meses de represión creciente en la zona republicana, un proceso sistemático donde milicianos, comités revolucionarios y órganos políticos con el Frente Popular y el PSOE en posiciones de poder habían instaurado una dinámica de checas, detenciones arbitrarias y violencia ideológica. La matanza no fue un exceso de guerra, sino un crimen político ejecutado con método y voluntad de exterminio.
Durante casi un mes, las ejecuciones se repitieron sin interrupción. Ancianos, religiosos, estudiantes, funcionarios y civiles sin militancia fueron llevados en camiones hacia su muerte. Hoy, cuando algunos intentan imponer una memoria histórica selectiva y parcial, Paracuellos recuerda algo incómodo para quienes pretenden reescribir el pasado: que miles de españoles fueron asesinados sin juicio y sin derecho a defenderse, y que quienes tenían el poder de detener aquella barbarie miraron hacia otro lado o directamente la ampararon.
La conclusión que se desprende de Paracuellos no pertenece solo al pasado. También habla del presente y de los riesgos que España vuelve a tener delante. El comunismo, que algunos todavía presentan como una supuesta moral superior, está catalogado internacionalmente como la ideología más criminal del siglo XX, responsable de decenas de millones de víctimas en Europa, Asia y América Latina. En España ya dejó claro en 1936 cuál era su camino: eliminar al adversario político por la fuerza, sin ley ni humanidad. El PSOE, que entonces formó parte esencial del Frente Popular y convivió con esa lógica revolucionaria, hoy sigue construyendo discursos que relativizan aquellos crímenes mientras pretende erigirse en árbitro moral de la democracia, algo difícil de aceptar cuando se observa su trayectoria reciente y su obsesión por consolidarse mediante pactos, cesiones y manipulación constante del pasado.
A todo eso se suma la amenaza del yihadismo, que ha demostrado una y otra vez que golpea donde encuentra debilidad, división y gobiernos más preocupados por el relato que por la seguridad real de su población. España no es ajena a ese riesgo, y la situación migratoria desbordada, la pérdida de autoridad institucional y la política de nacionalizaciones masivas para asegurar apoyos políticos no ayudan precisamente a construir un país seguro ni cohesionado.
Paracuellos deja un mensaje claro: cuando las ideologías totalitarias, sean comunistas, islamistas o socialistas disfrazadas de progresismo amable, toman el control, el resultado siempre es el mismo. Violencia, prohibiciones, censura, sometimiento y muerte. La historia lo registra con absoluta claridad. Pensar que esas doctrinas han cambiado solo porque ahora emplean un lenguaje buenista y mucho más suave es un error que puede costar muy caro.
España necesita una memoria verdadera, no una memoria recortada a conveniencia. Necesita firmeza moral, claridad histórica y la valentía de defender su identidad sin complejos. Lo que se recuerda cada 7 de noviembre no es solo una tragedia ni una página negra, es también un aviso: cuando un país baja la guardia, cuando entrega el poder a quienes desprecian la vida humana y cuando permite que la verdad sea sustituida por propaganda, el final siempre es el mismo desastre. Recordarlo no es abrir heridas, es tratar de evitar que se repitan los más tristes y dolorosos sucesos de un pasado que hizo historia.
Felipe Pinto

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