Afilando las últimas horas de la tarde, entro en el último bar, en el último resquicio de mi vida, en el único bar que resiste al tiempo. Al fondo, las mesas están abarrotadas; no queda un espacio libre, se oye el murmullo denso de conversaciones cruzadas, también la vida fluyendo, quizás sin saber que está siendo vivida, mientras que la barra, en cambio, parece estar esperándome solo a mí.
Cuatro sillas altas vacías; yo ocupo una y las otras, solas, como si guardaran asiento a los fantasmas de mi memoria. El camarero me sirve mi Johnnie Walker con hielo, ese zumo escocés, como yo lo llamo, que tantas noches me acompañó durante décadas; el barman, no pregunta, porque hay noches en que la palabra estorba. No vengo a emborracharme, vengo a reencontrarme conmigo mismo.
Miro al fondo y en una mesa se levanta alguien acercándose hacia mí; lo reconozco, es Javier. Se detiene y me mira con la complicidad de los que sobrevivieron juntos a demasiadas madrugadas.
“Hombre, cuánto tiempo sin verte! Anda que no nos lo hemos pasado bien juntos, ¿te acuerdas de aquella noche en mi bar en Conde de Xiquena, cuando te fuiste y dejaste a tu colega borracho perdido? Pues yo, con la confianza de que era amigo tuyo, lo bajé por la trampilla al sótano y lo dejé tumbado en el sofá. Lo peor es que cuando cerramos por la mañana nos olvidamos de que estaba allí y, fíjate, era domingo y ya no abríamos hasta el martes, así que el pobre se pasó dos días allí encerrado y además, sin comida y sin un teléfono desde donde llamar... Eso sí, se bebió medio almacén y cuando nos lo volvimos a encontrar estaba más mamado que cuando lo habíamos dejado, jajaja. Casi tuvimos que llevarlo al hospital, menos mal que logramos recuperarlo…”
Nos reímos y brindamos por los recuerdos. Javier vuelve a su mesa y yo vuelvo a mi whisky, mientras los recuerdos de ese local de la calle Conde de Xiquena se me aparecen con ese olor a secretos y copas, donde la noche fue tantas veces nuestro refugio.
Pasan unos minutos y otra persona se levanta, era Rafa, que acercándose con sonrisa franca me dice:
“Tío, cuánto tiempo! Anda que tu no eres avispado ni nada, porque, ¿te acuerdas de aquella vez en Joy?”
Y yo, claro que me acuerdo: iba él con un amigo y dos chicas y yo le susurré que la que estaba con el otro tenía pinta de travelo; después se fueron a un hotel con dos habitaciones puerta con puerta y cuando su amigo bajó la ropa a su acompañante descubrió que era un tío. Vistiéndose con susto pero con mucha dignidad, llamó a la habitación contigua donde estaba Rafa y, tras contarle lo sucedido, se largó apresuradamente.
Tras mi respuesta, un poco de decepción reflejó el rostros de Rafa, se daba cuenta de que era la enésima vez que me lo iba a contar y que yo me adelanté a él pues me sabía la anécdota de carrerilla.
Al poco tiempo, veo que se levanta otro de otra mesa, "vaya tarde", pensaba yo… Se acerca con esa cara de quien ha sobrevivido a muchas madrugadas:
“Coño, tío" -y lo mismo, a contar hazañas-:
¿Te acuerdas de cuando Privé?” Cuando yo tenía seis novias y me las turnaba una cada día, y aquel domingo fueron apareciendo una, dos, luego tres, luego cuatro y hasta cinco?”
Y era verdad. El quedaba cada día de la semana con una distinta. Los lunes eran para fulanita, los martes para menganita y así completaba los 6 primeros días de la semana, dejando libre el domingo, que salía solo o con amigos. Y ese día fueron apareciendo por Privé una, dos, después tres, luego cuatro y ¡hasta cinco! Se le puso la cara como a un torero sin capote y tuvimos que sacarlo por la puerta de emergencia...
Nos reímos porque Privé fue de esos lugares donde las tarde de los veinte años se creían eternas y nosotros nos creíamos inmunes e inmortales, un error maravilloso.
Más tarde aparece en el bar Juanqui, me ve y se acerca, ya lleno de anécdotas, recuerdo una con él y un amigo suyo muy buena en Long Play. Me dice:
“Sí, cuando coincidimos mi amigo y yo con aquella Miss España y los tres fuimos a sentarnos en ese rincón medio a oscuras y empezamos a besarla por turnos, primero yo, luego él, y luego yo otra vez... Asi, nos olvidamos del reloj y se nos fue pasando el tiempo hasta que llegó la hora de cierre y los dos nos pusimos a discutir por quién se la llevaba y cuando nos dimos cuenta, ella ya se había ido sola… Juanqui estaba con la sonrisa del que conserva recuerdos intactos, jajaja.
Y en eso, por sorpresa, aparece mi amigo Carlos. Le cuento lo que me estaba sucediendo esa tarde con todos los recuerdos que volvían a mi mente y con la sonrisa de quien guarda una travesura bien hecha, me comenta:
“Por cierto: ¿Y la de la hija del de los quesos?”
Eso fue cuando Chema, que estaba encantado con una chica pero no sabía como rematar, nos pidió consejo, “¿qué le digo?” y nosotros le dijimos, dile que “Del Caserío me fío” y nos fuimos, quedando con el más tarde...”
Resulta que, efectivamente, ella era la hija del dueño de unos quesos en porciones, competencia directa de “El Caserío”. El tema es que ¡se lo dijo! y llegó a nuestro encuentro, apareció diciendo “sois unos cabrones”, y tenía razón, pero era una noble desvergüenza que formaba parte de nuestra educación emocional nocturna.
De repente se une a nosotros, uno de los mellizos García, y ya puestos, ahora soy yo quien recoge el relevo y le recuerdo otra anécdota que fue para mi impactante de la risa que me hizo pasar. El estaba con esa mirada que sabe exactamente lo que voy a recordar. Le digo:
“Tío, qué noches… ¿y aquella, cuando bajaba tu novia?”
El estaba morreando con una chica que se había ligado allí mismo, en la discoteca y cuando le avisan que esta arriba e iba a bajar de inmediato su novia, se levantó, buscó a su hermano mellizo y llevándolo al lado de la chica le dijo: “este es igual que yo, no te importa, ¿no?” y su hermano y la chica, encantados, siguieron con la faena. Así se salvó, porque solo en Madrid pasan milagros así.
Y cuando parece que ya no queda nada por recordar, aparece el recuerdo que nunca abandona: Fortuny. No entra nadie esta vez, no se acerca ningún rostro; es la memoria pura la que se sienta a mi lado. Era lunes y éramos pocos, eso sí, auténticos. Parecía como si el lugar estuviera reservado para nosotros. Apareció una desconocida, bellísima, que sonreía con los ojos antes que con la boca; tras el “ataque” de los presentes, a los que ella, con una soltura impresionante, esquivaba uno a uno, le dije: “Si no eliges a ninguno, vas a tener que venirte a Snobíssimo con todos” y ella respondió “Vamos”; y vamos que si lo hicimos, nos reímos hasta la saciedad y cuando llegó la hora, ella pidió un taxi y desapareció. Y nunca más...
Mis amigos se van y me quedo solo recordando, con nostalgia y al mismo tiempo humor, la penúltima, con Andy y con Quique, en Pachá: "Gordo, por tu madre, ¡una cervecita!" Y el "Gordo" pidiendo al camarero: "Ponle al "Feucón" una cerveza, ¡pero caliente! Y la cara de San Francisco era todo un poema, jajaja.
Tras despedir a mis amigos, quedo solo apurando el último trago. Hoy ya no busco la madrugada; hoy me retiro a mis aposentos como quien regresa a puerto después de una travesía inmensa, dejando que la noche siga bailando con los tiempos, con otros, como un amor antiguo que no necesita sostenerse en la carne para seguir siendo verdad.
Durante más de cincuenta años tuve la suerte de vivir lo que otros solo escucharon, reír donde otros lloraron, respirar donde otros se ahogaban, equivocarme donde otros no se atrevieron, amar mientras otros odiaban, pecar sin culpa y vivir sin pedir permiso; la noche fue mi escuela, mi refugio y mi patria espiritual, en ella aprendí a querer, a fallar, a recomponerme, a ser humano.
Hoy, desde la serenidad que da la experiencia, no miro atrás con arrepentimiento sino con gratitud, no echo de menos lo que tuve, lo celebro, no envidio lo que ya no soy, lo honro. En cada mesa de bar, en cada barra, en cada amanecer sin brújula, en cada risa rota, siempre hubo un pedazo de mi verdad.
Si os preguntáis si valió la pena, os digo que sí, sin duda, sin matices. Puede ser que mañana alguien se siente en esta silla solitaria de esta barra y piense que acaba de empezar su historia, mi ánimo; yo ya terminé la mía. Y qué privilegio haberla vivido como la he vivido.
Felipe Pinto.
Cuatro sillas altas vacías; yo ocupo una y las otras, solas, como si guardaran asiento a los fantasmas de mi memoria. El camarero me sirve mi Johnnie Walker con hielo, ese zumo escocés, como yo lo llamo, que tantas noches me acompañó durante décadas; el barman, no pregunta, porque hay noches en que la palabra estorba. No vengo a emborracharme, vengo a reencontrarme conmigo mismo.
Miro al fondo y en una mesa se levanta alguien acercándose hacia mí; lo reconozco, es Javier. Se detiene y me mira con la complicidad de los que sobrevivieron juntos a demasiadas madrugadas.
“Hombre, cuánto tiempo sin verte! Anda que no nos lo hemos pasado bien juntos, ¿te acuerdas de aquella noche en mi bar en Conde de Xiquena, cuando te fuiste y dejaste a tu colega borracho perdido? Pues yo, con la confianza de que era amigo tuyo, lo bajé por la trampilla al sótano y lo dejé tumbado en el sofá. Lo peor es que cuando cerramos por la mañana nos olvidamos de que estaba allí y, fíjate, era domingo y ya no abríamos hasta el martes, así que el pobre se pasó dos días allí encerrado y además, sin comida y sin un teléfono desde donde llamar... Eso sí, se bebió medio almacén y cuando nos lo volvimos a encontrar estaba más mamado que cuando lo habíamos dejado, jajaja. Casi tuvimos que llevarlo al hospital, menos mal que logramos recuperarlo…”
Nos reímos y brindamos por los recuerdos. Javier vuelve a su mesa y yo vuelvo a mi whisky, mientras los recuerdos de ese local de la calle Conde de Xiquena se me aparecen con ese olor a secretos y copas, donde la noche fue tantas veces nuestro refugio.
Pasan unos minutos y otra persona se levanta, era Rafa, que acercándose con sonrisa franca me dice:
“Tío, cuánto tiempo! Anda que tu no eres avispado ni nada, porque, ¿te acuerdas de aquella vez en Joy?”
Y yo, claro que me acuerdo: iba él con un amigo y dos chicas y yo le susurré que la que estaba con el otro tenía pinta de travelo; después se fueron a un hotel con dos habitaciones puerta con puerta y cuando su amigo bajó la ropa a su acompañante descubrió que era un tío. Vistiéndose con susto pero con mucha dignidad, llamó a la habitación contigua donde estaba Rafa y, tras contarle lo sucedido, se largó apresuradamente.
Tras mi respuesta, un poco de decepción reflejó el rostros de Rafa, se daba cuenta de que era la enésima vez que me lo iba a contar y que yo me adelanté a él pues me sabía la anécdota de carrerilla.
Al poco tiempo, veo que se levanta otro de otra mesa, "vaya tarde", pensaba yo… Se acerca con esa cara de quien ha sobrevivido a muchas madrugadas:
“Coño, tío" -y lo mismo, a contar hazañas-:
¿Te acuerdas de cuando Privé?” Cuando yo tenía seis novias y me las turnaba una cada día, y aquel domingo fueron apareciendo una, dos, luego tres, luego cuatro y hasta cinco?”
Y era verdad. El quedaba cada día de la semana con una distinta. Los lunes eran para fulanita, los martes para menganita y así completaba los 6 primeros días de la semana, dejando libre el domingo, que salía solo o con amigos. Y ese día fueron apareciendo por Privé una, dos, después tres, luego cuatro y ¡hasta cinco! Se le puso la cara como a un torero sin capote y tuvimos que sacarlo por la puerta de emergencia...
Nos reímos porque Privé fue de esos lugares donde las tarde de los veinte años se creían eternas y nosotros nos creíamos inmunes e inmortales, un error maravilloso.
Más tarde aparece en el bar Juanqui, me ve y se acerca, ya lleno de anécdotas, recuerdo una con él y un amigo suyo muy buena en Long Play. Me dice:
“Sí, cuando coincidimos mi amigo y yo con aquella Miss España y los tres fuimos a sentarnos en ese rincón medio a oscuras y empezamos a besarla por turnos, primero yo, luego él, y luego yo otra vez... Asi, nos olvidamos del reloj y se nos fue pasando el tiempo hasta que llegó la hora de cierre y los dos nos pusimos a discutir por quién se la llevaba y cuando nos dimos cuenta, ella ya se había ido sola… Juanqui estaba con la sonrisa del que conserva recuerdos intactos, jajaja.
Y en eso, por sorpresa, aparece mi amigo Carlos. Le cuento lo que me estaba sucediendo esa tarde con todos los recuerdos que volvían a mi mente y con la sonrisa de quien guarda una travesura bien hecha, me comenta:
“Por cierto: ¿Y la de la hija del de los quesos?”
Eso fue cuando Chema, que estaba encantado con una chica pero no sabía como rematar, nos pidió consejo, “¿qué le digo?” y nosotros le dijimos, dile que “Del Caserío me fío” y nos fuimos, quedando con el más tarde...”
Resulta que, efectivamente, ella era la hija del dueño de unos quesos en porciones, competencia directa de “El Caserío”. El tema es que ¡se lo dijo! y llegó a nuestro encuentro, apareció diciendo “sois unos cabrones”, y tenía razón, pero era una noble desvergüenza que formaba parte de nuestra educación emocional nocturna.
De repente se une a nosotros, uno de los mellizos García, y ya puestos, ahora soy yo quien recoge el relevo y le recuerdo otra anécdota que fue para mi impactante de la risa que me hizo pasar. El estaba con esa mirada que sabe exactamente lo que voy a recordar. Le digo:
“Tío, qué noches… ¿y aquella, cuando bajaba tu novia?”
El estaba morreando con una chica que se había ligado allí mismo, en la discoteca y cuando le avisan que esta arriba e iba a bajar de inmediato su novia, se levantó, buscó a su hermano mellizo y llevándolo al lado de la chica le dijo: “este es igual que yo, no te importa, ¿no?” y su hermano y la chica, encantados, siguieron con la faena. Así se salvó, porque solo en Madrid pasan milagros así.
Y cuando parece que ya no queda nada por recordar, aparece el recuerdo que nunca abandona: Fortuny. No entra nadie esta vez, no se acerca ningún rostro; es la memoria pura la que se sienta a mi lado. Era lunes y éramos pocos, eso sí, auténticos. Parecía como si el lugar estuviera reservado para nosotros. Apareció una desconocida, bellísima, que sonreía con los ojos antes que con la boca; tras el “ataque” de los presentes, a los que ella, con una soltura impresionante, esquivaba uno a uno, le dije: “Si no eliges a ninguno, vas a tener que venirte a Snobíssimo con todos” y ella respondió “Vamos”; y vamos que si lo hicimos, nos reímos hasta la saciedad y cuando llegó la hora, ella pidió un taxi y desapareció. Y nunca más...
Mis amigos se van y me quedo solo recordando, con nostalgia y al mismo tiempo humor, la penúltima, con Andy y con Quique, en Pachá: "Gordo, por tu madre, ¡una cervecita!" Y el "Gordo" pidiendo al camarero: "Ponle al "Feucón" una cerveza, ¡pero caliente! Y la cara de San Francisco era todo un poema, jajaja.
Tras despedir a mis amigos, quedo solo apurando el último trago. Hoy ya no busco la madrugada; hoy me retiro a mis aposentos como quien regresa a puerto después de una travesía inmensa, dejando que la noche siga bailando con los tiempos, con otros, como un amor antiguo que no necesita sostenerse en la carne para seguir siendo verdad.
Durante más de cincuenta años tuve la suerte de vivir lo que otros solo escucharon, reír donde otros lloraron, respirar donde otros se ahogaban, equivocarme donde otros no se atrevieron, amar mientras otros odiaban, pecar sin culpa y vivir sin pedir permiso; la noche fue mi escuela, mi refugio y mi patria espiritual, en ella aprendí a querer, a fallar, a recomponerme, a ser humano.
Hoy, desde la serenidad que da la experiencia, no miro atrás con arrepentimiento sino con gratitud, no echo de menos lo que tuve, lo celebro, no envidio lo que ya no soy, lo honro. En cada mesa de bar, en cada barra, en cada amanecer sin brújula, en cada risa rota, siempre hubo un pedazo de mi verdad.
Si os preguntáis si valió la pena, os digo que sí, sin duda, sin matices. Puede ser que mañana alguien se siente en esta silla solitaria de esta barra y piense que acaba de empezar su historia, mi ánimo; yo ya terminé la mía. Y qué privilegio haberla vivido como la he vivido.
Felipe Pinto.

No hay comentarios:
Publicar un comentario