“A todas las mujeres que alguna vez se perdieron y que tuvieron la fuerza y el valor para regresar a la luz.”
La noche siempre ha sido un territorio ambiguo, donde los sueños se mezclan con las sombras y donde la luz artificial intenta ocultar heridas que no cicatrizan. Bajo sus farolas se han cruzado esperanzas y desengaños, risas y silencios, caricias fugaces y soledades profundas. Desde tiempos antiguos, la mujer ha caminado ese territorio con una carga que no siempre mereció, soportando miradas que no entendían, juicios que no perdonaban y prejuicios que nunca la escucharon.
Fue víctima de una sociedad que tantas veces la trató como carne de cañón, como objeto accesible. El tiempo ha avanzado y el mundo ha cambiado, sí, pero la sombra de esa injusticia ha dejado memoria en su piel y en su alma. Porque la noche, con todo su glamour tentador, no siempre fue refugio; muchas veces fue el escenario donde se acallaban sus lágrimas, donde se disfrazaban sus miedos, donde encontraba una tregua para la soledad que durante el día la perseguía.
La mujer, tantas veces obligada a callar su llanto, a disimular su herida, a cargar con culpas que no eran suyas, halló en la noche un espacio ambiguo: ni salvación ni condena, sino un rincón donde buscar lo que no encontraba a plena luz —afecto, compañía, comprensión, un abrazo que no juzgara.
Y es así, entre luces que ciegan y sombras que revelan verdades profundas, como se dibuja esta historia: la de mujeres que se perdieron sin buscarlo, sin desearlo, sin preverlo.
Mujeres empujadas por silencios, heridas, desamores, costumbres que se hicieron cadenas y soledades que se hicieron destino.
Y entonces, ahora sí, comienza la verdad más íntima, la que casi nadie admite, pero todos intuimos:
Hay mujeres que se perdieron en la noche madrileña sin haberlo querido. Nadie se despierta un día diciendo “me voy a perder”, igual que nadie planea caer en la soledad, en el abandono o en la frustración. Pero así ha ocurrido a lo largo de la vida. Y ocurre porque la existencia no avisa, no pone señales de peligro, no instala barandillas para evitar la caída. Las personas no se pierden de golpe, sino poco a poco, gota a gota, sin darse cuenta, hasta que un día miran atrás y ya no recuerdan cómo llegaron hasta allí.
Han sido empujadas, no es solo una pasión por la noche, sino por una mezcla de desamor, alcohol y vicios ocultos. Muchas veces el origen no es la noche, sino la costumbre de una vida que han ido llevando y por una necesidad profunda de no sentirse solas.
Mientras unas formaron familias, encontraron un amor estable o estructuraron proyectos que les dieron equilibrio, otras quedaron descolocadas, sin un apoyo emocional verdadero, sin una amistad sólida, sin alguien que les sostuviera la vulnerabilidad. Y cuando se quedaron solas, la noche se convirtió en una válvula de escape. Madrid ofreció luces, ruido y sonrisas, pero no comprensión real. Aquellas luces maquillaban por fuera, mientras por dentro oscurecían el alma. La discoteca no es pecado; la condena es la soledad que lleva a buscarla.
No se trata de un fenómeno de moda, ni de una generación “perdida”. Es así como ha ocurrido a lo largo de la vida: quien no recibe afecto busca compañía donde puede, quien no tiene un hombro sincero acepta migajas, quien no encuentra escucha oculta su silencio tras una risa fingida. En otras épocas fue el salón de baile, el cabaret, el burdel; hoy es el bar de copas, la discoteca, el rincón oscuro donde nadie pregunta porque nadie quiere saber.
Y esas mujeres que un día tuvieron amigas, sueños y complicidades acabaron convertidas en sombras que caminan entre luces frías. No se perdieron por placer; se perdieron por falta de un abrazo. No cayeron por inmoralidad; cayeron por abandono e inseguridad. Lo que muchos interpretan como desenfreno suele ser desesperación; lo que juzgan como debilidad suele ser dolor; lo que critican como promiscuas suele ser simplemente humanas y heridas.
Quien ha vivido la noche madrileña desde dentro lo sabe: detrás de la música hay silencios que gritan, detrás de la sonrisa hay heridas que supuran, detrás de la coqueta apariencia hay un alma que pide auxilio. Se reconoce esa mirada repleta de preguntas que nadie responde, esa piel maquillada que no tapa el cansancio emocional, esos tacones que sostienen un cuerpo que ya no sabe dónde apoyarse.
Algunas llegaron sin querer; otras, sin saber cómo marcharse. No entraron en ese mundo por seducción, sino por necesidad. Y una vez dentro, intentar salir se volvió tan difícil como atravesar un laberinto sin mapa. Pero aun así, incluso cuando parecían deshechas, sobrevivía dentro de ellas un resto de dignidad, un recuerdo de quienes fueron, un pedazo de su verdadera esencia que nunca fue completamente destruida.
Nadie debería juzgar a estas mujeres sin haber comprendido la tragedia humana que las rodea. Porque no nacieron para perderse, fueron empujadas. No eligieron el vacío, fueron dejadas solas. No buscaron la decadencia, buscaron compañía. Y nadie se la dio.
Madrid no es culpable de eso; simplemente fue escenario. Si hubiera sido otra ciudad, el destino habría sido el mismo. Porque la noche solo es el decorado; la soledad es la herida. Y esa herida es universal, eterna, repetida en cada época y en cada generación. La diferencia está en que ahora la vemos con luces de neón; antes se veía con lámparas de salón.
Siempre hubo quienes quedaron fuera del sistema afectivo, quienes no tuvieron apoyo, quienes se ahogaron en silencio mientras aparentaban estar bien. Siempre hubo personas que se perdieron en la madrugada buscando una compañía que no encontraron a plena luz del día. Y siempre habrá quienes crean que eso es “locura” o “perversión”, sin entender que es necesidad humana.
La noche tiene glamour para quien la disfruta, pero tiene una cara oculta para quien la usa como refugio. Y esa cara oculta es la historia de estas muchachas: mujeres que fueron expulsadas de la vida común y encontraron en la penumbra el único lugar donde no eran juzgadas. No querían vivir allí. Querían que alguien las rescatara. Y nadie lo hizo.
Por eso contar esto importa. Porque si algún día alguien entiende, aunque sea tarde, puede que otra no se pierda como ellas. La tragedia no fue que la noche existiera; la tragedia fue que nadie les dio la oportunidad de no tener que buscarla.
Felipe Pinto.

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