La noche se había detenido como si alguien hubiese corrido un velo sobre el mundo para que solo quedara encendida la memoria. No era una noche cualquiera, sino una hecha de resquicios de los años ochenta y noventa, en los que aún vibraban los ecos de guitarras afinadas, miradas inquietas y un tiempo que no sabía que acabaría siendo leyenda. Iba a ser una noche suspendida, llena de corrientes añejas, como si hubiese sido guardada en un cajón secreto durante décadas.
Desde un rincón que no existe en los mapas, un lugar donde la ausencia y el recuerdo conviven sin enfrentarse, las presencias de dos ídolos regresaban unidas. Eran etéreas, de pura esencia y sus pisadas no dejaban ni la más mínima huella en el suelo. Avanzaban con la firmeza de quienes no están dispuestos a extinguirse nunca. No eran sombras ni fantasmas. Eran estelas vivas de dos hombres cuyas músicas dejaron demasiado amor como para desaparecer de este mundo por completo.
Antonio y Enrique bajaron juntos, inseparables, como si la noche los reclamara al mismo tiempo. Descendieron con una misma dirección, envueltos en la unión de un abrazo nacido de los impulsos que compartieron en vida: la música, la emoción, el ingenio, la ternura con los que dejaron huella en toda una generación que creció escuchándolos y admirándolos. Su abrazo no era un abrazo corporal, era un abrazo de alma del triunfo que habían sembrado juntos, de una misma manera de haber entendido la magia de la vida, en la noche, en el sentimiento y en la música.
La primera parada los recibió con una gran ovación, reconocible desde lejos: el Honky Tonk, con su fachada veterana y su luz perpetua de refugio. Aquel local había sido para ambos algo parecido a un hogar nocturno. Allí Antonio había disuelto heridas en melodías; allí el corazón de Enrique había comprobado su fijeza en que el amor por su hija María era tan grande que solo podía expresarlo en una canción con su nombre. El aire del Honky parecía conservarlo todo: sueños rotos, confesiones, promesas sin dueño.
Se movieron por el local sin alterar nada, pero todo a su alrededor pareció revolucionarse con su presencia. Antonio sintió cómo volvía a él ese impulso íntimo que un día había dado forma a sonrisa de ganador, esa manera de plantarse frente al mundo sin necesidad de gritar. También volvió, leve pero nítido, ese rincón secreto que él llamaba el sitio de mi recreo, por tratarse de ese espacio interior donde encontraba la paz cuando su intensa vida se complicaba.
Pasado un tiempo, la noche los empujó, de nuevo, hacia las calles, que seguían respirando como entonces y Malasaña los recibió con su mezcla de descaro y ternura, entre algunas fachadas que aún guardaban huellas de carteles, letras garabateadas y madrugadas interminables. Era un barrio que jamás había aprendido a envejecer. Y así llegaron a la luz radiante de La Vía Láctea que les abrió paso como un viejo escenario. El neón parecía latir con la misma energía que cuando ambos vivían la vida terrenal. Dentro, la atmósfera guardaba el mismo magnetismo de entonces, casi intacto. Antonio sintió que algo se movía dentro de él, una vibración profunda, como si la ciudad quisiera recordarle la fuerza con la que un día había transformado la vulnerabilidad en una lucha de gigantes, una batalla que aún hoy sostiene a quienes encuentran consuelo en su voz.
El hilo invisible de la noche los condujo después al Penta, lugar fijado en la historia al verse reflejado en canción inmortal y donde sinceridades y heridas siempre se habían encontrado sin pedir permiso. Enrique sintió regresar todo aquello que había sido suyo: el deseo oscuro del quiero beber hasta perder el control, cuando maldades humanas se le hacían cuesta arriba y sus miedos suplicaban silenciosamente el agárrate fuerte a mí, que tantas veces no se atrevió a pronunciar a nadie excepto a Maria; en contraposición las imágenes de aquellos ojos de gata que en tantas ocasiones circularon por su vida con la dulzura y el misterio de lo que nunca llega a ser del todo.
En el aire también flotaba esa palabra que él conocía demasiado bien: déjame, que en él nunca significaba abandono, sino el temor a no saber amar sin hacer daño. Y, al fondo, en una zona que no se ilumina con focos, emergía el amor que guardó siempre bajo llave, ese amor que ofreció sin pedir nada, porque Enrique amaba en silencio, con una profundidad que nunca necesitó testigos.
Pero entre todos esos reflejos había una luz que no se apagaba nunca: la de Álvaro, su hermano, su compañero de camino, de noches, de escenarios, de confidencias, de pérdidas. Desde aquella dimensión donde la perspectiva es más clara que nunca, Enrique lo veía como jamás lo había visto. Veía su fortaleza, su lealtad, su manera de sostener el timón cuando todo amenazaba con desmoronarse. Veía cómo había guardado secretos sin romper su espíritu, su intimidad y cómo, asimismo, había hecho crecer, sin traicionar una coma, su legado. Y ese orgullo —un orgullo que brillaba como el más preciado de los tesoros— fue para él un regalo fraternal, una victoria íntima que le colmaba el alma.
El paseo continuó hasta desembocar en el Ya'stá, último refugio de la noche. Aquel lugar resistía igual que siempre, como un faro de vapor para quienes necesitaban agotar la madrugada antes de volver a empezar. Allí terminaban muchas noches; allí, también, se salvaban o se hundían las últimas esperanzas. Dentro, el aire vibraba con una expectación extraña, como si el local supiera que estaban allí. La luz del amanecer empezó a colarse por los huecos de los tejados y sus presencias comenzaron a hacerse más ligeras, como si la claridad borrara sus contornos.
Y entonces regresaron —como si fueran su propia sangre— las melodías que los hicieron eternos: en una te ofrecía Antonio una entrega, a ti, chica de ayer, una entrega de quiméricas alucinaciones en las que él tantas veces se dejaba llevar por ti, que con tus ojos de perdida, con tus palabras en bajito y con tus íntimas y envenenadas tentaciones, en muchas ocasiones, le hacían huir de sus fuertes tormentas de ensueños hacia la toma de un antídoto que le pudiera salvar.
Y cuando el presagio del y no amanece se diluía y se empezó a borrar la noche, Antonio sintió que era momento de regresar. Enrique, en cambio, quedaba indeciso, quieto, un instante más, parecía un niño mimado sintiendo fuertes emociones al escuchar la segunda melodía y contemplar la ciudad como quien mira algo que todavía duele o aún llama
Antonio le recordó, sin palabras, que lo que habían venido a buscar ya lo habían encontrado. Enrique dudaba hasta al final, resignado, mas tuvo que ceder ante el amigo: "Espera, voy también, pero a tu lado..."
La mañana parecía corriente, brumosa, idéntica a tantas otras, pero no lo era, porque en los sueños hay presencias que la marcaban como muy especial y esas presencias, además, siguen vivas aunque ya no caminen a niestra vera, porque hay quienes no necesitan tener un corazón latiendo para estar entre nosotros, basta con que un recuerdo los convoque, con que alguien tararee, sin darse cuenta, un verso, con que un sueño se abra un instante a lo que fue, solo necesitan que alguien invoque su música para que entonces los veamos aparecer desde caminos infinitos y podamos sentirlos ligeros, invisibles y en el mismo tiempo y lugar donde nos hicieron felices.
Hoy unidos en ese abrazo íntimo y casi secreto, aunque tú no lo sepas, volvieron una noche más…
Felipe Pinto.

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