Desde que Bruselas anunció con grandilocuencia la llegada de los fondos europeos Next Generation, se instaló en la opinión pública la idea de que España estaba a punto de vivir un proceso de transformación económica sin precedentes, una especie de “Plan Marshall verde” que reindustrializaría el país, modernizaría sus infraestructuras, fortalecería su tejido productivo y traería prosperidad para generaciones enteras. Sin embargo, esa promesa se ha revelado como una gigantesca operación de propaganda, una cortina de humo bajo la cual se ha puesto en marcha la mayor estafa económica y política de la historia reciente, ejecutada en silencio, sin auditorías reales, sin transparencia y sin control. Y lo más grave es que nadie, absolutamente nadie, está investigando el destino de esos miles de millones que, lejos de impulsar el desarrollo nacional, se han convertido en la gasolina que alimenta la maquinaria ideológica del Gobierno, la ingeniería social de la Agenda 2030 y el clientelismo político que sostiene un régimen débil, frágil y cada vez más autoritario.
La Unión Europea, tan exigente cuando se trata de imponer restricciones absurdas, límites energéticos suicidas o normativas ideológicas disfrazadas de progreso, ha mostrado una pasividad insultante ante el reparto discrecional y arbitrario que el Gobierno español ha realizado de estos fondos. Mientras Europa vigila cuántas emisiones produce una vaca en Castilla y León o cuántos kilómetros puede circular un coche diésel, guarda silencio ante la fabricación masiva de chiringuitos institucionales, asociaciones fantasma, empresas pantalla y entidades afines al poder que han sido creadas a toda prisa para absorber subvenciones multimillonarias sin aportar absolutamente nada al bienestar real de los españoles. Ese silencio cómplice revela una realidad incómoda: la UE no es solamente un espectador despistado, sino un actor interesado que prefiere mirar hacia otro lado porque este desvío masivo de fondos encaja como un guante en su gran experimento social, energético y económico llamado Agenda 2030.
Bajo la excusa de la “transición ecológica” y la “igualdad de género”, miles de millones han ido a parar a proyectos de utilidad cuestionable, cargados de ideología y vacíos de contenido productivo. Empresas que nunca habían tenido actividad real se han convertido de la noche a la mañana en “expertas” en sostenibilidad, digitalización o resiliencia, conceptos tan vagos como perfectos para justificar cualquier gasto. Mientras tanto, autónomos, pequeñas empresas y agricultores han quedado fuera de cualquier ayuda porque no encajaban en la matriz ideológica de la Agenda 2030, o porque no tenían acceso a los círculos de poder donde se cuecen los repartos. España ha perdido una oportunidad histórica, pero no por incapacidad técnica, sino por la voluntad deliberada del Gobierno de utilizar los fondos europeos como moneda de cambio para mantener alianzas políticas, comprar voluntades y financiar estructuras ideológicas que refuerzan su proyecto de ingeniería social.
La opacidad ha sido absoluta desde el primer día. Ninguna auditoría independiente, ningún control parlamentario serio, ninguna rendición de cuentas. Las advertencias de los organismos internacionales han sido ignoradas con una soberbia que solo exhiben quienes están seguros de que nunca tendrán que explicar el destino de su gestión. Los mecanismos de transparencia han sido dinamitados, el reparto se ha centralizado políticamente en Moncloa y la sociedad española ha quedado en manos de un Gobierno que reparte dinero europeo como si fuera patrimonio de un partido, no de un país entero. Los fondos que debían impulsar la industria han terminado hundiéndola bajo capas de burocracia verde y regulaciones imposibles; los fondos destinados a la digitalización se han perdido en consultoras ideologizadas que viven del cuento; y los que debían reforzar los servicios públicos se han desvanecido en proyectos propagandísticos que solo han servido para llenar titulares vacíos.
Europa, en lugar de exigir explicaciones, se ha dejado embaucar por promesas y discursos progres de salón, celebrando con entusiasmo cada gesto del Gobierno español mientras ignoraba la precariedad creciente de los servicios públicos, la ruina de los autónomos, el endeudamiento desbocado y la destrucción del tejido productivo. Nadie pregunta dónde está el dinero, quizá porque la respuesta pondría en evidencia el fracaso monumental de un modelo económico construido sobre subsidios, regulaciones asfixiantes y adhesión incondicional a los dogmas de la Agenda 2030. El resultado es un país que ha gastado la mayor ayuda económica de su historia sin generar empleo estable, sin aumentar su competitividad, sin modernizarse y sin mejorar la vida de sus ciudadanos.
Este Gobierno ha utilizado los fondos europeos como arma política, como herramienta para premiar lealtades y castigar discrepancias, como palanca para consolidar un modelo social que desprecia el mérito, la libertad económica y la soberanía nacional. Y lo ha hecho con la complicidad silenciosa de unas instituciones europeas más preocupadas por imponer sus delirios ecológicos que por proteger a los ciudadanos europeos de la corrupción que se está extendiendo por todo el continente. España merece saber la verdad y tiene derecho a exigir responsabilidades, porque lo que se ha perpetrado con los fondos europeos no es una simple mala gestión: es la mayor estafa política, económica e institucional de nuestra democracia, un saqueo encubierto realizado bajo el pretexto de la modernidad y la sostenibilidad, que ha dejado al país más empobrecido, más dependiente y más sometido a los dogmas ideológicos que dictan Bruselas y Moncloa.
Mientras nadie investigue, mientras los grandes medios callen, mientras Europa siga premiando al Gobierno con abrazos y fotos, esta corrupción monumental continuará creciendo como un cáncer que devora las posibilidades de futuro del país. Y por eso es imprescindible denunciarlo alto y claro: España ha sido traicionada por quienes deberían protegerla, engañada por quienes deberían servirla y saqueada por quienes utilizan la política como un negocio personal. Ninguna nación puede prosperar cuando su dinero se convierte en el botín de una élite ideológica que desprecia a sus ciudadanos. Y ninguna democracia puede sobrevivir cuando la corrupción deja de ser un accidente para convertirse en un sistema.
Felipe Pinto

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