Somos una generación privilegiada, surgida sin previo aviso, como una especie humana distinta a todas las que habían desfilado antes por la historia reciente. Una generación que ha decidido borrar de su vocabulario la palabra envejecer, no por soberbia ni por negación, sino porque sencillamente no forma parte de nuestros planes. Caminamos con la serenidad de quien ya ha visto mucho y con la osadía luminosa de quien aún conserva intacto el brillo en los ojos. Creemos, quizá como nadie antes, que la vida hay que bebérsela entera, y que cada amanecer es un regalo, no un trámite.
Y estoy seguro de que tú, lector, también perteneces a esta generación que nunca se rinde, que nunca se aburre, que nunca se apaga. Y si no lo eres, serás hijo o descendiente de ellos, y por eso también formas parte de esta historia.
Los que hoy rondamos los sesenta, los setenta, y algunos, hasta más, crecimos en un mundo muy distinto al de ahora, pero fuimos capaces de evolucionar con una rapidez que sorprendió a quienes nos imaginaban anclados en viejas rutinas. Nuestra generación fue muy creativa, sorprendentemente creativa; capaz de reinventarse cada pocos años, de abrir caminos donde no había nada, de improvisar, de arriesgar y de convertir el talento en una forma de estar en el mundo. Nos adaptamos sin llorar por lo perdido, elegimos profesiones que nos permitieran no solo ganarnos el pan, sino construir un estilo de vida, una identidad firme, una libertad propia.
Y además —digámoslo sin pudor— fuimos divertidos, libertinos, intensos. Supimos compaginar vocación y desenfreno al cien por cien. Podíamos estar hasta el amanecer bailando, cantando, viviendo, y aun así presentarnos al día siguiente en el trabajo como si nada. Muchas de nuestras profesiones liberales facilitaban ese extraño equilibrio entre responsabilidad y aventura, entre cumplir y disfrutar, entre trabajar y celebrar la vida como si no existiera el mañana.
Llegamos a la madurez sin resentimientos, sin saldos pendientes, sin esa nostalgia amarga que inmoviliza. Del pasado conservamos lo esencial: los amigos, los amores, los viajes, las risas interminables, las noches cerrando bares, la música que parecía escrita para nosotros. Lo demás se fue diluyendo, como se disuelven las sombras cuando empieza a amanecer.
Para muchos, la jubilación no ha sido una retirada, sino una conquista. Cruzamos esa frontera con la misma curiosidad con la que un día cruzamos, por vez primera, la puerta de un bar de madrugada. Para otros, seguir trabajando es una manera de seguir respirando, de seguir siendo útiles, necesarios para uno mismo y para los demás.
Pero todos —absolutamente todos— compartimos una certeza: vivimos más de lo que debíamos, mejor de lo que esperábamos, e intensamente como pocos podrán comprender. Y hoy celebramos cada salida del sol porque sabemos, con la calma de quienes ya han peleado bastante, que no siempre lo tuvimos fácil… pero que, aun así, lo disfrutamos como si lo hubiera sido.
También abrazamos la tecnología sin caer en caricaturas. Aprendimos, ya de mayores, a usar ordenadores, móviles, videollamadas… y lo hicimos con una naturalidad que descolocó a quienes nos daban por analógicos eternos. Escribimos correos, enviamos mensajes a medianoche, compartimos fotos, pagamos recibos desde el móvil, hablamos por WhatsApp con hijos que viven lejos… y en cada gesto hay algo profundamente hermoso: la certeza de que no dejamos que el mundo siguiera avanzando sin nosotros.
Pero si hay un territorio donde brillamos como ninguna otra generación, ese territorio fue —y sigue siendo en el recuerdo— la noche. Porque nosotros fuimos la generación que la conquistó, que la moldeó, que la hizo suya.
No la noche prefabricada de ahora, sino aquella noche indómita, vibrante, inmensa, donde cada esquina guardaba una historia y cada historia tenía la intensidad de una película. Las noches de Madrid, Ibiza o Marbella nos adoptaron como hijos propios, y eso nos enseñó a mirarlas con los ojos del deseo y de la libertad.
Nos movíamos por ellas como quien se mueve por un territorio íntimo. Éramos parte de su respiración, de su música, de su ambición inagotable y de su ambiente inigualable.
Recordamos los primeros bares donde aprendimos a intuir miradas, donde la música era una complicidad silenciosa, donde la luz tenue hacía que todo pareciera posible. Recordamos las primeras boîtes que nos descubrieron una modernidad que no imaginábamos; las primeras discotecas donde nuestra juventud se liberó de antiguos lastres; los templos donde bailábamos hasta que los huesos dolían… pero seguíamos, como si el cuerpo fuera de otro y la noche fuera eterna.
La noche fue testigo de nuestras conquistas, de nuestras torpezas, de nuestros enamoramientos, de nuestras huidas. En sus calles dejamos huellas invisibles pero firmes; en sus barras contamos secretos que no repetiremos jamás; en las altas horas de sus madrugadas descubrimos versiones de nosotros mismos que aún nos acompañan, como pequeñas luces que no se apagan.
Y cuando hoy caminamos por Madrid, por ejemplo, esta misma ciudad, más silenciosa, más apresurada, más pálida por momentos, lo hacemos con una sonrisa interior que nadie nos puede quitar. Porque sabemos que vivimos algo que solo ocurre una vez en la vida de una ciudad, una vez en la vida de una generación.
Fuimos testigos de una época luminosa y somos portadores de esa luz.
Pero no podemos hablar de nosotros sin mencionar, con un respeto profundo, a quienes ya emprendieron el viaje definitivo. Amigos, hermanos, compañeros de vida y de noches infinitas. Rostros que aún recordamos con nitidez cuando cerramos los ojos; risas que resuenan en rincones concretos de la memoria; manos que alguna vez nos sostuvieron y hoy descansan en otra dimensión. Ellos forman parte de la arquitectura secreta de nuestra existencia, y su ausencia no es una derrota: es la forma más pura de permanencia.
A ellos —que caminaron a nuestro lado, que rieron con nosotros, que fueron protagonistas de la misma historia generacional— les debemos algo más que un recuerdo: les debemos continuar, seguir viviendo con la dignidad, la alegría, la elegancia y la valentía que ellos merecen. Mantenernos firmes, humanos, agradecidos, para que desde ese cielo al que pertenecen se sientan orgullosos de los que quedamos aquí. Somos su legado en movimiento, somos la memoria que anda, que ama, que aprende, que envejece sin rendirse, somos la página que sigue escribiéndose gracias a lo que ellos nos dejaron dentro.
Y por eso, cada día que despertamos, cada vez que miramos el horizonte o sentimos el aire tibio de Madrid rozarnos la cara, estamos honrándolos porque nosotros, vivimos también por ellos. Y mientras sigamos aquí, mientras sigamos recordando, soñando, caminando con el pulso firme y la mirada alta, ellos seguirán presentes, apoyándonos desde arriba, orgullosos de vernos avanzar sin miedo.
Porque si algo tenemos claro es que la mejor manera de homenajear a quienes ya no están es seguir viviendo con la fuerza que ellos nos enseñaron.
Somos privilegiados porque amamos y fuimos amados, porque trabajamos y dejamos huella, porque supimos divertirnos sin pedir permiso, porque aprendimos a caer y a levantarnos, porque seguimos vivos por dentro.
Somos privilegiados porque vivimos lo mejor de dos mundos: la intensidad de la juventud y la serenidad de la madurez.
Y porque aún hoy, cuando se apagan las luces de la casa y la ciudad murmura a lo lejos, sentimos dentro de nosotros el eco de una música que nunca llegó a apagarse del todo.
Felipe Pinto.

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