España ha vivido durante demasiadas décadas atrapada en un relato oficial que no pretende explicar la historia, sino moldearla al gusto del poder. Un relato reducido, mutilado, que insiste en que la Guerra Civil comenzó el 18 de julio de 1936 porque un grupo de militares decidió destruir una democracia próspera. Sin embargo, basta abrir los documentos de la época, repasar las hemerotecas, leer las actas parlamentarias o estudiar las sentencias judiciales para comprobar que esa versión es insostenible. La verdad, incómoda para muchos, es que la Guerra Civil no empezó en 1936. España ya llevaba tres años deslizándose hacia una revolución anunciada, preparada y defendida abiertamente por los dirigentes de la izquierda.
La Segunda República nació sin consultar al pueblo español. Las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 no eran un referéndum sobre el modelo de Estado. A pesar de ello, la República se proclamó como si hubiera sido fruto de un mandato popular claro. Ese origen sin plebiscito dejó una grieta que el régimen nunca logró cerrar.
Cuando en noviembre de 1933 se celebraron las primeras elecciones generales verdaderamente libres, el resultado fue rotundo: victoria aplastante de las derechas. Y fue entonces cuando se reveló el verdadero rostro de los dirigentes de la izquierda revolucionaria. Largo Caballero, uno de sus máximos referentes, pronunció el 3 de octubre de 1933 la frase que marcó el inicio real del conflicto: «Si las derechas triunfan, tendremos que ir a la guerra civil.» Indalecio Prieto añadió otra sentencia que revela su absoluto desprecio por la democracia liberal: «La República burguesa no nos sirve.» Para ellos, la República solo era aceptable si era instrumento del socialismo; si no, debía ser destruida.
Pero el mensaje más brutal lo expresó el propio Caballero en un mitin en la Casa de Campo: «Quiero la dictadura del proletariado.» No se trataba de metáforas ni de discursos inflamados: hablaba literalmente de dictadura. Y desde Claridad, el periódico de combate del socialismo revolucionario, dejó escrito lo que sería la confesión más explícita de su programa: «Prefiero la guerra civil a la República burguesa.»
Ese fue el clima que se respiraba en España antes de 1934. Y cuando llegó octubre, cumplieron su amenaza. El PSOE, la UGT y la Alianza Obrera lanzaron una insurrección revolucionaria cuidadosamente planificada: compra clandestina de armas en Francia, financiación millonaria, explosivos sacados de las minas asturianas, milicias entrenadas, manifiestos separatistas listos antes incluso de que comenzara la sublevación. En Asturias, la revolución sembró el terror: iglesias incendiadas, edificios públicos dinamitados, funcionarios asesinados, civiles ejecutados, tribunales revolucionarios improvisados. En Cataluña, Companys proclamó un Estado independiente, tras haber preparado de antemano los decretos de ruptura.
El Gobierno republicano, incapaz de frenar la insurrección, recurrió al general Francisco Franco y a las tropas de África, enviadas oficialmente para restablecer el orden. En 1934, Franco defendió la República frente al golpe revolucionario de la izquierda. Ese dato fundamental es silenciado porque destruye el relato que después se impondría.
El juicio contra los cabecillas del golpe, con Largo Caballero acusado de rebelión militar, terminó en una absolución por un solo voto. El fiscal general dimitió. La República mostraba así que ya no era capaz de aplicar la ley frente a quienes buscaban activamente destruirla.
A comienzos de 1936, España cayó en una espiral de violencia política sin precedentes. Asesinatos casi diarios, templos incendiados, sedes de partidos destruidas, agresiones, explosiones, patrullas armadas recorriendo calles y barrios. El Gobierno perdió el control —o decidió no ejercerlo—. Y cuando agentes vinculados al propio Estado secuestraron y asesinaron al líder de la oposición, José Calvo Sotelo, la democracia quedó oficialmente muerta. Un Estado que asesina a un diputado ha dejado de ser Estado de derecho.
A todo esto se sumó la instauración de un auténtico régimen del terror en las calles, ejecutado por milicias socialistas, comunistas y anarquistas. Fueron los tristemente célebres paseos. Grupos armados recorrían las ciudades de noche, deteniendo a ciudadanos señalados —por religión, por su voto, por su posición social, o simplemente por capricho ideológico— y los llevaban a las afueras, donde eran asesinados sin juicio, sin garantías y sin testigos que quedaran vivos. Los coches requisados se convertían en vehículos de la muerte. La noche, en un territorio de exterminio.
A la par, proliferaron las checas, centros clandestinos de detención ideológica donde se interrogaba bajo tortura, se humillaba, se mutilaba y, en demasiados casos, se ejecutaba. Había checas socialistas, checas anarquistas, checas comunistas. Cada facción tenía su propia red, sus propios métodos y sus propias listas. Las víctimas entraban vivas y muchas no volvían a salir.
Los sacerdotes eran objetivo prioritario. Ser cura equivalía a una sentencia de muerte. Las monjas, igualmente perseguidas, eran insultadas, golpeadas, humilladas y finalmente ejecutadas. Muchos religiosos fueron obligados a presenciar torturas, a blasfemar o a pisotear símbolos sagrados antes de morir. Pero no solo la Iglesia fue objetivo: también abogados, médicos, comerciantes, funcionarios, empresarios, campesinos y ciudadanos sin militancia alguna. Bastaba con no pertenecer al bando revolucionario para acabar en una fosa.
Esta violencia no era un fenómeno espontáneo: formaba parte del sistema de terror revolucionario que sustituyó al Estado cuando el Estado desapareció. Las checas actuaban como tribunales paralelos; las milicias, como policía y verdugos; los comités revolucionarios decidían quién vivía y quién moría. En apenas cinco meses, miles de personas fueron asesinadas sin juicio, torturadas o desaparecidas en fosas improvisadas.
Ese era el país real en julio de 1936. Un país roto, sometido al terror, sin ley, sin garantías, sin Estado, sin democracia, sin seguridad.
Y fue entonces cuando se produjo el alzamiento nacional. No contra una democracia, porque la democracia ya no existía. No contra la República, porque la República ya había sido destruida desde dentro por quienes proclamaban que «preferían la guerra civil» antes que aceptar un Gobierno legítimamente elegido por las urnas. Fue un contragolpe, la respuesta inevitable frente al golpe anterior que buscaba implantar en España la dictadura del proletariado.
La historia no depende de sentimientos ni de relatos interesados. La historia depende de documentos. Y los documentos dicen lo que dicen. España no cayó en la guerra: fue empujada a ella por quienes anunciaron que la traerían, y cumplieron su palabra.
Felipe Pinto.

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