Hubo un tiempo en el que Madrid respiraba de otra manera, cuando aún no existían las torres de cristal que hoy dominan el norte de la Castellana y la antigua Ciudad Deportiva del Real Madrid era un pequeño universo hecho de pistas de tierra batida, piscinas con olor juegos infantiles, unas y a juegos de mesa, otras, meriendas de verano en la Pérgola y esa sensación de libertad absoluta que solo existe cuando uno aún no sabe que el tiempo corre. Allí, desde niños, crecimos juntos para, después, acabar repartidos por distintos rumbos de la vida. Y entre aquellos chavales tostados por el sol o enrojecidos por el frío, armados con raquetas y sueños que no sabíamos que eran sueños, estaban también los hermanos Cano: Modesto, quizás, el más templado; José María, ingenioso y competitivo; Meri, que repartía su simpatía entre todos; y Nacho, el pequeño, el más audaz, inquieto y eléctrico, con una intensidad interior superior, cualidad que después acabaría siendo su sello personal. Para nosotros eran simplemente amigos, compañeros de juegos, chicos con los que mezclábamos fútbol, tenis, confidencias, juegos y risas interminables en aquellos fines de semana o veranos que parecían no tener fin.
José María jugaba muy bien al tenis, con esa mezcla de frialdad y precisión que distingue a los buenos competidores, mientras que Nacho defendía su nivel con orgullo aunque sin la técnica de su hermano (también hay que decir en su favor que es unos años menor y eso, a esas edades, contaba y vaya que si contaba). Yo era del montón, una medianía, ni estrella ni desastre, pero aún guardo como un pequeño tesoro una anécdota que fue la eliminatoria de un torneo social júnior, la única vez que logré ganar a José María. Recuerdo su cara de incredulidad y la mía, y cómo aquel día todo me salió perfecto, quizás porque estaba muy en forma al estar jugando aquel año en el juvenil de baloncesto del Real Madrid, donde el entrenamiento diario aportaba una velocidad y una resistencia que se notaban en cualquier deporte. Aquella victoria fue única y efímera, porque aunque llegué, contra todo pronóstico, a la final, en ésta Alberto Viñolas me devolvió a la realidad, con una paliza sin contemplaciones, pero ese único triunfo ante José María ha quedado fijado en mi memoria como esos momentos que uno guarda de por vida sin saber por qué. De aquello han pasado ya cincuenta años, medio siglo que parece imposible al decirlo, porque la memoria conserva esos días como si hubieran sucedido apenas ayer.
Con el tiempo crecimos, dejamos de frecuentar el club y la intensidad de nuestras visitas fue menguando. Cada cual tomó su rumbo y Nacho y José María comenzaron a moverse hacia la música. No era aún una apuesta seria, más bien una inquietud compartida con la efervescencia cultural de una España que acababa de despertar tras décadas de silencio. La Movida madrileña empezaba a brotar en bares, sótanos, pequeños locales y rincones donde se mezclaban artistas, soñadores y buscavidas, y dentro de aquel caldo de cultivo, casi sin que nadie pudiera preverlo, fue tomando forma Mecano, un grupo que terminaría convirtiéndose en uno de los fenómenos más positivos más sorprendentes y más decisivos de la historia del pop español.
Yo, que había encaminado mi vida hacia la noche madrileña, con mi trabajo como relaciones públicas, primero y con mis negocios, mis bares, mis discotecas y mis restaurantes y después de estar al pie del cañón con miles de madrugadas encima, fui testigo directo de cómo Mecano se convertía en un país emocional entero. Fui muchísimas veces a verles en concierto y tengo que decir que los de la Plaza de Toros de Las Ventas, en 1991 y 1992, aún siguen grabados en mi mente y hoy resuenan, para muchos, como dos acontecimientos casi históricos. Fueron, en algunos aspectos, como dos siameses, aquellos círculos de luz en el centro del escenario, las gradas llenas, la electricidad en el ambiente y esa sensación de que algo grande estaba a punto de empezar, formaron, en ambos, un espectáculo que no ha vuelto a repetirse con la misma energía. También les vi en Las Rozas y en otros muchos lugares de España, porque a Mecano había que verlos allí donde actuaran pero aquel concierto concreto de Las Rozas fue para mi muy especial al vivir una de esas escenas que la vida te regala una vez y se queda grabada para siempre. Fui con mi hija mayor. ¿Qué tendría, 3 o 4 años? Y entre la multitud, justo antes de empezar el espectáculo, me encontré con Penélope Cruz, entonces, pareja de Nacho. Penélope cogió a Sandra en sus brazos y con una ternura absoluta la tuvo con ella durante gran parte del concierto. Y allí estaba yo, viendo a mi hija en los brazos de una de las actrices llamadas a ser de las más internacionales, mientras Mecano encendía la noche, y comprendí que aquellos años tenían algo de irrepetible, una mezcla de juventud, música y azar que ya no volvería nunca a repetirse.
Tras esta anécdota decir que algo de lo más me impresionó siempre de Mecano como era el comprobar cómo, incluso antes de que un disco saliera oficialmente a la venta, la gente ya se sabía de memoria todas las canciones. Entonces no había redes sociales, ni internet, ni plataformas digitales: había un boca a boca imparable y un grupo cuya música volaba de mano en mano y de corazón en corazón.
Ana, José María y Nacho se dejaban la piel en el escenario, iluminando la noche con un talento que atravesaba fronteras. Cada concierto era una ceremonia generacional donde miles de jóvenes sentíamos que estábamos asistiendo a algo más que una actuación: era un latido común, una explosión de identidad colectiva. Dentro de ese universo musical también tuve la suerte de tratar a algunos de los que formaban su elenco. Fui muy amigo de Arturo Terriza, un músico excepcional, y he conocido bien a Javier de Juan, que además de tocar con Mecano formó parte del mítico conjunto Cadillac. Ellos eran parte de esa maquinaria perfecta que hacía que cada concierto fuera inolvidable.
Por eso, cuando Mecano decidió poner fin a su vida como grupo, me llevé un auténtico disgusto. No era solo que se separara una banda de éxito; era que se desvanecía un pedazo de nuestra juventud, una parte esencial de la banda sonora de nuestras vidas. Años después, las casualidades de la vida hicieron que coincidiera algunas veces con José María, siempre con cordialidad y cierta distancia, y también con Nacho, con quien la sintonía fue siempre estupenda. Lo vi en Ibiza, lo he vuelto a ver en Madrid, y siempre ha conservado esa chispa luminosa que traía desde niño. Por eso me alegra profundamente su éxito actual con los musicales, que muestran a un artista completo, brillante y querido por antiguas y nuevas generaciones.
Mecano no fue solo un grupo. Fue una identidad, un lenguaje propio, una emoción compartida. Fue el sonido de un Madrid que ya no existe, un eco que nos acompaña cada vez que suena “Hijo de la luna”, “Me cuesta tanto olvidarte”, “La fuerza del destino” "Un año más" o “Barco a Venus”. Cuando escucho cualquiera de esas canciones no escucho solo música: veo las pistas de tenis de la Ciudad Deportiva y, en ellas, a los Cano corriendo bajo el sol de la tierra batida, veo las noches interminables de Madrid, las, más aun, de Ibiza y entiendo que, sin saberlo, crecimos al lado de una historia que acabaría siendo mucho más grande que todos nosotros.
Felipe Pinto.

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