En la barra de un bar de Madrid, ahora, cuando la madrugada ya no promete nada y solo entrega lo que queda, apoyo los codos sobre el mármol frío. El camarero limpia vasos con el gesto automático de quien ha renunciado a sorprenderse. El olor viejo a whisky derramado lo ocupa todo: mezcla de alcohol, tiempo y noches que no supieron acabar bien. Ese olor es una verdad que no necesita explicación.
Aquí, entre sombras que se alargan sin prisa y conversaciones que apenas sobreviven al sueño, vuelvo a pensar en lo que la ciudad y la mujer dan y niegan. Madrid, desde el otro lado del cristal, parece una postal mal iluminada: fachadas que brillan por fuera y se desmoronan por dentro, calles que prometen compañía pero saben muy bien cómo devolverte a tu propio silencio.
Las mujeres que pasan —a pie rápido, con el abrigo bien cerrado, con prisas que no confiesan— llevan ese brillo seco de la ciudad: un brillo que no se hereda ni se aprende, sino que se impone. No sonríe ni seduce. Atraviesa. Son figuras que se mueven como la ciudad misma: sólidas, ajenas, conscientes de que no pueden fiarse de nadie. Ríos breves que cruzan la noche sin dejar huella, salvo en los que miramos demasiado.
A veces me quedo atrapado en ese instante en el que una silueta cruza la luz de una farola. No necesito conocerla. Me bastan su forma, su velocidad y el aire que desplaza para saber que siempre fue así: la mujer marcha, la ciudad respira, uno se queda. Siempre igual, siempre distinto. No hay poesía ahí, ni misterio, ni redención. Solo movimiento. La vida cruzando, y yo quieto, mirando.
Los luminosos de la calle iluminan la noche como un recordatorio de que la ciudad no descansa nunca. Pero no iluminan para guiar: iluminan para marcar territorio. El suyo, no el nuestro. Bajo ese resplandor sin alma, todos parecemos acompañados y, sin embargo, seguimos cada uno en su propia isla, cada cual con su inventario de pérdidas, de elecciones equivocadas, de motivos para no hablar.
Y yo, en este rincón, con un whisky que se enfría antes que mis dudas, me preguntaba entonces —y me sigo preguntando— cuándo hallaría un consuelo que no fuese prestado, un espacio donde la soledad no sea un muro, sino un acuerdo tácito entre dos que no necesitan explicarse. No busco milagros. Solo un lugar donde respirar sin tener que fingir.
De soledades así se levantó esta ciudad. De hombres y mujeres que no querían enfrentarse al mundo a campo abierto, de quienes entendieron que la unión era una necesidad y no una elección estética. Así nació ese Madrid que hoy tanto añoramos.
Urbe que se levantaba desde lo poco, desde la tierra y el frío, desde la voluntad de estar menos solos.
Pero después llegó la otra parte de la historia: los que querían su propio mando, su propia esquina de poder. Y la ciudad, que pudo ser refugio, se convirtió en escenario. Ya no importaba construir algo juntos, sino decidir quién se lo quedaba. Madrid aprendió rápido a ser bella y cruel al mismo tiempo, a ofrecer oportunidades que luego retira sin avisar, a fingir calidez mientras guarda distancia. Hoy la ciudad es un cuerpo vivo que no sabe a quién abrazar ni con quién quedarse. Está más sola que yo.
Cuando salgo de ella y camino cerca del agua, cuando escucho el rumor del campo o el golpe áspero del viento en la sierra, me llega otra clase de soledad: más limpia, menos negociada. Basta una estrella solitaria o una tormenta formándose para que regrese esa tristeza elemental, esa que no derrota pero tampoco abandona. La misma que acepté cuando entendí que ciertas cosas no cambian aunque pasen los años.
A veces —solo a veces— me alcanza la nostalgia de Madrid. No es dulce. No es amable. Es una punzada leve, como recordar un nombre que ya no podemos pronunciar. Aparece cuando una mirada, real o inventada, se asoma en el borde de la memoria. Y entonces sé que volveré a una barra de bar, a ésta o a otra que huela igual, donde la noche no promete milagros pero, al menos, no miente.
Aquí estoy, otra vez, intentando medir lo que la ciudad y la mujer entregan y lo que dejan en deuda. Sin adornos. Sin discursos. Sin vulgares sentimentalismos. Madrid late, pero no espera. Ella pasa, pero no se detiene. Y yo sostengo el vaso, la noche y mis pensamientos con la misma frialdad del mármol que tengo bajo los codos.
Esto es lo que hay.
Madrid.
Ella.
Y esa barra que lo escucha todo sin juzgar nunca a nadie.
Felipe Pinto.

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