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viernes, 28 de noviembre de 2025

PONGAMOS QUE HABLO DE MADRID

 


Madrid siempre ha tenido la costumbre de abrazar a los que llegan rotos, a los que caminan con el alma en carne viva, a quienes buscan en la noche un sitio donde respirar sin que la vida les pese tanto, y entre todos ellos Antonio era una presencia inevitable, una especie de muchacho eterno que parecía vivir como si en cada gesto se le escaparan “siete vidas”, siete formas de sentir, siete maneras de caer y levantarse sin haber aprendido nunca a protegerse del todo

Había en él una fragilidad luminosa, esa mezcla rara que solo poseen los que sienten más de lo que pueden soportar, una intensidad que dejaba huella incluso antes de que sonara una guitarra, y quizá por eso cuando caminaba por la noche madrileña parecía que su corazón buscaba desesperadamente un espacio donde moverse “en libertad”, como si solo en esas madrugadas renaciera una versión más pura de sí mismo, una versión que el día no era capaz de sostener

En Pachá, entre luces que temblaban como recuerdos, tenía esa manera de moverse que hacía que cualquiera se girara solo para comprobar si aquel tío era de verdad, y en el Honky Tonk, afinando la guitarra en silencio, parecía que dentro de él latía un mundo entero, como si estuviera conteniendo algo que quería estallar en una canción que solo él escuchaba, esa verdad íntima que luego derramaba en versos que hablaban de vivir, de entregarse, de no dejar nada a medias, como cuando prometía que jamás haría daño “No dudaría”, y ese mensaje tan simple, tan limpio, era la prueba de que dentro de aquel hombre quebrado había una nobleza imposible de fingir

Y sin embargo, su arte no pertenecía solo a los escenarios, porque Antonio era capaz de convertir cualquier noche en algo legendario, como aquella en Guadalmina, Marbella, en casa de nuestro querido amigo común Bruno Arrojo, donde entre risas desordenadas y esa chispa que solo aparece en las madrugadas irrepetibles, se lanzó a torear una vaquilla con un sorprendente —por lo genial— arte, como si llevara al duende escondido bajo la piel, como si en él despertara un torero antiguo que había vivido mil vidas antes de nacer, y en esos lances había algo casi poético, la misma verdad que luego dejaba caer en cada canción, una verdad que no buscaba aplausos sino compañía

Siempre necesitó a los suyos, a esa familia tan extensa como extraordinaria, en la que encontraba cobijo cuando la noche se volvía demasiado afilada, y entre todos ellos estaba mi íntimo amigo, Guillermo Furiase, su cuñado, compañero de fatigas, confidente en tantos silencios y su sombra protectora en los momentos más inciertos, igual que Rosario, su hermana, la más cercana en edad, la que recorrió con él sus primeras exploraciones nocturnas, cuando ambos descubrían juntos los bares, la música, los sueños y los peligros, porque antes de ser artistas fueron dos niños intentando comprender un mundo que siempre les exigió demasiado

Recuerdo verlo por los bajos de Azca, a primeros de los ochenta, caminando con esa mezcla suya de timidez y determinación, como si estuviera buscando una “isla” secreta en la que poder descansar un instante del ruido del mundo, un pequeño rincón donde las luces bajas no le hicieran daño y donde pudiera esconderse de sí mismo sin desaparecer del todo

La droga, que tantas veces se presentaba disfrazada de refugio, fue dejando marcas en su vida, primero en forma de esa falsa claridad que prometía la cocaína y luego en ese abrazo oscuro y lento de la heroína, que lo atrapó como a tantos de su generación, y aun así él seguía luchando, intentando encontrar una salida, intentando encontrar un borde donde aferrarse, y cuando se hablaba de amor, cuando mencionaba a su hija, había algo en su voz que era una plegaria, una luz íntima, una promesa rota pero hermosa, porque dentro de Antonio siempre brilló “la luz de Alba”, incluso cuando sus noches fueron las más difíciles que un hombre puede atravesar

Y es que Antonio daba más de lo que tenía, ofrecía más de lo que podía, se entregaba sin medida, vivía como si tuviera que cantar para salvar el mundo, como si cada acorde fuera un puente hacia un lugar más amable, como si cada verso pudiera sacarlo de ese laberinto que lo arañaba por dentro, y aunque se equivocara, aunque tropezara, aunque se perdiera, siempre regresaba con esa limpieza emocional de los que no saben fingir, con esa verdad que lo hacía único y que se escuchaba incluso cuando hablaba de pasar por la “Gran Vía” como si fuera un amor viejo, o cuando dejaba caer que él solo sabía vivir “al caer el sol”, ese momento en el que la ciudad abría sus puertas a los que caminaban con heridas silenciosas

Por eso, cuando Antonio murió, Madrid sintió un temblor que aún no ha terminado de apagarse, un vacío parecido al que dejó Enrique Urquijo, como si dos hermanos de noche hubieran decidido marcharse con pocos meses de diferencia, dejando a la ciudad sin dos de sus voces más verdaderas, y aun así, cada vez que alguien canta de memoria un verso suyo, cada vez que una guitarra suena con ese aire quebrado que era tan suyo, cada vez que una barra vieja recibe las confidencias de un noctámbulo solitario, Antonio vuelve a estar aquí, caminando despacio, observando, respirando, el mismo Antonio de siempre, el que cantaba porque no podía callar, el que vivía con el alma en carne viva, el que nunca dejó de pertenecerle a Madrid

Pongamos que hablo de Madrid, decía su canción, pero cuando hablamos de él hablamos de algo más profundo, hablamos de un hombre que amó demasiado, que sintió demasiado, que vivió demasiado deprisa y demasiado de verdad, hablamos de una luz frágil que sigue encendida en cada rincón de esta ciudad aunque, por desgracia, él ya no esté para verlo...

Felipe Pinto. 


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