"Lo importante no son los años de vida sino la vida de los años".

"Que no os confundan políticos, banqueros, terroristas y homicidas; el bien es mayoría pero no se nota porque es silencioso.
Una bomba hace más ruido que una caricia, pero por cada bomba que destruye hay millones de caricias que alimentan la vida".

Al mejor padre del Mundo

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lunes, 24 de noviembre de 2025

ENSOÑACIÓN DE UNA CORRALA DE AMOR LIBRE


En un tiempo onírico, en el corazón del Madrid más castizo se alzaba aquel edificio que latía como un viejo corazón de ladrillo, cal y arena, lleno de arrugas, memoria y silencios ancestrales, sostenido por vigas que habían escuchado demasiadas vidas, demasiados secretos, demasiadas historias que nunca llegaron a escribirse; sin embargo, en esos mágicos años setenta, cuando la ciudad aún dudaba entre la sombra del pasado y el brillo incierto de lo que estaba por venir, su patio interior se convertía en un pequeño reino sin fronteras, un refugio donde una juventud sin complejos había decidido inventar su propia forma de vivir, amar y soñar, sin molestar a nadie, muy lejos de la rutina defectuosa y gris que aún gobernaba otros rincones del barrio.

En las tardes interminables, cuando el sol se deslizaba por las fachadas como caricia cansada que buscaba un último refugio en persianas de ventanales, los moradores de aquella peculiar comuna improvisada llenaban el aire con guitarras gastadas, risas que parecían colgarse de las cuerdas de tender la ropa y conversaciones que se estiraban como hilos invisibles entre un balcón y otro. En se particular Woodstock de patio y tocadiscos, resonaban los acordes inconfundibles de Pink Floyd, Bob Dylan, Cat Stevens o Neil Young, que parecían incendiar el silencio y abrir grietas luminosas en la monotonía cotidiana; también sonaba Janis Joplin con esa voz suya, desgarrada y abrasadora, como un lamento que buscara despertar a los corazones que aún dormían sin saber que la libertad los estaba llamando; y vibraban las improvisaciones psicodélicas de The Doors, que se filtraban por las ventanas entreabiertas como un viento extraño que invitaba a perderse en otros territorios del alma.

Pero la vida de la corrala no se desvanecía con las últimas luces de la noche, sino que amanecía de nuevo como si el tiempo allí tuviera un pulso propio.

Las mañanas eran un taller colectivo, un latido lento donde cada uno encontraba una forma de sostener la libertad sin vender su alma. Entre el olor a café recién hecho y el murmullo suave de un transistor que aún recordaba a los Beatles, se sentaban en el suelo de madera a trabajar con las manos: pintaban acuarelas, curtían cuero, diseñaban ropa, trenzaban pulseras, fabricaban cinturones y colgantes que brillaban con cuentas de colores traídas de algún viaje incierto o heredadas de abuelas que jamás entenderían aquella vida. Había en aquel acto de crear un pulso casi sagrado, como si cada pieza guardara en su interior una brizna secreta de la noche que acababan de dejar atrás.

Y los domingos, con los sacos henchidos de artesanía como si llevaran dentro los latidos de la semana, emprendían juntos el camino hacia el Rastro, donde extendían sus mantas en el suelo y dejaban que los colores, los metales, los cuadros y los cueros contaran su historia a quien quisiera escucharla.

La música, cuando la tarde se rendía, recuperaba su trono como si todo el día hubiera sido solo un preludio destinado a templar el espíritu para la noche que se acercaba despacio; Los riffs de Jimi Hendrix atraían los cuerpos, semidesnudos, que se dejaban arrastrar por su hechizo, moviéndose en corro, descalzos, sintiendo el frescor de las losas y el calor de las pieles. Eran movimientos ondulantes perfumados con el aroma a marihuana encendida que pasaba de mano en mano y de boca en boca como una ofrenda compartida, como un pacto de confianza que arrastraba los espíritus al limbo de la música, con piel más cálida y latidos más sinceros.

Y entre aquellos cuerpos que danzaban como hojas al compás de la música, también florecía la otra mitad del espíritu hippie: la búsqueda interior. Muchos practicaban la meditación al amanecer, sentados en corro sobre mantas deshilachadas, dejando que el silencio les abriera corredores secretos dentro del alma; otros alargaban el cuerpo en posturas de yoga que parecían saludar al sol madrileño como si fuese un viejo maestro recién llegado del Oriente. Y no faltaban quienes, movidos por un deseo sincero de entenderse y de entender el mundo, se aventuraban en la experimentación psicodélica: pequeñas dosis de LSD que, según creían, abrían puertas invisibles hacia dimensiones más profundas de la conciencia, puertas que solo se dejaban cruzar a quienes estaban dispuestos a mirar dentro de sí mismos sin miedo. Allí, en aquella corrala, el cuerpo bailaba, pero también el alma viajaba hacia un vivo sentimiento de compartir el amor.

Nadie pertenecía a nadie, porque el amor libre no admitía celos ni fronteras, y los sentimientos fluían sin resistencias, como un río sin cauce fijo.

Esas noches, iluminadas con lamparillas colgadas al azar, con velas protegidas en tarros de cristal, con sombras que parecían bailar sobre las paredes desconchadas desprendían cierta lujuria ante jóvenes, desnudos de cuerpo y alma, que se dejaban abrazar por una libertad no proclamada y manifestada en cada gesto, en cada caricia que nacía sin ansiedad, en cada palabra susurrada muy cerca del oído para no despertar envidias ajenas.

La convivencia tenía algo de sagrada y algo de salvaje, todos compartían pulsos, secretos, cocina, desgracias, dolores, amores, en un mismo deseo de derribar las viejas barreras que habían asfixiado tantas generaciones. 

La corrala era un templo pagano, un santuario improvisado donde los cuerpos se acercaban unos a otros sin la urgencia del deseo ni la obligación del deber, sino con la naturalidad de quien reconoce en el otro un fragmento de sí mismo. Los besos no tenían dueño, los abrazos no tenían horario, y las caricias se deslizaban como si hubieran aprendido a hablar un idioma que no existe, un idioma hecho de piel, de ternura y de complicidad pura.

La corrala del amor libre fue, durante ese tiempo sin horas, un corazón que latía al margen de todo, un pequeño universo suspendido entre el caos y la belleza, entre la inocencia y la rebeldía, donde la vida se vivía sin temor y sin disimulo; un lugar que nunca aparecerá en los libros de historia, pero que sí quedará grabado en quienes lo habitaron como una promesa luminosa, como la prueba de que, incluso en los rincones más humildes de Madrid, hubo un instante en que la libertad tuvo forma de música, de humo dulce, de artesanía viajera, de piel desnuda y de amaneceres que nadie quiso, ni por asomo, olvidar.

Y, al mirar atrás, queda una sombra dulce en el pecho, una nostalgia que no duele pero que tampoco se disipa, como el eco de una canción que ya nadie interpreta y que, aun así, sigue vibrando en algún rincón secreto del alma. Lástima —susurran los que aún recuerdan— que aquellos días se hayan desvanecido como humo tibio en la mañana, porque en ellos latió un mundo imposible, una quimera, pero un mundo que no temía a la libertad ni al temblor de las primeras utopías. Eran tiempos que no volverán, tiempos que se disolvieron sin despedirse, pero que continúan iluminando nuestras memorias como faroles antiguos en una calle sin nombre.
Porque esta imaginaria corrala, con su rebeldía inocente y su ternura desbordada, no fue solo un refugio: fue un movimiento silencioso, un estallido de vida que abrió puertas que jamás volvieron a cerrarse, un latido colectivo que pudo empujar a Madrid —y quizá a todos nosotros— un poco más hacia la modernidad y hacia la libertad.
Y aunque el presente haya perdido ese aroma de incienso y piel desnuda, el recuerdo permanece, intacto, suspendido como una fotografía que nunca amarillea, susurrándonos que hubo un tiempo en que la libertad cabía entera dentro de un patio, dentro de una noche, dentro de un solo corazón compartido.

Felipe Pinto. 















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