Como he reiterado en numerosas ocasiones, España se encuentra hoy, bajo el sanchismo, ante un peligro democrático grave y creciente que ya no puede ocultarse ni relativizarse. La deriva autoritaria del actual Gobierno no surge de la nada, sino que bebe directamente de una tradición política y de un modo de ejercer el poder que tiene en José Luis Rodríguez Zapatero a su principal antecedente. Fue durante sus gobiernos cuando se sentaron las bases de una política de ocupación institucional, de relativización de los contrapesos del Estado y de normalización de alianzas ideológicas profundamente incompatibles con una democracia liberal sólida. Pedro Sánchez no ha inventado nada; ha profundizado y acelerado un camino que Zapatero abrió.
El control de Radio Televisión Española como instrumento de propaganda, la utilización del CIS como herramienta de manipulación demoscópica, la colonización del Tribunal Constitucional, la presión constante sobre el Poder Judicial y el desprecio sistemático hacia la independencia de los organismos del Estado responden a un mismo patrón que recuerda demasiado al manual chavista aplicado en Venezuela. No se trata de errores aislados ni de excesos puntuales, sino de una estrategia deliberada para convertir las instituciones comunes en herramientas al servicio de un proyecto político concreto. Y esa estrategia no es ajena a la experiencia venezolana, porque quien mejor ha entendido, defendido y blanqueado ese modelo en España ha sido precisamente Rodríguez Zapatero, convertido desde hace años en el gran valedor internacional del chavismo.
En esa misma lógica se inscribe la obsesión del Gobierno por desacreditar, condicionar o someter a los cuerpos e instituciones que aún conservan independencia real, especialmente cuando su trabajo afecta directamente al entorno del poder. El intento de poner bajo control político a la UCO, precisamente el organismo que está sacando a la luz los casos de corrupción que rodean al socialismo y a su órbita, marca un punto de inflexión alarmante. Cuando un Ejecutivo pretende dominar a quienes investigan su conducta, cuando se señala a jueces, fiscales y policías por cumplir con su deber, cuando se confunde el Estado con el partido, la democracia deja de estar en riesgo teórico y pasa a estar en peligro real.
Esta deriva interna conecta de forma directa con la política exterior del Gobierno y, de manera muy especial, con su actitud hacia Venezuela y hacia Hispanoamérica. El Gobierno español ha protagonizado un giro tan profundo como injustificado en su política hacia el régimen de Nicolás Maduro, un giro que no se explica por ningún cambio positivo en la realidad venezolana, sino únicamente por decisiones políticas tomadas en Madrid y nunca explicadas con honestidad a los ciudadanos.
Conviene recordar un hecho que hoy resulta extremadamente incómodo para el poder. Fue Pedro Sánchez, como presidente del Gobierno, quien reconoció oficialmente a Juan Guaidó como presidente encargado de Venezuela en 2019, asumiendo que Nicolás Maduro carecía de legitimidad democrática y que la Asamblea Nacional representaba la última institución surgida de elecciones libres. Aquel reconocimiento no fue simbólico ni ambiguo; implicaba una condena política clara al chavismo y un respaldo explícito a la oposición democrática venezolana. España asumió entonces un compromiso que decía basarse en la defensa de la democracia, de los derechos humanos y de la legalidad constitucional.
Sin embargo, ese compromiso duró lo que duró la conveniencia política. De forma progresiva, silenciosa y sin dar explicaciones convincentes, el Gobierno español fue retirándose de la defensa activa de la oposición democrática venezolana y normalizando su relación con el régimen de Maduro. No se produjeron avances democráticos, no cesó la represión, no hubo elecciones libres ni garantías institucionales que justificaran ese cambio. Lo que cambió no fue Venezuela; lo que cambió fue la posición del Gobierno español.
Ese giro resulta todavía más grave cuando se observa el abandono posterior de otros líderes democráticos venezolanos. España no solo dejó de respaldar de forma efectiva a Juan Guaidó, sino que también evitó apoyar con claridad a María Corina Machado, ganadora moral de las primarias de la oposición y símbolo de la resistencia democrática frente al chavismo, y rehuyó reconocer a Edmundo González Urrutia como presidente electo tras los últimos procesos, optando de nuevo por la ambigüedad, el silencio y el falso equilibrio. España pasó de liderar una posición firme en defensa de la democracia venezolana a esconderse tras fórmulas de diálogo estériles que, en la práctica, solo han beneficiado a la dictadura.
Este viraje plantea una pregunta inevitable que Pedro Sánchez sigue sin responder: ¿a qué fue debido ese cambio tan radical?, ¿qué intereses pesaron más que la defensa de la democracia?, ¿qué presiones, compromisos o afinidades ideológicas explican que España abandonara a los demócratas venezolanos y optara por convivir políticamente con una narcodictadura? Cuando los hechos no cambian pero la posición sí, la causa no está fuera, sino dentro.
Venezuela no es un asunto lejano ni una abstracción llamada América Latina. Venezuela forma parte de Hispanoamérica, un espacio histórico, político y cultural unido a España por la lengua, por la historia y por una responsabilidad que no se puede despachar con comunicados vacíos. Lo que ocurre en Caracas tiene consecuencias directas en Madrid, y cuando España renuncia a ejercer liderazgo moral en Hispanoamérica, pierde autoridad internacional y debilita su propia democracia interna.
En este contexto, la presión ejercida por Estados Unidos adquiere una relevancia decisiva. Donald Trump no cree en la diplomacia estética ni en la ambigüedad moral. Para Trump, el chavismo no es un interlocutor incómodo, sino un sistema que debe ser desmantelado. Y si ese sistema cae, no caerá solo un régimen, sino una red de intereses, apoyos, mediaciones y silencios que se ha extendido durante años por buena parte del mundo occidental.
Ahí reside la verdadera incomodidad del poder en España. Porque si el régimen de Nicolás Maduro cae, si se produce una transición real que permita abrir archivos, revisar flujos de dinero y reconstruir relaciones internacionales, no solo se desmoronará una narcodictadura, sino que quedará al descubierto una red de complicidades políticas que durante años ha sobrevivido gracias a la opacidad y al silencio. Y en ese escenario, la figura de José Luis Rodríguez Zapatero emergerá con una fuerza imposible de esquivar. No como un actor secundario ni como un mediador ingenuo, sino como el principal valedor político internacional del chavismo en Europa, un papel asumido de forma voluntaria, reiterada y pública.
Zapatero no fue un observador neutral. Fue el rostro amable del chavismo en el exterior, el interlocutor privilegiado de Maduro, el garante de un supuesto diálogo que siempre terminó dando oxígeno al régimen mientras la oposición democrática era perseguida, encarcelada o empujada al exilio. Y a esa dimensión política se suma una inquietud creciente en la opinión pública por las relaciones entre su entorno y determinados intereses empresariales vinculados al ámbito venezolano, como el caso de Plus Ultra, rescatada con dinero público en una operación rodeada de dudas, interrogantes y falta de transparencia. No se trata de dictar sentencias, sino de exigir explicaciones claras, porque cuando convergen mediaciones políticas, dictaduras extranjeras y negocios financiados con fondos públicos, la democracia exige luz y taquígrafos.
Si el chavismo se derrumba, si se abre la caja negra de años de relaciones internacionales, España tendrá que mirarse al espejo. Y en ese reflejo aparecerán nombres propios. Aparecerá Pedro Sánchez, que pasó de reconocer a Guaidó a abandonar a la oposición democrática, a ignorar a María Corina Machado y a no respaldar a Edmundo González. Y aparecerá, de forma inevitable, José Luis Rodríguez Zapatero, como símbolo de una forma de hacer política exterior basada en la connivencia, la opacidad y la renuncia a los principios democráticos.
Ese es el verdadero motivo por el que el derrocamiento de Maduro resulta tan incómodo para determinados sectores del poder en España. No por Venezuela en sí, sino por lo que puede sacar a la luz aquí. Porque cuando cae una dictadura, no solo caen los dictadores; caen también las coartadas, los intermediarios y los relatos que los sostuvieron. Y entonces ya no bastará con hablar de diálogo ni de buenas intenciones. Habrá que explicar responsabilidades políticas concretas.
Por eso hoy puede afirmarse, sin exageración, que la democracia española está en parte en manos de Donald Trump y, su determinación de ir hasta el final contra el chavismo, amenaza con romper el muro de silencio que durante años ha protegido a Zapatero, a Sánchez y a un socialismo español que prefirió debilitar la democracia fuera y dentro de nuestras fronteras antes que rendir cuentas. El problema no es Trump. El problema es un poder que teme que la verdad, cuando finalmente salga a la luz, ya no pueda volver a esconderse.







