"Lo importante no son los años de vida sino la vida de los años".

"Que no os confundan políticos, banqueros, terroristas y homicidas; el bien es mayoría pero no se nota porque es silencioso.
Una bomba hace más ruido que una caricia, pero por cada bomba que destruye hay millones de caricias que alimentan la vida".

Al mejor padre del Mundo

Al mejor padre del Mundo
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domingo, 14 de diciembre de 2025

LA DEMOCRACIA ESPAÑOLA EN MANOS DE TRUMP


Como he reiterado en numerosas ocasiones, España se encuentra hoy, bajo el sanchismo, ante un peligro democrático grave y creciente que ya no puede ocultarse ni relativizarse. La deriva autoritaria del actual Gobierno no surge de la nada, sino que bebe directamente de una tradición política y de un modo de ejercer el poder que tiene en José Luis Rodríguez Zapatero a su principal antecedente. Fue durante sus gobiernos cuando se sentaron las bases de una política de ocupación institucional, de relativización de los contrapesos del Estado y de normalización de alianzas ideológicas profundamente incompatibles con una democracia liberal sólida. Pedro Sánchez no ha inventado nada; ha profundizado y acelerado un camino que Zapatero abrió.


El control de Radio Televisión Española como instrumento de propaganda, la utilización del CIS como herramienta de manipulación demoscópica, la colonización del Tribunal Constitucional, la presión constante sobre el Poder Judicial y el desprecio sistemático hacia la independencia de los organismos del Estado responden a un mismo patrón que recuerda demasiado al manual chavista aplicado en Venezuela. No se trata de errores aislados ni de excesos puntuales, sino de una estrategia deliberada para convertir las instituciones comunes en herramientas al servicio de un proyecto político concreto. Y esa estrategia no es ajena a la experiencia venezolana, porque quien mejor ha entendido, defendido y blanqueado ese modelo en España ha sido precisamente Rodríguez Zapatero, convertido desde hace años en el gran valedor internacional del chavismo.

En esa misma lógica se inscribe la obsesión del Gobierno por desacreditar, condicionar o someter a los cuerpos e instituciones que aún conservan independencia real, especialmente cuando su trabajo afecta directamente al entorno del poder. El intento de poner bajo control político a la UCO, precisamente el organismo que está sacando a la luz los casos de corrupción que rodean al socialismo y a su órbita, marca un punto de inflexión alarmante. Cuando un Ejecutivo pretende dominar a quienes investigan su conducta, cuando se señala a jueces, fiscales y policías por cumplir con su deber, cuando se confunde el Estado con el partido, la democracia deja de estar en riesgo teórico y pasa a estar en peligro real.

Esta deriva interna conecta de forma directa con la política exterior del Gobierno y, de manera muy especial, con su actitud hacia Venezuela y hacia Hispanoamérica. El Gobierno español ha protagonizado un giro tan profundo como injustificado en su política hacia el régimen de Nicolás Maduro, un giro que no se explica por ningún cambio positivo en la realidad venezolana, sino únicamente por decisiones políticas tomadas en Madrid y nunca explicadas con honestidad a los ciudadanos.

Conviene recordar un hecho que hoy resulta extremadamente incómodo para el poder. Fue Pedro Sánchez, como presidente del Gobierno, quien reconoció oficialmente a Juan Guaidó como presidente encargado de Venezuela en 2019, asumiendo que Nicolás Maduro carecía de legitimidad democrática y que la Asamblea Nacional representaba la última institución surgida de elecciones libres. Aquel reconocimiento no fue simbólico ni ambiguo; implicaba una condena política clara al chavismo y un respaldo explícito a la oposición democrática venezolana. España asumió entonces un compromiso que decía basarse en la defensa de la democracia, de los derechos humanos y de la legalidad constitucional.

Sin embargo, ese compromiso duró lo que duró la conveniencia política. De forma progresiva, silenciosa y sin dar explicaciones convincentes, el Gobierno español fue retirándose de la defensa activa de la oposición democrática venezolana y normalizando su relación con el régimen de Maduro. No se produjeron avances democráticos, no cesó la represión, no hubo elecciones libres ni garantías institucionales que justificaran ese cambio. Lo que cambió no fue Venezuela; lo que cambió fue la posición del Gobierno español.

Ese giro resulta todavía más grave cuando se observa el abandono posterior de otros líderes democráticos venezolanos. España no solo dejó de respaldar de forma efectiva a Juan Guaidó, sino que también evitó apoyar con claridad a María Corina Machado, ganadora moral de las primarias de la oposición y símbolo de la resistencia democrática frente al chavismo, y rehuyó reconocer a Edmundo González Urrutia como presidente electo tras los últimos procesos, optando de nuevo por la ambigüedad, el silencio y el falso equilibrio. España pasó de liderar una posición firme en defensa de la democracia venezolana a esconderse tras fórmulas de diálogo estériles que, en la práctica, solo han beneficiado a la dictadura.

Este viraje plantea una pregunta inevitable que Pedro Sánchez sigue sin responder: ¿a qué fue debido ese cambio tan radical?, ¿qué intereses pesaron más que la defensa de la democracia?, ¿qué presiones, compromisos o afinidades ideológicas explican que España abandonara a los demócratas venezolanos y optara por convivir políticamente con una narcodictadura? Cuando los hechos no cambian pero la posición sí, la causa no está fuera, sino dentro.

Venezuela no es un asunto lejano ni una abstracción llamada América Latina. Venezuela forma parte de Hispanoamérica, un espacio histórico, político y cultural unido a España por la lengua, por la historia y por una responsabilidad que no se puede despachar con comunicados vacíos. Lo que ocurre en Caracas tiene consecuencias directas en Madrid, y cuando España renuncia a ejercer liderazgo moral en Hispanoamérica, pierde autoridad internacional y debilita su propia democracia interna.

En este contexto, la presión ejercida por Estados Unidos adquiere una relevancia decisiva. Donald Trump no cree en la diplomacia estética ni en la ambigüedad moral. Para Trump, el chavismo no es un interlocutor incómodo, sino un sistema que debe ser desmantelado. Y si ese sistema cae, no caerá solo un régimen, sino una red de intereses, apoyos, mediaciones y silencios que se ha extendido durante años por buena parte del mundo occidental.

Ahí reside la verdadera incomodidad del poder en España. Porque si el régimen de Nicolás Maduro cae, si se produce una transición real que permita abrir archivos, revisar flujos de dinero y reconstruir relaciones internacionales, no solo se desmoronará una narcodictadura, sino que quedará al descubierto una red de complicidades políticas que durante años ha sobrevivido gracias a la opacidad y al silencio. Y en ese escenario, la figura de José Luis Rodríguez Zapatero emergerá con una fuerza imposible de esquivar. No como un actor secundario ni como un mediador ingenuo, sino como el principal valedor político internacional del chavismo en Europa, un papel asumido de forma voluntaria, reiterada y pública.

Zapatero no fue un observador neutral. Fue el rostro amable del chavismo en el exterior, el interlocutor privilegiado de Maduro, el garante de un supuesto diálogo que siempre terminó dando oxígeno al régimen mientras la oposición democrática era perseguida, encarcelada o empujada al exilio. Y a esa dimensión política se suma una inquietud creciente en la opinión pública por las relaciones entre su entorno y determinados intereses empresariales vinculados al ámbito venezolano, como el caso de Plus Ultra, rescatada con dinero público en una operación rodeada de dudas, interrogantes y falta de transparencia. No se trata de dictar sentencias, sino de exigir explicaciones claras, porque cuando convergen mediaciones políticas, dictaduras extranjeras y negocios financiados con fondos públicos, la democracia exige luz y taquígrafos.

Si el chavismo se derrumba, si se abre la caja negra de años de relaciones internacionales, España tendrá que mirarse al espejo. Y en ese reflejo aparecerán nombres propios. Aparecerá Pedro Sánchez, que pasó de reconocer a Guaidó a abandonar a la oposición democrática, a ignorar a María Corina Machado y a no respaldar a Edmundo González. Y aparecerá, de forma inevitable, José Luis Rodríguez Zapatero, como símbolo de una forma de hacer política exterior basada en la connivencia, la opacidad y la renuncia a los principios democráticos.

Ese es el verdadero motivo por el que el derrocamiento de Maduro resulta tan incómodo para determinados sectores del poder en España. No por Venezuela en sí, sino por lo que puede sacar a la luz aquí. Porque cuando cae una dictadura, no solo caen los dictadores; caen también las coartadas, los intermediarios y los relatos que los sostuvieron. Y entonces ya no bastará con hablar de diálogo ni de buenas intenciones. Habrá que explicar responsabilidades políticas concretas.

Por eso hoy puede afirmarse, sin exageración, que la democracia española está en parte en manos de Donald Trump y, su determinación de ir hasta el final contra el chavismo, amenaza con romper el muro de silencio que durante años ha protegido a Zapatero, a Sánchez y a un socialismo español que prefirió debilitar la democracia fuera y dentro de nuestras fronteras antes que rendir cuentas. El problema no es Trump. El problema es un poder que teme que la verdad, cuando finalmente salga a la luz, ya no pueda volver a esconderse.

Felipe Pinto. 

sábado, 13 de diciembre de 2025

REZAR NO ES DELITO

 



El Estado pretende castigar la conciencia.

Durante los últimos años, España ha vivido una deriva legislativa preocupante en materia de libertades públicas. Bajo la bandera del “progreso” y de una supuesta ampliación de derechos, el Gobierno ha impulsado reformas que, lejos de fortalecer la convivencia democrática, han colocado bajo sospecha a ciudadanos pacíficos por el simple hecho de expresar convicciones morales o religiosas en el espacio público. Uno de los ejemplos más graves de esta deriva ha sido la ofensiva jurídica contra el movimiento provida.

La reforma promovida por el PSOE introdujo un concepto profundamente distorsionado de “coacción”, desligado de su significado jurídico tradicional, que exige violencia, intimidación o fuerza efectiva. De este modo, actos como rezar en silencio o informar pacíficamente frente a centros abortistas pasaron a ser considerados potencialmente delictivos. No por impedir el paso, no por insultar ni amenazar, sino simplemente por estar presentes y expresar una convicción contraria al dogma oficial.

Este planteamiento resulta aún más inquietante cuando se compara con el doble rasero aplicado por la izquierda en otros ámbitos. Mientras se endurecía el Código Penal contra ciudadanos que rezan, se eliminaban las penas específicas contra las coacciones sindicales durante las huelgas. Es decir, se dejó sin protección penal a trabajadores que pudieran ser presionados para secundar paros laborales, una práctica que sí ha estado históricamente acompañada de intimidaciones reales. La coacción deja de ser delito si quien la ejerce pertenece al bloque ideológico correcto.

Este uso selectivo del Derecho revela una concepción profundamente autoritaria del poder. La ley deja de ser un instrumento para proteger libertades y se convierte en una herramienta de castigo ideológico. Así se degrada una democracia: cuando se criminaliza al disidente pacífico y se toleran o blanquean conductas agresivas si son funcionales al poder político.

Afortunadamente, el sistema aún conserva contrapesos. Recientemente, los tribunales han puesto freno a esta deriva con la absolución de varios activistas provida acusados de “coacciones” por concentrarse ante un centro abortista. La sentencia es clara: no hubo insultos, no hubo amenazas, no hubo impedimentos físicos ni actos intimidatorios. Los acusados se limitaron a rezar en silencio o en voz baja, ejerciendo de forma legítima su libertad religiosa y de expresión.

La resolución judicial no solo desmonta la acusación concreta, sino que deja en evidencia la fragilidad jurídica de una ley diseñada más para intimidar que para hacer justicia. También coloca en una posición incómoda a una fiscalía alineada con el Ejecutivo, que pretendía convertir actos pacíficos en delitos penales mediante una interpretación forzada de la ley.

Pero la ofensiva no termina en los ciudadanos que rezan. A todo esto se suma un paso aún más inquietante: la pretensión de obligar a las administraciones sanitarias a elaborar y facilitar listas de médicos objetores de conciencia que se niegan a practicar abortos. No se trata de una medida neutra ni meramente organizativa, sino de un mecanismo de señalamiento ideológico que vacía de contenido un derecho fundamental. La objeción de conciencia existe precisamente para proteger a los profesionales frente a imposiciones que chocan frontalmente con sus convicciones éticas más profundas.

La creación de registros identificables de objetores abre la puerta a presiones, sanciones encubiertas, discriminación laboral y persecución administrativa. No hace falta imaginar escenarios extremos: basta con observar cómo, en otros ámbitos, quien se aparta del discurso oficial acaba marginado, expedientado o apartado de determinadas funciones. El mensaje es claro: puedes objetar, pero te señalamos; puedes disentir, pero asumirás las consecuencias.

Esta lógica revela de nuevo una concepción del Estado que no se conforma con regular servicios, sino que pretende fiscalizar conciencias. Mientras se habla de derechos, se construye un sistema de control ideológico en el que rezar es sospechoso y negarse a abortar es motivo de vigilancia. No se protege la libertad: se tolera solo mientras no contradiga el relato impuesto.

El contexto territorial en el que se han producido algunos de estos hechos añade una dimensión aún más inquietante. Los casos juzgados tuvieron lugar en el País Vasco, una comunidad donde durante años se han permitido —e incluso protegido— homenajes públicos a terroristas responsables de cientos de asesinatos, incluidos niños y bebés. Resulta difícil explicar a cualquier ciudadano que rezar ante un hospital pueda acabar en los tribunales mientras se tolera la exaltación de quienes sembraron el terror durante décadas.

Más aún cuando el propio PSOE y sus aliados han rechazado iniciativas destinadas a prohibir esos homenajes, al tiempo que impulsaban leyes para perseguir a ciudadanos pacíficos y señalar a profesionales sanitarios por su conciencia. No se trata de una contradicción casual, sino de una forma de entender el poder: indulgente con la violencia ideológica afín y despiadada con la disidencia pacífica.

Cuando rezar se convierte en sospechoso, cuando objetar es motivo de registro y cuando la ley se utiliza para intimidar en lugar de proteger, el problema ya no es una norma concreta, sino el modelo de sociedad que se pretende imponer. Y frente a esa deriva, la Justicia independiente sigue siendo, por ahora, el último dique de contención.

Felipe Pinto. 

viernes, 12 de diciembre de 2025

MARÍA JESÚS MONTERO Y LA MENTIRA COMO SISTEMA


La vicepresidenta del Gobierno y ministra de Hacienda, María Jesús Montero, ha vuelto a demostrar que en el sanchismo la mentira no es un accidente, sino un sistema. Su reacción ante la detención de quien fue su máximo colaborador en Andalucía y posteriormente una de las personas de mayor confianza en el Ministerio de Hacienda encaja a la perfección con el patrón que Pedro Sánchez ha normalizado desde La Moncloa: fingir desconocimiento, negar vínculos evidentes y huir de cualquier responsabilidad política cuando los hechos se vuelven incómodos.

El contexto es de una gravedad extraordinaria. Nos encontramos ante la trama de los hidrocarburos, conocida como el caso Aldama, con Villafuel como una de las empresas epicentro de la investigación judicial, en la que se indaga un presunto fraude del IVA que supera los 180 millones de euros. No se trata de una irregularidad menor ni de un error administrativo, sino de una cantidad colosal que, por sí sola, debería haber activado todas las alarmas del Estado. Sin embargo, lo que ha habido es silencio, pasividad y una inquietante falta de diligencia por parte del Ministerio de Hacienda.

Conviene explicar con claridad cómo se articula políticamente esta cadena de responsabilidades. En el origen del proceso que permitió operar a Villafuel intervino José Luis Ábalos cuando era ministro, y posteriormente, ya fuera del Gobierno, la empresa continuó su actividad con el beneplácito administrativo de los ministerios competentes, en concreto Transición Ecológica, dirigido por Teresa Ribera, e Industria, bajo Reyes Maroto. No hablamos de imputaciones penales, sino de una realidad política y administrativa: fueron esos ministerios los que dieron luz verde o no pusieron objeciones relevantes al marco en el que la empresa desarrolló su actividad.

Y es precisamente ahí donde el círculo se cierra de forma inquietante. Porque esa empresa, que había contado con autorizaciones y avales administrativos, acabó presuntamente defraudando a la Hacienda pública en una cifra que las investigaciones sitúan por encima de los 180 millones de euros. Y en ese punto, la responsabilidad ya no es de Transportes, ni de Industria, ni de Transición Ecológica. La responsabilidad es directa del Ministerio de Hacienda, cuya titular era —y sigue siendo— María Jesús Montero.

La pregunta es tan sencilla como devastadora: ¿por qué Hacienda no actuó con la contundencia habitual? ¿Por qué no reclamó ese dinero? ¿Por qué no activó los mecanismos de inspección, sanción y cobro que se aplican sin piedad al autónomo, a la pequeña empresa o al ciudadano corriente? No hay una explicación convincente. Y cuando no hay explicación, la sospecha es inevitable.

El caso se agrava aún más al conocerse que, en esta misma causa, se ha solicitado la declaración como testigos de exjefes de gabinete de ministras como Teresa Ribera y Reyes Maroto. No son cargos secundarios ni técnicos anónimos, sino personas situadas en el núcleo del poder político, en contacto directo con decisiones administrativas y regulatorias de enorme impacto económico. Aun así, el relato oficial insiste en que nadie sabía nada, nadie conocía a nadie y todo ocurrió a espaldas del Gobierno. Un relato que ya no se sostiene.

María Jesús Montero ha llegado incluso a afirmar que su colaborador detenido era poco menos que un desconocido. Esa afirmación no solo resulta inverosímil, sino ofensiva para la inteligencia de los españoles. Nadie llega a ser número dos en un ministerio como Hacienda por casualidad. Nadie permanece años en puestos de máxima confianza sin el respaldo directo de quien manda. Negarlo ahora no es prudencia institucional, es mentira política, exactamente la misma que practica Pedro Sánchez cada vez que uno de los suyos cae bajo investigación.

Cuando una presunta trama de estas dimensiones implica a empresas del sector estratégico de los hidrocarburos, mueve cientos de millones de euros, reparte comisiones y aparece rodeada de nombres ligados al Gobierno, resulta legítimo preguntarse si la inacción de Hacienda fue simple negligencia o algo mucho más grave. Porque sin cobertura política, sin decisiones conscientes de no actuar, ninguna estructura de fraude de esta magnitud puede sobrevivir en el tiempo.

No corresponde a la opinión dictar sentencias, eso es tarea de los tribunales. Pero sí corresponde exigir responsabilidad política, algo que este Gobierno ha decidido erradicar de su vocabulario. La estrategia es siempre la misma: negar, minimizar, victimizarse y seguir adelante. Y mientras tanto, los españoles asisten a un espectáculo cada vez más obsceno, en el que quienes gobiernan se desentienden de sus propios equipos cuando el escándalo llama a la puerta.

Por eso no es exagerado afirmar que la vicepresidenta María Jesús Montero miente igual que el número uno. Porque ambos forman parte del mismo sistema, del mismo método y de la misma cultura política en la que el poder nunca responde de nada y la verdad es tratada como un estorbo. Y cuando la mentira se convierte en costumbre, el problema ya no es una trama concreta, sino el propio Gobierno.

Felipe Pinto. 

jueves, 11 de diciembre de 2025

¿A QUÉ ESPERA PARA DIMITIR?

 



El derrumbe moral, político e institucional que asfixia a España

Hay días en que la política española parece un parte de guerra y ayer, 10 de diciembre, volvió a demostrarse con la detención de Leire Díez, la conocida fontanera del PSOE, y de Vicente Fernández Guerrero, primer presidente de la SEPI nombrado por Pedro Sánchez en 2018. No son casos aislados ni anomalías del sistema, sino la enésima pieza de un engranaje corrupto que se ha extendido desde el aparato orgánico del socialismo hasta los cimientos del Estado, pasando por ministerios, empresas públicas, universidades, medios de comunicación y hasta el propio entorno familiar del presidente. España asiste atónita a la mayor degradación institucional de su historia reciente mientras el Gobierno se niega a asumir la más mínima responsabilidad y actúa como si la corrupción fuera un simple ruido de fondo.

Lo que rodea a Pedro Sánchez no son escándalos puntuales sino un patrón que todo lo abarca. Su propia esposa, Begoña Gómez, está imputada por cinco delitos gravísimos —tráfico de influencias, corrupción en los negocios, intrusismo profesional, malversación y apropiación indebida— relacionados con contratos públicos, una cátedra fabricada a medida en la Universidad Complutense, uso de recursos de La Moncloa y vínculos con empresas beneficiadas por decisiones del Gobierno. Al mismo tiempo, su hermano David Sánchez, el llamado hermanísimo, está imputado y procesado por prevaricación, tráfico de influencias y nombramiento ilegal en un puesto que, según la juez instructora, fue diseñado específicamente para él antes de que se abriera el proceso a otros candidatos. En cualquier democracia seria, un presidente rodeado por estas circunstancias familiares habría dimitido de inmediato; aquí, el Ejecutivo pretende que todo forma parte de la normalidad democrática.

La corrupción política también golpea directamente a los colaboradores más cercanos del presidente. El caso Koldo ha llevado a prisión preventiva sin fianza a Koldo García, asesor personal del sanchismo, y a José Luis Ábalos, exministro estrella del Gobierno y secretariodeorganización del PSOE, acusados de organización criminal, cohecho, tráfico de influencias y malversación en la adjudicación de mascarillas durante la pandemia. La UCO describe una red incrustada en los ministerios que utilizó el sufrimiento de los españoles como oportunidad de negocio. A esto se suma Santos Cerdán, exsecretario de Organización del PSOE, que pasó cinco meses en prisión preventiva y sigue imputado, así como el escándalo degradante de Tito Berni, donde favores políticos, contratos amañados, drogas y prostitución se mezclaban en despachos del Congreso sin que el Gobierno demostrara la menor intención de asumir responsabilidades. Incluso el candidato socialista a la presidencia de Extremadura, Miguel Ángel Gallardo, está imputado y procesado por prevaricación y tráfico de influencias, los mismos delitos que pesan sobre el hermano del presidente.

La corrupción no se limita a personas: abarca instituciones enteras. La SEPI vuelve a quedar al descubierto tras la detención de su expresidente, lo que evidencia años de adjudicaciones opacas dependientes directamente del Ministerio de Hacienda que dirige María Jesús Montero. El Ministerio de Transportes de Óscar Puente aparece rodeado por derivadas del caso Koldo, irregularidades en obras y concesiones señaladas por la prensa. Interior, bajo Fernando Grande-Marlaska, encara sospechas de presiones a mandos policiales y de interferencias en investigaciones delicadas.

También hay que añadir que el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, ha sido condenado recientemente por un delito de revelación de secretos. El Tribunal Supremo le impuso una pena de dos años de inhabilitación, una multa de 7.200 euros y la obligación de indemnizar a la parte afectada con 10.000 euros, tras considerar que divulgó datos reservados de un particular sin autorización.
Que el máximo responsable de la Fiscalía —el órgano encargado de velar por la legalidad y la persecución del delito— haya sido condenado judicialmente agrava hasta lo intolerable la crisis institucional: no es ya una acumulación de imputaciones, sino una involucración directa de quien supuestamente debe proteger la ley.

Y, mientras, el Ministerio de Justicia, dirigido por Félix Bolaños, se ha convertido en un instrumento de control institucional mediante reformas aceleradas, nombramientos estratégicos, alteración de balances judiciales y maniobras que han erosionado profundamente la separación de poderes.

Todo ello se complementa con la colonización del Tribunal Constitucional, presidido por Cándido Conde-Pumpido, cuya actuación ha proyectado la imagen de un órgano blindando al Gobierno más que garantizando la Constitución. A esto se suma la transformación de RTVE en un altavoz propagandístico que minimiza escándalos, silencia imputaciones y distorsiona el debate público en beneficio del Ejecutivo. El resultado es un ecosistema donde más de treinta personas vinculadas de forma directa o indirecta al presidente —familiares, ministros, exministros, asesores, dirigentes autonómicos, responsables de empresas públicas— están imputadas, investigadas, procesadas o encarceladas, un récord que ningún Gobierno europeo ha conocido en democracia. También, el servilismo de José Félix Tezanos al frente del CIS, siempre al servicio del PSOE y del Gobierno, resulta evidente. Recordemos que este organismo, adscrito al Ministerio de la Presidencia, es de carácter público y lo pagamos entre todos con nuestros impuestos.

A esto se añade que en los últimos meses han surgido informaciones periodísticas que apuntan a posibles pagos internos del PSOE en dinero metálico, una práctica que ha despertado sospechas sobre el origen de esos fondos y su utilización dentro de la estructura del partido. Aunque no existe todavía una investigación judicial formalizada, sí hay indicios, testimonios e informaciones que han llevado a diversos medios a señalar la existencia de movimientos económicos opacos cuyo propósito y procedencia están siendo objeto de escrutinio público. Este tipo de pagos en efectivo, si se confirmaran, abrirían la puerta a una posible financiación irregular que solo agravaría la crisis moral que atraviesa el partido del Gobierno.

Además, hay que sumar el cinismo insoportable del presidente, que se proclama adalid del feminismo mientras su entorno político y familiar aparece salpicado por escándalos relacionados con prostitución, favores sexuales y ambientes que en nada encajan con su discurso moralista. El caso Tito Berni ya mostró cómo cargos socialistas utilizaban mujeres prostituidas en encuentros con empresarios, y diversas informaciones han señalado durante años que el presidente ha convivido políticamente con un pasado familiar que contradice frontalmente su relato feminista, incluida la polémica en torno al historial personal de su suegro, cuya mención ha sido recurrente en la crítica pública. A ello se suman versiones mediáticas —no verificadas judicialmente— que apuntan a que el suegro del presidente habría podido aportar dinero interno para facilitar su ascenso dentro del PSOE, reforzando así la percepción de que el sanchismo construyó su poder a través de redes opacas y estructuras internas difíciles de explicar ante la ciudadanía. El contraste entre el discurso moral que vende y el entorno que realmente le rodea solo profundiza la crisis de credibilidad de un presidente que exige ejemplaridad mientras vive instalado en la contradicción permanente.

Como si todo esto fuera poco, en los últimos meses han estallado también casos de presunto acoso sexual dentro del propio Partido Socialista que desmontan por completo el discurso feminista que vende Pedro Sánchez. Ahí está el caso de Paco Salazar, uno de los hombres fuertes de Moncloa, propuesto como nuevo adjunto a la Secretaría de Organización del PSOE y obligado a renunciar después de que varias mujeres que trabajaban con él le acusaran de acoso sexual, abusos de poder y comportamientos humillantes, hasta el punto de que Ferraz ha tenido que reconocer por escrito que no protegió suficientemente a las denunciantes y que su caso destapó fallos graves en los protocolos internos del partido. Al mismo tiempo, en Galicia, el presidente de la Diputación de Lugo y alcalde de Monforte de Lemos, el socialista José Tomé Roca, ha sido denunciado por hasta seis mujeres a través del canal interno del PSOE por presunto acoso sexual, relatando tocamientos no consentidos, mensajes obscenos y ofrecimientos de trabajo a cambio de favores sexuales, un escándalo que ha obligado a la dirección a abrir una investigación mientras el propio Tomé lo niega públicamente. Todo esto dibuja un panorama insoportable: un partido que se proclama el más feminista de Europa, pero que acumula en sus filas casos de prostitución, abusos, acoso y comportamientos depredadores, mientras se dedica a dar lecciones morales al resto de la sociedad.

Y ante todo esto, lo más insultante es la actitud del propio presidente, que repite una y otra vez que “no sabía nada”, que “no le consta” y que “desconoce por completo” lo que ocurre a escasos centímetros de su despacho. Un presidente que se proclama vigilante, ejemplar y transparente, pero que pretende que creamos que ignora los delitos que salpican a su esposa, las irregularidades que rodean a su hermano, las tramas de corrupción de sus ministros, los escándalos sexuales de sus altos cargos, los manejos oscuros de su partido y la manipulación abierta de las instituciones que dirige. Esa pose de inocencia perpetua no es creíble: en política, lo que uno no controla, lo consiente. Y si realmente no supiera nada, sería aún peor, porque significaría que España está en manos de un presidente incapaz de gobernar su propio entorno, y mucho menos un país entero.

Mientras tanto, España sufre las consecuencias políticas de un presidente que ha entregado el país a quienes históricamente han querido destruirlo. Sánchez ha cedido el rumbo nacional a independentistas catalanes que dictan leyes y presupuestos a golpe de chantaje, a nacionalistas vascos que blanquean el legado moral de ETA y se erigen en árbitros del futuro del Estado, y a partidos comunistas y extremistas que han deformado leyes, debilitado la autoridad del Estado, promovido la okupación, alimentado la inseguridad y aprobado la desastrosa Ley del Sólo Sí es Sí que dejó a cientos de agresores sexuales en la calle sin que nadie del Gobierno asumiera responsabilidad alguna. Al mismo tiempo, España se ha convertido en el único país que tolera la entrada y permanencia masiva de inmigrantes ilegales mientras se niega a expulsarlos pese a que la palabra lo dice todo: i-le-ga-les. Personas que vulneran la ley desde el minuto uno reciben más facilidades que los propios españoles, así como ayudas, subsidios y paguitas que funcionan como instrumento clientelar para fabricar dependencias políticas destinadas a transformarse en votos mediante procesos acelerados de nacionalización, una forma más de corrupción electoral silenciosa que manipula el sistema democrático desde dentro, comprando fidelidades con dinero público mientras se desprecia a quienes sostienen al país con su trabajo y sus impuestos.

Este cúmulo de corrupción, cesión territorial, compra de voluntades, deterioro institucional, manipulación mediática y degradación política coloca a España ante una pregunta que ya no admite evasivas: ¿a qué espera Pedro Sánchez para dimitir? Porque lo que rodea a este Gobierno no es una campaña ni una exageración, sino un derrumbe moral, político e institucional tan profundo que ningún presidente responsable permitiría prolongarlo un solo día más. España merece volver a ser un país serio, estable y digno, y eso no ocurrirá mientras quien la dirige siga aferrado al poder pese a estar rodeado por la mayor nube de corrupción y descomposición institucional de nuestra democracia. Dimita, Sr. Presidente y convoque elecciones.

Felipe Pinto. 

 

NOSTALGIA, RECUERDOS…



Amigos, sigamos nuestro sueño: la vida continúa, celebremos que aún se siente nuestro paso. Volamos por mares de quimeras, cruzamos tempestades de abrazos, navegamos estaciones de risas y marcamos nuestros silencios. Perdimos amigos en el camino, ganamos más de lo que imaginamos y hoy, serenos, nos damos cuenta de que competir no es ganar el tiempo.

Supimos sentir la vida sin filtros, sin miedo y sin medida. La tocamos con las manos, la mordimos con los dientes, la bebimos a sorbos grandes, incluso cuando dolía. La vivimos de verdad: intensa, luminosa, imperfecta, inviolable, inolvidable…

Hoy, desde esta orilla del tiempo, fuera tristeza, fuera arrepentimiento. Que se abra paso la luz suave de la plenitud cumplida, la gratitud silenciosa de quien no pasó de puntillas, sino dejando huella.

Hijos, nietos —cosechas de la mejor añada— prosiguen el camino; vivirán, pero no lo que nosotros vivimos; inventarán, pero no lo que nosotros fuimos capaces de inventar en noches que nos pertenecían. Pero no importa. Les corresponde a ellos construir sus recuerdos como nosotros construimos los nuestros. Nuestro motivo de vida está cumplido, transformado en memoria, convertido en herencia invisible.

Hagamos que lo que nos queda sea una fiesta de alegría profunda, de conciencia, de gratitud. Bailemos en romance con la vida, confiados, sin temor a que la música se apague: el ritmo no depende ya del tiempo, sino del alma.

Abracemos cada instante como si valiera un mundo: un mundo de verdad vivida, un mundo de amor y sentimientos, de impulso, de corpóreo privilegio.

De hoy en adelante, pase lo que pase…
Lo bailaremos.
Lo brindaremos.
Lo viviremos.
Hasta el último compás.

Felipe Pinto.