Hay mujeres que votan socialismo sin haber analizado jamás lo que realmente significa, no porque hayan estudiado la ideología ni porque conozcan su historia, sino por motivos mucho más terrenales: por incultura política, por desconocimiento, porque se creen el relato que les venden en los medios, porque les emociona la propaganda sentimental, porque ven al líder como “guapo” o “moderno” —como antes ocurrió con Felipe González y ahora con Pedro Sánchez—, porque alguien les inoculó la idea de que el socialismo es progresista o, lo que es más triste, porque lo votan por tradición familiar. Otras lo hacen por simple hábito, otras por dejadez intelectual y otras porque nunca se han planteado nada. Y aunque no sepan las consecuencias reales de su voto, el daño existe y afecta a toda la sociedad. Estas mujeres no son enemigas personales, pero sí son adversarias políticas, porque sostienen con su voto un sistema que va en contra de España. Se equivocan, sí; pero se equivocan con resultado.
A su lado está otro grupo, mucho más grave: las mujeres socialistas que votan no por ideas, sino por interés directo. Son las subvencionadas, las integradas en los chiringuitos ideológicos, las que viven del presupuesto público, las que dependen del feminismo institucional como forma de vida, las que forman parte del aparato del partido, las que tienen cargos, asesores, recursos y ventaja política, y que saben perfectamente que si el socialismo pierde poder se les acaba el chollo. Estas no votan por principios, votan por nómina; no votan por feminismo, votan por su bolsillo; no votan por igualdad, votan por supervivencia económica. Y estas no son adversarias: son enemigas políticas directas, porque no solo sostienen el engaño, sino que lo fabrican, lo difunden y lo explotan.
Por eso, cuando hablamos de la ley del “sí es sí”, no se puede pretender que fue una torpeza inocente. Esa ley que rebajó penas a agresores sexuales fue impulsada, defendida y presentada por mujeres socialistas con cargo, que sabían perfectamente lo que estaban aprobando y aun así lo vendieron como avance feminista. Lo mismo con el caso Berni, con Ábalos, con la trama del Mediador y con todo lo que rodea a la prostitución institucionalizada: no hablamos de errores, hablamos de corrupción disfrazada de moral. Igual con los ERE de Andalucía, el escándalo más descarado de la democracia, donde millones se gastaron en fiestas, alcohol y prostitutas mientras mujeres socialistas defendían, tapaban y participaban. Ese no es feminismo: es negocio personal.
Y cuando el aborto se convierte en bandera electoral, no es la mujer ingenua la que lo utiliza; son las políticas socialistas que necesitan votos y convierten un drama humano en propaganda. Y cuando se calla el cribado prenatal, no son las votantes de base las responsables, sino las que ostentan poder y saben que ese silencio les conviene. Que nadie se equivoque: la manipulación ideológica que degrada a la mujer nace desde arriba, pero sin la complicidad pasiva o activa de abajo no existiría.
Queda por tanto definido el mapa político sin sentimentalismos ni paternalismos: la mujer que vota socialismo, aunque sea por incultura o costumbre, es adversaria política porque sostiene con su voto el perjuicio. La mujer socialista con cargo es enemiga política directa, porque sabe lo que hace, porque participa conscientemente en el daño y porque vive de ese daño. La primera sostiene la mentira; la segunda la construye, la dirige y la explota. Y ambas contribuyen, cada una a su manera, a la realidad que padecemos.
Por eso la diferencia no es entre buenas y malas, inteligentes o torpes, víctimas o victimarias; la diferencia es entre quienes sostienen el socialismo y quienes se benefician de él. La socialista de base será sociatonta; la socialista de cargo será sociatonta con poder. Y ambas, en distinto grado, mantienen vivo lo peor que puede haber para España.
Felipe Pinto.




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