La Ley Bolaños: el último intento del poder por someter a la Justicia
Hay leyes que nacen para servir al pueblo y otras que se redactan para proteger al poder. La llamada “Ley Bolaños”, esa reforma del Ministerio Fiscal que el Gobierno pretende imponer con la excusa de “modernizar la Justicia”, pertenece sin duda al segundo grupo. Detrás de su lenguaje técnico y sus frases pulidas se esconde un propósito tan viejo como peligroso: controlar a los fiscales para garantizar la impunidad de los corruptos y de los socios políticos que hoy sostienen al Ejecutivo.
Durante décadas, España ha mantenido un equilibrio delicado entre el poder político y el judicial. Los jueces investigan, los fiscales acusan y el Gobierno gobierna. Pero ahora Félix Bolaños —que concentra en su persona el papel de ministro de Justicia y ministro de la Presidencia— quiere cambiar las reglas del juego para que sean los fiscales, y no los jueces, quienes dirijan las investigaciones penales. ¿Y quién nombra al Fiscal General del Estado? El propio Gobierno. Es decir: el poder político pasaría a tener la llave de las investigaciones judiciales.
Y es que, además, el propio Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, está imputado y pendiente de juicio, acusado de presuntos delitos de revelación de secretos y prevaricación por la filtración de información privada sobre una causa judicial. Que un Gobierno pretenda entregar más poder a la institución dirigida por un fiscal imputado es, sencillamente, una afrenta a la separación de poderes y al sentido común. Resulta tan inaceptable como que un acusado diseñe las normas del tribunal que va a juzgarle.
Pero no se trata solo del fiscal general: todo esto viene motivado por la red de corrupción que rodea directamente al presidente del Gobierno y a su entorno más cercano. Por sus antiguos números dos, Santos Cerdán y José Luis Ábalos; por el caso Koldo, que ha destapado comisiones ilegales y contratos irregulares durante la pandemia; por las investigaciones sobre su mujer, por los negocios de su hermano y por la implicación de altos cargos del PSOE en tramas de financiación irregular del partido.
El Ejecutivo sabe que la Justicia se acerca demasiado y pretende reaccionar modificando las reglas del juego, otorgando a los fiscales —controlados por el Gobierno— la capacidad de dirigir las causas penales. Es, en esencia, una ley de autoprotección política.
Se nos dice que esta reforma es “europea”, que busca “agilizar la Justicia” y “reforzar la independencia del Ministerio Fiscal”. Pura propaganda. Ningún informe de Bruselas ha exigido tal cambio. Lo que de verdad pretende el Ejecutivo es blindarse ante las causas que cercan al PSOE y a sus socios, desde el caso Koldo hasta las tramas de contratación pública, pasando por la financiación irregular y los favores cruzados con separatistas y socios parlamentarios. Con esta ley, la corrupción tendría un muro de protección institucional.
El plan es claro: si el fiscal depende jerárquicamente del Gobierno y el fiscal pasa a ser quien instruya las causas, la independencia judicial queda destruida. Los jueces quedarían reducidos a meros notarios de lo que el fiscal —y, por extensión, el Gobierno— decida investigar o archivar. Es la antesala de un Estado donde los corruptos se juzgan a sí mismos y donde la Justicia se convierte en una herramienta del poder.
El propio diseño de la ley revela sus intenciones: se tramita como ley orgánica, a través del Congreso y el Senado, sin urgencia aparente pero con una estrategia evidente: crear un marco legal permanente que garantice el control político del Ministerio Fiscal. No es una reforma técnica; es una operación de supervivencia de quienes saben que la Justicia se acerca demasiado a sus despachos.
España no necesita una Justicia más obediente, sino más libre. No necesita fiscales sometidos al Gobierno, sino jueces valientes que respondan solo ante la ley y no ante los intereses del poder. La separación de poderes no es un lujo académico; es la base misma de la democracia.
La “Ley Bolaños” no refuerza la Justicia: la aniquila. Si llega a aprobarse, supondrá un paso más hacia un modelo de Estado controlado, politizado y corrupto, en el que la verdad y la legalidad se subordinen al interés de quienes mandan.
Por eso hay que decirlo alto y claro: esta ley no moderniza, sino que encadena; no democratiza, sino que protege al poder.
¿Y qué hacer ante este atropello?
La respuesta no puede ser el silencio.
Los ciudadanos, los jueces, los fiscales honestos y los representantes públicos que aún creen en España deben revelarse contra esta ley.
Hay que movilizar a la sociedad civil, denunciar en los medios y en las instituciones europeas que el Gobierno pretende someter la Justicia al poder político.
El Parlamento Europeo y la Comisión Europea —tan rápidos en señalar a otros países cuando se pone en duda la independencia judicial— deben actuar también con España. Si esta ley avanza, es legítimo pedir amparo a Europa, porque afecta de lleno a los principios fundamentales del Estado de Derecho consagrados en el artículo 2 del Tratado de la Unión Europea.
Y dentro del país, cada ciudadano puede y debe hacer algo: exigir transparencia, apoyar a quienes defienden la independencia judicial y no votar jamás a quienes manipulan las leyes para salvarse de la Justicia.
Porque cuando el poder controla a los jueces, ya no hay democracia, solo un decorado de ella.
España merece algo mejor que un Gobierno que legisla su propia impunidad.
Y si hay que volver a recordarlo en la calle, en los tribunales o en Bruselas, que así sea.
Porque sin Justicia independiente no hay libertad, y sin libertad no hay nación.
Felipe Pinto




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