Ese día ya no comenzaré la mañana con mi café americano con dos sacarinas, ni brindaré, en el aperitivo, con mi Rioja crianza, ni disfrutaré de mis platos favoritos junto a los amigos que me han acompañado en lo bueno y en lo difícil. Tampoco volveré a contemplar amaneceres o anocheceres, ni a escribir esos pensamientos que tantas veces me ordenaron el alma. Mi cuaderno quedará en silencio, mi bolígrafo descansará, y mis ideas —tantas veces urgentes— flotarán sin necesidad de ser escritas.
Tampoco escucharé mi música de siempre, esa que me enseñó a viajar quedándome quieto, a sentir sin mirar, a entrar en lugares a los que solo la emoción sabía llegar. No cantaré ya las canciones que guardaron mis alegrías y mis tristezas, ni esas melodías que supieron sostenerme cuando todo lo demás fallaba.
Llegará un día en que veré por última vez esa película que me acompaña desde niño; un día en que dejaré a medias el libro que tantas veces fue refugio y alimento. Ese día, la imagen que ofrecí al mundo —mi personaje, mi traje, mi máscara— se quedará vacía, sin mí.
He vivido cada amanecer como un regalo. Abrir los ojos, primero despacio y luego con la conciencia despierta, ha sido siempre un pequeño milagro que quizá no supe valorar en toda su magnitud. No sé cuándo llegará el instante en que mi destino cumpla lo que, desde siempre, estaba escrito para mí. Solo sé que llegará con la misma naturalidad con la que todo nace, crece y se transforma.
Cuando mi vida terrenal concluya, también mi luz emprenderá su propio viaje. Y al cruzar a ese otro lugar —invisible, pero cierto— me llevaré conmigo la gratitud por haber podido vivir, por cada emoción, por cada descubrimiento, por cada día compartido con quienes quise y me quisieron. Ese agradecimiento será mi equipaje.
Entonces ya no importarán mis errores, mis temores ni mis carencias. Lo que permanecerá será lo que ofrecí: mis abrazos, mis caricias, mi ternura, mi amor. Esa será la huella que espero dejar en los que formaron parte de mi camino.
La vida me dio más de lo que jamás imaginé de niño, de joven o de adulto. Me entregó alegrías y tristezas, derrotas y triunfos, dolor y risa, silencio y revelación. Me permitió amar y, quizá lo más importante, me permitió sentirme amado. Por todo ello, doy gracias a Dios, por haberme permitido existir, aprender y compartir esta danza que ahora, al recordarla, me llena de paz.
Un día me iré… Pero mientras tanto, sigo aquí: respirando, agradeciendo, saboreando cada instante.
Y cuando llegue la hora de mi partida, me marcharé sin miedo, sabiendo que no voy a desaparecer: me transformaré. Seré energía que continúa, que habita en un lugar donde la luz no se apaga, donde la paz no tiene sombra y donde el tiempo ya no existe y allí, en ese ámbito que apunta hacia Dios, me reencontraré con quienes amé. El resto, es un misterio al que me entregaré con gratitud y esperanza.
Felipe Pinto.




No hay comentarios:
Publicar un comentario