Inmigración ilegal, ocupación, delincuencia y cultura impuesta: el sistema que castiga al ciudadano honrado
En España existe una realidad que no se puede seguir ocultando: el trabajador español paga impuestos cada vez más altos para sostener un sistema que lo releva, mientras se destinan ingentes recursos públicos a la manutención de quienes han llegado a nuestro país sin respetar las leyes. El dinero que debería reforzar servicios públicos, promover empleo estable o aliviar la carga fiscal de las familias va a parar a redes clientelares diseñadas y sostenidas por el gobierno de Pedro Sánchez, que se disfraza de solidaridad pero que no es otra cosa que compra de voluntades políticas. El problema no es la inmigración en sí misma, sino la inmigración ilegal fomentada y premiada desde las instituciones, utilizada para abaratar salarios, consolidar el voto cautivo y construir una estructura política dependiente del dinero público.
Todo esto se hace, además, con la complicidad del Partido Popular, como pueden demostrar las palabras de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. En un pleno de la Asamblea de Madrid respondió así ante las críticas a la gestión migratoria: «Lo malo sería tener un efecto expulsión, porque digo yo que alguien tendrá que limpiar en sus casas, alguien tendrá que recoger sus cosechas y alguien, señoritos de Vox, tendrá que poner los ladrillos de las casas donde luego vamos a vivir todos los demás». Con esta frase, Ayuso expone sin pudor el enfoque que muchos comparten: España necesita mano de obra que acepte trabajar haciendo lo que supuestamente los españoles no quieren hacer, aunque sea sin derechos, con sueldos bajos y en condiciones precarias. Es el reconocimiento implícito de un sistema que depende de atraer pobreza para sostener los cimientos económicos, mientras se destruye la dignidad laboral y se ensancha la brecha social.
A todo ello se suma una realidad silenciosa pero cada vez más evidente: no solo están alterando el mercado laboral y absorbiendo recursos públicos, sino que también están invadiendo nuestras costumbres, imponiendo modelos culturales que chocan frontalmente con nuestra forma de vida. En barrios enteros de España ya se ven mujeres obligadas a cubrir su rostro, sometidas bajo normas importadas donde la mujer no es sujeto de derechos sino propiedad del hombre. El avance de ciertas corrientes islamistas está introduciendo prácticas que en otros países han llevado a la opresión sistemática de la mujer, al yihad como instrumento político y a una interpretación radical de la religión que es incompatible con la libertad, la igualdad y la dignidad. Esto no es integración: esto es suplantación cultural. Y lo más grave es que quienes defienden la “diversidad” acaban aceptando que en nombre de esa diversidad se esclavice a la mitad de la población mundial.
Pero la cuestión no es solo cultural ni laboral: es también de seguridad y de convivencia. Los datos policiales y judiciales revelados recientemente en el País Vasco, por ejemplo, son demoledores. Según los informes de la Ertzaintza correspondientes a los primeros meses de 2025, el 64% de los detenidos eran extranjeros, pese a que estos representan solo una fracción mucho menor de la población. En delitos especialmente graves, los porcentajes son aún más alarmantes: en agresiones sexuales, más del 68% de los detenidos son extranjeros, una cifra que obliga a hacerse preguntas que los partidos tradicionales prefieren evitar. La realidad es clara: la delincuencia importada no es un invento ni una exageración, sino un problema creciente que afecta primero a los barrios populares, donde la población española convive con el abandono institucional y el miedo. El discurso oficial quiere hacernos creer que plantear estas cifras es xenófobo, pero lo verdaderamente irresponsable es ignorarlas y dejar a la ciudadanía expuesta.
A esto hay que sumar la permisividad con la ocupación ilegal de viviendas, que se ha convertido en otro síntoma de una España que ha dejado de proteger la propiedad y la seguridad jurídica. Cientos de familias españolas han visto cómo sus viviendas eran usurpadas por grupos que, muchas veces, forman parte de redes organizadas vinculadas con extranjeros, y que se benefician de una legislación diseñada para proteger al ocupante frente al propietario. Casas que han costado décadas de trabajo, ahorros y sacrificios pasan a estar en manos de quienes no han aportado ni un solo día a la economía del país, mientras el Estado se inhibe y la justicia llega tarde o nunca. El español que paga una hipoteca y cumple la ley es tratado como un convidado de piedra en un país que ya no defiende su derecho básico a la propiedad privada.
No solo se tolera la entrada ilegal, sino que se premia. No solo se permite la ocupación, sino que se blanquea como un acto de “resistencia social”. No solo se minimiza la delincuencia, sino que se silencia en aras de una ideología que desprecia a los ciudadanos de bien mientras financia estructuras clientelares orientadas a garantizar votos eternos. El trabajador español paga; el gobierno reparte; el modelo se perpetúa.
España no necesita mano de obra barata importada para hacer el trabajo que supuestamente nadie quiere hacer. Necesita salarios dignos, empleo estable y respeto a su gente. Necesita que quien entra lo haga legalmente, trabaje, respete las leyes y se gane el pan como el resto. Lo que no puede ser es que mientras un español se desangra a impuestos, se financie la llegada irregular de quien, en demasiados casos, viene a vivir del sistema o, peor aún, a delinquir al calor de la impunidad política.
El modelo actual es insostenible. Y quienes lo sostienen —desde el gobierno hasta la oposición complaciente que hace declaraciones como las de Ayuso— están construyendo una nación donde los españoles son ciudadanos de segunda en su propia tierra. Una nación que renuncia a la seguridad, al mérito, a la justicia y al sentido común. Y todo tiene un límite. Porque el español está cansado de pagar, de callar y de ver cómo se ríen de su esfuerzo. Y ese día, cada vez más cerca, ya no habrá red clientelar ni discurso buenista que lo detenga.
Felipe Pinto.




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