"Lo importante no son los años de vida sino la vida de los años".

"Que no os confundan políticos, banqueros, terroristas y homicidas; el bien es mayoría pero no se nota porque es silencioso.
Una bomba hace más ruido que una caricia, pero por cada bomba que destruye hay millones de caricias que alimentan la vida".

Al mejor padre del Mundo

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sábado, 29 de noviembre de 2025

LOS GUATEQUES: DONDE EMPEZÓ TODO

 


Hubo un tiempo —parece que fuera ayer y, sin embargo, han pasado ya más de cincuenta años— en el que la vida empezaba en un salón modesto, entre muebles arrimados a la pared y una lámpara tenue que convertía la penumbra en un refugio. Era la época yeyé, cuando España empezaba a moverse al ritmo de lo que venía de fuera, cuando los primeros SEAT 600, se multiplicaban por las calles como símbolos de un país que empezaba a abrirse, y cuando las familias aún creían que la juventud era algo que ocurría dentro de casa, no en la calle.

Antes de que Madrid aprendiera a brillar por la noche, antes de que las calles se volvieran escenarios infinitos, una generación entera descubrió la libertad en casa, con los nervios en la garganta y un tocadiscos que crujía como un mundo recién inaugurado. A ese pequeño universo lo llamaron guateque, y era la patria íntima de los jóvenes de los sesenta y setenta, un territorio secreto que no aparecía en los mapas pero que todos sabían encontrar. Bastaba un susurro —“El sábado, ya sabes…”— para que toda la semana empezara a girar alrededor de un solo instante.

Al entrar, la escena era siempre parecida: una mesa improvisada donde reinaba el ritual líquido de la época. Allí se preparaban cubalibres con ron Bacardí o Negrita, los populares rafs de ginebra MG, Larios, Arpón o Gordon’s, vasos altos de vermut Cinzano mezclado con gaseosa o sifón, y la presencia inevitable del whisky, desde el españolísimo DYC —barato, fuerte y leal— hasta escoceses que hoy casi han desaparecido: Vat 69, White Horse, Black & White, The Famous Grouse, y otros que aún resisten como White Label, Johnnie Walker o Chivas. A todo eso se sumaba el muy nuestro “España”, brandy con Coca-Cola —casi siempre Fundador, Brandy 103, Espléndido Garvey o Soberano— que marcó el paladar de toda una generación.

Las chicas preferían colores alegres: el semáforo, mezcla de peppermint, Licor 43 y granadina, o el San Francisco, aquel cóctel sin alcohol con naranja, piña, el toque rojizo que dejaba el sirope de granadina y el azúcar pegado a los bordes de la boca del vaso, dejando una impresión como de atardecer líquido. No era sofisticación: era ilusión pura.

En el centro, como un pequeño altar doméstico, reinaba el tocadiscos. La aguja descendía con su crac… crac… inconfundible, marcando el inicio de la ceremonia. Primero sonaban los grupos nacionales —Los Brincos, Los Bravos, Los Pekenikes, Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán, Los Ángeles o incluso Fórmula V y Los Diablos— pero en cuanto alguien ponía un vinilo extranjero, el salón se convertía en una ventana al mundo: Beatles, Rolling Stones, Cat Stevens, Bob Dylan, Creedence Clearwater Revival, Simon & Garfunkel, The Animals…

El baile rápido servía para deshacer la timidez, para reír, para moverse con torpeza luminosa mientras las miradas empezaban a cruzarse y las intenciones se adivinaban sin necesidad de palabras. Y entre los asistentes nunca faltaba el chico fardón, aquel que llegaba en verano con un coche descapotable prestado o heredado, convencido de que llevaba el viento de su lado, seguro de que lo observaban más de lo que realmente lo estaban mirando.

Pero el guateque comenzaba de verdad cuando alguien bajaba la luz y cambiaba el disco. Ese gesto, tan pequeño, abría otro universo. Entonces llegaba el baile lento, y el aire entero cambiaba de temperatura. Las voces se apagaban, las miradas empezaban a hablar solas, dos adolescentes que quizá apenas se habían mirado en clase descubrían que, en la penumbra, los cuerpos sabían decir todo lo que las palabras evitaban.

Un lento no se bailaba: se vivía. Ahí se jugaba todo. Un abrazo torpe podía torcer el destino, un roce decidir un futuro, un “¿bailas?” dividir una vida en dos partes: antes y después. Y no es exageración: media España se dio su primer morreo en un guateque, ese beso largo, húmedo, tembloroso, que marcaba un antes y un después en la educación sentimental de un país entero.

Aquellos eran también los años en que empezaban a surgir las primeras boîtes, locales modernos con luces bajas y discos extranjeros, pero para la mayoría la verdadera magia no estaba en las calles aún: estaba dentro de las casas, entre discos por el suelo y vasos medio llenos, donde todo era más nuestro, más cercano y más verdadero.

Los guateques tenían un olor propio: muebles encerados, colonia juvenil, ponche dulzón, refrescos, alcohol tímido, el aroma imborrable de las primeras veces. Un olor que permanece como un eco que nunca se apaga.

A veces un padre pedía que bajaran la música o una madre se asomaba discretamente, pero nada rompía el hechizo; al contrario, lo hacía más auténtico, más clandestino, más nuestro.

Los guateques fueron un umbral, la puerta por la que una generación cruzó hacia la vida moderna sin darse cuenta. Antes de la Movida, antes de las discotecas, antes de las madrugadas que harían de Madrid una ciudad que respira de noche, todo empezó allí: chicos bailando un lento en un salón cualquiera, con un 600 o un Simca 1000 aparcado en la calle, con el corazón acelerado y el futuro aún sin estrenar.

Por eso, cuando hablamos de la noche —de nuestra noche— conviene mirar hacia atrás, hacia ese salón con las persianas bajadas, ese single girando sin prisa, ese instante en el que dos vidas se rozaron por primera vez. Los guateques fueron el primer latido, la primera educación sentimental, el ensayo general de todo lo que vino después.

Y aunque ya nadie baile lentos en casa, todos llevamos dentro un guateque que sigue brillando, como una música silenciosa que nunca se apaga.

Felipe Pinto. 

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