"Lo importante no son los años de vida sino la vida de los años".

"Que no os confundan políticos, banqueros, terroristas y homicidas; el bien es mayoría pero no se nota porque es silencioso.
Una bomba hace más ruido que una caricia, pero por cada bomba que destruye hay millones de caricias que alimentan la vida".

Al mejor padre del Mundo

Al mejor padre del Mundo
Pinchar en foto para ver texto.

martes, 2 de diciembre de 2025

EL BOOM DE LAS TERRAZAS DE VERANO EN MADRID


Antes de comenzar este recorrido conviene advertir algo: las fechas que aparecen a lo largo del capítulo son aproximadas y, en algunos casos, reconstruidas desde la memoria colectiva, sin que ello altere la autenticidad del relato, porque aquí no busco levantar un archivo minucioso, sino revivir un tiempo, una manera de estar en Madrid, una cadena de veranos que transformaron la ciudad y que hicieron de sus terrazas un territorio de libertad. Como bien se dice en matemáticas, el orden de los factores no altera el producto, y lo importante no es si un local abrió un año antes o después, sino el latido que dejó en quienes lo vivimos, la luz de aquellas noches, el bullicio, las conversaciones interminables y los nombres que hicieron posible aquel verano perpetuo; este capítulo es, sobre todo, un homenaje a esa atmósfera y a esa gente.

Hacia finales de los setenta, cuando Madrid empezaba a soltarse la corbata y a mirar las noches de verano como un universo propio, surgieron las primeras terrazas que anunciaban lo que estaba por venir, como El Latigazo, en La Florida, propiedad de Paloma San Basilio y Javier Capi, un lugar donde el ambiente mezclaba la familiaridad con un toque sofisticado bajo los árboles inmensos que parecían sostener el verano con las manos; en el Paseo de Recoletos, la terraza del Café Gijón seguía siendo un café literario al aire libre donde coincidían bohemios, curiosos y noctámbulos de todas las edades, mientras que El Espejo, propiedad de Florencio Solchaga, se alzaba como un pequeño palacio acristalado iluminado por las farolas, y más arriba, en Pintor Rosales, Rosales 20 ofrecía una calma elegante antes de sumergirse en la noche madrileña, convirtiéndose poco a poco en el preludio de la explosión que estaba por llegar.

Y llegó en los ochenta, una década que no trajo simplemente terrazas, sino un modo completo de vivir las noches y los veranos de la ciudad; y aunque no hubo una primera terraza que iniciara el movimiento, sí hubo una que lo desbordó todo y detonó lo que pronto se conocería como la Costa Castellana, un fenómeno tan madrileño como espontáneo. Esa terraza fue Castellana 21, abierta en 1985 tras un acuerdo de alquiler del espacio cuyos derechos estaban vinculados al bar gestionado por Rosetta Arbex, un negocio que pasó a manos de Philippe Portrón, Bruno Arrojo e Tommy Botas, mientras Andy Mendoza llevaba las relaciones públicas con un talento que terminó de convertir aquel rincón en una leyenda inmediata; la Castellana se llenó de coches en segunda y hasta en tercera fila, un tráfico vivo, ruidoso, eléctrico, que no molestaba a nadie porque formaba parte del ritual nocturno, y esa permisividad natural, tan difícil de imaginar hoy, era entonces otra manera de decir que Madrid estaba vivo.

Muy cerca de allí, en José Ortega y Gasset, entre Velázquez y Serrano, en 1983 se había adelantado a su época la terraza de TASTE, propiedad de Carlos Areitio, Kike Fernández, Karel Frey y Carlos Arenillas, un lugar moderno, elegante sin pretenderlo, donde la gente se quedaba atrapada por el ambiente y por la sensación de que la noche empezaba mejor si pasaba antes por ese oasis luminoso. En 1984 abrió IF, en María de Molina, 50, propiedad de los Hermanos Felipe y Alfredo Álvarez, con dirección de Rafael Muñoz y donde las relaciones públicas las coordinaba yo, un sitio de donde quedan en mí muy buenos recuerdos de grandes momentos vividos. IF tenía un aire cosmopolita, fresco y directo que encajó perfectamente con el Madrid que estaba despertando. Recuerdo que entre las famosas fiestas que organizábamos, en una de ellas, sorteamos hasta ¡un caballo! Lo que alcanza mi mente a recordar es como se lo llevaron porque estar, allí, os aseguro que estaba. De lo si estoy seguro es que debió ser un numerito...

En 1985 surgió La Habanita, en el Paseo de La Habana, propiedad del actor Simón Andreu y dirigida por Ramiro Jofre, una terraza cálida, musical y casi caribeña que se convirtió en una parada habitual de vecinos, noctámbulos y aficionados que salían del Bernabéu. También se puso de moda, en la calle Trafalgar, Rajajá, de Ricardo Marina y Antonio "Vitaminas", bar de copas con una estupenda terraza privada, que escapaba del tumulto chamberilero de peatones y tráfico de coches.

El gran coloso de la década fue OH Madrid, en el km 8,7 de la carretera de La Coruña, propiedad de los Hermanos Lozano, con nombre ideado por Jorge de Villota, concebido por Juan Lobato y dirigido por él mismo junto a Alfonso Gómez de Salazar, Carlos Serantes, Paco Espín y Juan Antonio Concha; su piscina iluminada fue un espectáculo propio, un escenario de verano donde el agua reflejaba luces eléctricas, risas, chapuzones inesperados y encuentros que aún hoy se recuerdan.

El contagio llegó también a Aravaca, donde Baby’O, propiedad de Andrés Castañeda, Fernando y Alfonso Gómez de Salazar, aportaba un aire juvenil, vibrante, casi eléctrico, que hacía que nadie quisiera irse antes del amanecer.

En 1987, muy cerca del epicentro social, llegó Castellana 24, propiedad de Miguel Ibáñez, Juan Delgado y Adolfo Ruiz, dirigida por Juan Antonio Concha y con Bill Holden y Santiago Gil en RR.PP., una terraza de ambiente claramente cosmopolita, frecuentada por políticos, modelos, músicos internacionales, magistrados, deportistas, diseñadores, banqueros y personalidades del momento; allí coincidían Javier Gómez de Liaño, Baltasar Garzón, Ignacio Gordillo, Mario Conde, Pedro Toledo, Ana Obregón, Toncho Navas, los hermanos Fernando y Antonio Martín, Ramón Mendoza, Rafael Cortés Elvira e incluso Joe Cocker, todos mezclados sin jerarquías bajo el mismo calor del verano madrileño.

Muy cerca, en José Ortega y Gasset, entre Serrano y la Castellana, se abría paso la terraza de Lista 5, propiedad de Teodoro Bello, Borja Abella, Ángel Muro de Zaro y mía, con las RR.PP. llevadas por Víctor Huerta y yo, un lugar que aportaba una chispa especial, un ritmo propio y un movimiento constante de la gente más guapa de Madrid, convirtiéndose en una referencia absoluta de la década.

A este mapa se sumaban Zoo, en Plaza de Cataluña, propiedad de Felipe Moreno y Clodoaldo Casaseca; Boulevard, en el Paseo de la Castellana, propiedad de los Hermanos Sastre y dirigido por Juan Carlos Antequera; Bolero, también en la Castellana, propiedad de Tito Pajares; y en el tramo entre Boulevard y Bolero, el espectáculo de coches en segunda y tercera fila era tan brutal que parecía una fotografía fija de la época, un caos organizado que nadie cuestionaba porque formaba parte del encanto del verano.

Cerraban la década Las Noches del Hipódromo, en el Hipódromo de la Zarzuela, impulsadas por los Hermanos Lozano y dirigidas por Carlos Serantes, noches abiertas, festivas y multitudinarias que parecían no tener final.

No se puede cerrar la referencia a las terrazas de los 80s sin hacer mención a las terraza que copaban el bulevar de la calle de Juan Bravo. Desde la de Keeper, de los hermanos Curro y Luis Ruiz del Portal, hasta la de Green, de Floro Sánchez Espejo, pasando por la de Milford y algunas más, abarrotadas por jóvenes de Levi's y Lacoste, ellos y de Godelia y demás boutiques de las inmediaciones de Serrano, ellas.

Y antes de continuar, es justo agradecer la ayuda de dos amigos de verdad, compañeros de tantas noches y tantas historias que hoy parecen leyenda: Kike Fernández y Juan Antonio Concha, que con su memoria precisa y su generosidad me han ayudado a ordenar datos, fechas y detalles que forman parte de una época irrepetible; sin ellos, este capítulo no estaría completo porque mi memoria es buena, pero no da para tanto.

Los años noventa llegaron con un estilo distinto, más urbano y más sofisticado, pero con la misma hambre de verano; en la Castellana surgió Castellana 8, propiedad de Tommy Botas, Philippe Portrón y Borja Ussía, con dirección de Carlos Mendoza, que supo darle un ritmo fresco y armónico capaz de atraer a nuevos públicos. En 1990 abrió Castellana 99, propiedad de Fernando Jover, José García, Ricardo Urgel, Juanjo Alonso Millán, Philippe Portrón y Tommy Botas, dirigido por Kike Fernández, consolidándose como una de las grandes terrazas del inicio de la década. En el Templo de Debod surgió Zenit, propiedad de Marcelo Calvo y dirigido por Meye Ortiz, un lugar moderno, atrevido y adelantado a su tiempo. En el Bernabéu abrimos Puerta 13, propiedad de DORNA, donde la dirección llevaba mi nombre y las RR.PP. las coordinaba Alberto Alonso Castrillo.

En Pintor Rosales surgió Terraza España, propiedad de Eulogio Navalpotro, dirigida por Juan Carlos Antequera y después por mí, un espacio de ambiente abierto, variado y muy concurrido durante las noches cálidas.

En el Conde Duque nació Patio Viejo, propiedad de Javier Merino y Dionisio Lara, dirigido por Carlos Fontaneda, donde la Infanta Elena era una de sus visitantes más destacadas.

Más adelante surgió La Riviera, en el Paseo de la Virgen del Puerto, propiedad de Eulogio Navalpotro y dirigida por Juan Antonio Concha, uno de los espacios más grandes y vibrantes de la década.

En el Retiro, Casa de Vacas, también propiedad de Javier Merino y Dionisio Lara, dirigida por Miguel Fontes, ofrecía un verano luminoso y variado; en Calle Segovia, Atenas, propiedad de Santi Carbones y Raquel Meroño, aportaba un ambiente diferente, rodeado de vegetación y música.

En Serrano 41, La Terraza de Serrano y Down, propiedad de Cato H. de Mendoza, Antonio H. de Mendoza y Juan Ramos, dirigida por Juan Carlos Antequera, Juan Antonio Concha y Alfonso Gordon, encarnaba el espíritu refinado de mediados de los noventa.

La Hacienda, en Ramón y Cajal con la M-30, propiedad de Javier Quintana y Álvaro Scott G., dirigida por Juan Carlos Antequera y Juan Antonio Concha, se convirtió en otra parada importante de la década.

En la Calle Fortuny, el palacio del mismo nombre y su terraza —propiedad de Javier Merino, dirigido por Miguel Fontes y Carlos Moro, y donde yo desempeñé la labor de jefe de R.R.P.P.— marcó un estilo muy reconocible dentro de la noche madrileña, con un ambiente elegante y sofisticado a la vez, siempre lleno de movimiento y con una de las mejores clientelas de la época.

La Vieja Estación, en Atocha, propiedad de los Hermanos Román y Luis Miguel López, añadía su toque peculiar; y en Rosales, La Sal, propiedad de Javier Merino y Dionisio Lara, dirigida por Juan Carlos Antequera y Juan Antonio Concha, aportaba su ambiente moderno y lleno de movimiento.

Cuando uno mira hacia atrás y repasa aquellos veranos, entiende que Madrid no necesitó mar para inventar un verano propio. Madrid tuvo otra cosa, más poderosa, más inesperada y más suya: tuvo noches. Y qué noches.

Durante dos décadas largas, los veranos madrileños fueron casi más deseados que los veranos en la playa, porque aquí sucedía algo que no sucedía en ningún otro sitio. Mientras las ciudades costeras ofrecían el ritual del sol y el agua, Madrid ofrecía una libertad luminosa que solo se encendía al caer la tarde. Era otra forma de vivir, otra forma de sentir que el verano empezaba justamente cuando en otros lugares terminaba el día.

Las terrazas fueron el motor de ese milagro. Eran el punto de encuentro de la gente más guapa, más joven, más despierta, más curiosa y más libre de toda una generación; un desfile natural de estilo, música, risas, conversaciones y posibilidades. En ellas se concentraba un tipo de vida que parecía inventada para el verano madrileño. Las noches se alargaban hasta donde uno quisiera, las calles rebosaban coches aparcados en cualquier rincón, había movimiento a las tres de la mañana como si fueran las ocho de la tarde, y nadie tenía ninguna prisa por volver a su casa. Madrid estaba vivo. Intensamente vivo.

Y esa vitalidad atrajo al mundo entero. Llegó turismo como nunca antes. Vinieron jóvenes de toda España, europeos en busca de noches más cálidas que las suyas, latinoamericanos que encajaban desde el primer día, americanos fascinados por la mezcla espontánea de culturas. Muchos volvían cada verano; otros se quedaban a vivir directamente. Madrid, sin pretenderlo, se convirtió en un destino internacional de verano. Y lo hizo sin playa, solo con su noche, con su atmósfera y con su manera irrepetible de mezclar a la gente en las terrazas.

Las terrazas movían la economía, movían la cultura, movían tendencias, movían ilusiones. Fueron el escenario de romances que duraron horas y de amistades que duraron décadas. Eran el mapa secreto de una ciudad que, de noche, se volvía más guapa, más amable, más universal. Las terrazas eran el espejo donde Madrid se miraba a sí misma y se reconocía libre. Y quienes las vivieron saben que cada una tenía su personalidad, su aroma, su música y su público. Había para todos y había sitio para todos.

Muchos preferían quedarse en la ciudad antes que irse a las playas porque sabían que se perderían algo: un encuentro inesperado, una conversación que valía un verano entero, una mirada que podía cambiar el rumbo de una vida. Madrid ofrecía eso: la sensación de que cada noche tenía una historia esperando a ocurrir.

Por todo ello, la época de las terrazas de los ochenta y noventa no fue una moda, ni una casualidad, ni una excentricidad de la capital. Fue un fenómeno social, turístico, emocional y cultural que dejó huella en toda una generación y que forma parte de la memoria sentimental de la ciudad. Madrid no solo tuvo noches: tuvo un verano propio, un verano único, un verano irrepetible.

Madrid no tuvo mar pero sí terrazas que la hicieron tener un verano propio, único, inolvidable.

Un verano que nos pertenece a todos los que lo vivimos y que, mientras se cuente y no se olvide, seguirá siempre vivo.

Felipe Pinto. 

1 comentario:

  1. Que buenos recuerdos, Felipe! Yo salí con Carlos Areitio una temporada cuando tenía el Taste con Kike (nos fuimos en su BMW 365csi a Ibiza en un viaje loco 😜). Pinché una temporada también en el OH Madrid con Julio y que alegria ver nombres como el del inolvidable Andy Mendoza, Carlitos Serantes, Tommy Botas (con el también inolvidable Víctor Rubio), el Baby Q… ufff… torrente de emociones! Genial el artículo 👏🏻

    ResponderEliminar