El Gobierno da un nuevo paso en una deriva que cada vez resulta más difícil de disimular. Bajo el pretexto de modernizar el control fiscal y adaptarlo a los nuevos sistemas de pago, se prepara un marco de vigilancia que afecta directamente a la vida cotidiana de millones de ciudadanos. No se trata de combatir grandes fraudes ni de perseguir fortunas ocultas, sino de poner bajo sospecha los movimientos económicos más comunes entre particulares. Resulta legítimo preguntarse a quién se pretende perseguir realmente y por qué nunca parecen mirarse a sí mismos.
Durante años se ha empujado a la población a abandonar el dinero en efectivo, presentando los pagos digitales como sinónimo de comodidad y progreso. Ahora, ese mismo dinero digital se convierte en un instrumento de control. Transferencias entre amigos, ayudas familiares o simples apoyos puntuales pasan a ser observados con lupa. La frontera entre lo privado y lo fiscal se difumina peligrosamente.
Todo esto lo están impulsando quienes apelan constantemente a la llamada “justicia social”, un concepto que aplican siempre en una sola dirección y según su propia conveniencia. Porque si realmente se tratara de equidad, el foco estaría puesto en quienes concentran un poder económico opaco, en grandes estructuras empresariales viciadas o en quienes acumulan deudas millonarias con Hacienda. Sin embargo, la presión recae una vez más sobre quienes no tienen capacidad de defenderse: familias, trabajadores y pequeños ahorradores.
Resulta difícil aceptar que se acose al ciudadano que ayuda a su hijo, al hermano que echa una mano o a la familia que se organiza para salir adelante —precisamente quienes deberían ser protegidos— mientras en otros ámbitos se toleran privilegios evidentes. La solidaridad privada, la que nace de los vínculos personales y no de decretos oficiales, comienza a ser tratada como un hecho sospechoso. Y eso dice mucho del modelo de sociedad que se está construyendo.
Se avanza así hacia un Estado viciado y vicioso frente a un ciudadano cada vez más vigilado. Ya no se persigue el fraude probado, sino que se implanta una vigilancia preventiva generalizada. La presunción de inocencia se debilita y se sustituye por el acecho permanente. Cada movimiento económico queda registrado, analizado y potencialmente reinterpretado, incluso cuando no existe actividad económica ni ánimo de lucro.
Lo más preocupante es que este control se normaliza sin un debate público real. Se presenta como un simple ajuste técnico, cuando en realidad supone una cesión silenciosa de privacidad y libertad. Un ciudadano que sabe que cualquier gesto puede ser cuestionado acaba autocensurándose, limitando su comportamiento y aceptando una tutela constante sobre su vida económica. Poco a poco, se le empuja a la servidumbre.
Mientras tanto, el discurso oficial sigue hablando de justicia, equidad y protección de los más débiles. Pero la realidad muestra otra cosa: un sistema que ahoga siempre a los mismos y que mira hacia otro lado cuando el problema les afecta a ellos. La justicia social, entendida como defensa del débil frente al fuerte, brilla por su ausencia.
Lo que está en juego no es solo Bizum ni un medio de pago concreto. Está en juego el derecho a disponer del propio dinero, a ayudar a los tuyos, a vivir sin la sensación de estar permanentemente vigilado y a ejercer la libertad de decidir qué hacer con el dinero ganado con el sudor de la propia frente. Cuando el Estado acosa a sus ciudadanos y los trata como sospechosos, no fortalece la convivencia: la debilita.
Porque una sociedad libre no es aquella donde se controla al pueblo, sino aquella donde el poder confía en la libertad y en la responsabilidad de sus ciudadanos. Y ese principio, hoy, está siendo seriamente cuestionado.
Que no engañen a nadie. Esto no va de justicia, ni de modernización, ni de equidad. Va de control, de sometimiento y de recaudación a cualquier precio. Un Gobierno que espía al ciudadano mientras protege a los corruptos, que persigue a las familias mientras perdona a los suyos y que convierte la ayuda entre personas en un problema fiscal no está gobernando para la gente: está gobernando contra ella. Cuando el poder necesita vigilar cada movimiento de sus ciudadanos es porque ha fracasado en todo lo demás. Y cuando un Gobierno llega a ese punto, el problema ya no es Bizum: el problema es el propio Gobierno.




No hay comentarios:
Publicar un comentario