Esa lección individual tiene una traducción colectiva. España vive hoy atrapada en un materialismo que ha destruido el espíritu público. La España actual es un país pobre, no porque falte dinero —que también—, sino porque sobra corrupción, sobra mentira y falta brújula espiritual. Nuestra nación se ha acostumbrado a medirlo todo en cifras mientras desprecia los valores que elevan a un pueblo: la familia, la honestidad, el patriotismo, la solidaridad real, el sacrificio, el esfuerzo y, por encima de todo, la verdad.
Se nos dice que un país avanza porque aumenta su PIB, cuando el bienestar verdadero no está en el bolsillo, sino en el corazón. ¿De qué sirve crecer económicamente si menguamos como personas? ¿De qué sirve presumir de modernidad si vivimos sin ética? ¿De qué sirve cambiar leyes si no cambiamos conciencias? Un país no se derrumba por falta de dinero, sino por falta de moral. Roma cayó no por pobreza, sino por decadencia espiritual. Y ese mismo veneno recorre hoy nuestras instituciones.
Vivimos en una sociedad que llama “libertad” a la ausencia de principios. Una sociedad que idolatra lo inmediato y desprecia lo eterno. Hemos sustituido la verdad por la conveniencia, la justicia por el relativismo, la dignidad por la propaganda. Y dentro de ese vacío moral, nace la soledad, muere la familia, se desorientan los jóvenes y se corrompen los gobernantes. Esa es la verdadera pobreza de España: ser rica en ruido y pobre en alma.
Porque la riqueza espiritual es la única que el tiempo no destruye. Esa riqueza nace de amar, de perdonar, de decir la verdad cuando cuesta, de ayudar cuando nadie mira, de servir cuando no te aplauden. Esa riqueza está en honrar la palabra dada, en respetar al vecino, en trabajar con honestidad, en no rendirse aunque la vida golpee. El dinero puede comprar camas de hospital, pero no puede comprar salud. Puede comprar vigilancia privada, pero no puede comprar paz interior. Puede comprar lujo, pero no puede comprar amor. La riqueza que cuenta no es la que se acumula, sino la que se entrega.
Y esa riqueza espiritual es inseparable de la moral y de la ética. No hay dignidad sin verdad. No hay justicia sin conciencia. No hay libertad sin responsabilidad. El hombre sin valores deja de ser hombre y se convierte en un simple consumidor. España no necesita más tecnología ni más subvenciones: necesita más principios, más rectitud, más carácter. Necesita recuperar la grandeza moral que dio sentido a nuestra historia y que hoy se quiere borrar en nombre de una modernidad hueca.
Incluso quien no se considera creyente comprende que sin una referencia superior —llámese Dios, ley natural, conciencia o verdad— el ser humano se desorienta. Porque no existe civilización sin normas éticas, no existe orden social sin principios, no existe respeto sin autoridad moral. La ausencia de Dios no genera libertad: genera caos. Y ese caos moral lo sufrimos cada día en forma de corrupción, violencia, soledad, pérdida de sentido y un país que ya no sabe distinguir el bien del mal.
En cambio, cuando el ser humano reconoce que hay algo más grande que él —llámese moral, verdad, Dios— entonces encuentra norte, propósito y paz. No hablamos de religiosidad superficial ni de ritos vacíos, sino de una espiritualidad que da sentido a lo que hacemos, que nos hace mejores, que nos ayuda a poner cada cosa en su lugar. Y ahí está la clave: España no necesita más ideologías; necesita más valores eternos.
Porque la verdadera riqueza es la que no se mide en cuentas bancarias, sino en gratitud, en familia, en amistad, en rectitud, en fe, en servicio a los demás. Un país que educa a sus hijos para ser ricos será un país mediocre; pero un país que los educa para ser buenos, será un país invencible. La felicidad no es un lujo, es un acto de inteligencia moral. La fortaleza de un pueblo no está en sus presupuestos, sino en su espíritu.
Y, en ese camino, nadie llega lejos en soledad. España necesita volver a ser comunidad, nación, familia. Juntos podemos reconstruir el alma de este país. Juntos podemos devolverle dignidad a la política. Juntos podemos recuperar la verdad como norma, la justicia como meta y a Dios —o al menos la conciencia moral— como guía. Porque solo los pueblos que tienen alma merecen tener futuro.
La riqueza que no te llevas no es riqueza; la que te acompaña hasta el último suspiro es la única que vale. Y esa riqueza no es material: es moral, es espiritual, es humana. España está llamada a recuperarla. Y cuando lo haga, será más fuerte que nunca.
Felipe Pinto.




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