El Estado pretende castigar la conciencia.
Durante los últimos años, España ha vivido una deriva legislativa preocupante en materia de libertades públicas. Bajo la bandera del “progreso” y de una supuesta ampliación de derechos, el Gobierno ha impulsado reformas que, lejos de fortalecer la convivencia democrática, han colocado bajo sospecha a ciudadanos pacíficos por el simple hecho de expresar convicciones morales o religiosas en el espacio público. Uno de los ejemplos más graves de esta deriva ha sido la ofensiva jurídica contra el movimiento provida.
La reforma promovida por el PSOE introdujo un concepto profundamente distorsionado de “coacción”, desligado de su significado jurídico tradicional, que exige violencia, intimidación o fuerza efectiva. De este modo, actos como rezar en silencio o informar pacíficamente frente a centros abortistas pasaron a ser considerados potencialmente delictivos. No por impedir el paso, no por insultar ni amenazar, sino simplemente por estar presentes y expresar una convicción contraria al dogma oficial.
Este planteamiento resulta aún más inquietante cuando se compara con el doble rasero aplicado por la izquierda en otros ámbitos. Mientras se endurecía el Código Penal contra ciudadanos que rezan, se eliminaban las penas específicas contra las coacciones sindicales durante las huelgas. Es decir, se dejó sin protección penal a trabajadores que pudieran ser presionados para secundar paros laborales, una práctica que sí ha estado históricamente acompañada de intimidaciones reales. La coacción deja de ser delito si quien la ejerce pertenece al bloque ideológico correcto.
Este uso selectivo del Derecho revela una concepción profundamente autoritaria del poder. La ley deja de ser un instrumento para proteger libertades y se convierte en una herramienta de castigo ideológico. Así se degrada una democracia: cuando se criminaliza al disidente pacífico y se toleran o blanquean conductas agresivas si son funcionales al poder político.
Afortunadamente, el sistema aún conserva contrapesos. Recientemente, los tribunales han puesto freno a esta deriva con la absolución de varios activistas provida acusados de “coacciones” por concentrarse ante un centro abortista. La sentencia es clara: no hubo insultos, no hubo amenazas, no hubo impedimentos físicos ni actos intimidatorios. Los acusados se limitaron a rezar en silencio o en voz baja, ejerciendo de forma legítima su libertad religiosa y de expresión.
La resolución judicial no solo desmonta la acusación concreta, sino que deja en evidencia la fragilidad jurídica de una ley diseñada más para intimidar que para hacer justicia. También coloca en una posición incómoda a una fiscalía alineada con el Ejecutivo, que pretendía convertir actos pacíficos en delitos penales mediante una interpretación forzada de la ley.
Pero la ofensiva no termina en los ciudadanos que rezan. A todo esto se suma un paso aún más inquietante: la pretensión de obligar a las administraciones sanitarias a elaborar y facilitar listas de médicos objetores de conciencia que se niegan a practicar abortos. No se trata de una medida neutra ni meramente organizativa, sino de un mecanismo de señalamiento ideológico que vacía de contenido un derecho fundamental. La objeción de conciencia existe precisamente para proteger a los profesionales frente a imposiciones que chocan frontalmente con sus convicciones éticas más profundas.
La creación de registros identificables de objetores abre la puerta a presiones, sanciones encubiertas, discriminación laboral y persecución administrativa. No hace falta imaginar escenarios extremos: basta con observar cómo, en otros ámbitos, quien se aparta del discurso oficial acaba marginado, expedientado o apartado de determinadas funciones. El mensaje es claro: puedes objetar, pero te señalamos; puedes disentir, pero asumirás las consecuencias.
Esta lógica revela de nuevo una concepción del Estado que no se conforma con regular servicios, sino que pretende fiscalizar conciencias. Mientras se habla de derechos, se construye un sistema de control ideológico en el que rezar es sospechoso y negarse a abortar es motivo de vigilancia. No se protege la libertad: se tolera solo mientras no contradiga el relato impuesto.
El contexto territorial en el que se han producido algunos de estos hechos añade una dimensión aún más inquietante. Los casos juzgados tuvieron lugar en el País Vasco, una comunidad donde durante años se han permitido —e incluso protegido— homenajes públicos a terroristas responsables de cientos de asesinatos, incluidos niños y bebés. Resulta difícil explicar a cualquier ciudadano que rezar ante un hospital pueda acabar en los tribunales mientras se tolera la exaltación de quienes sembraron el terror durante décadas.
Más aún cuando el propio PSOE y sus aliados han rechazado iniciativas destinadas a prohibir esos homenajes, al tiempo que impulsaban leyes para perseguir a ciudadanos pacíficos y señalar a profesionales sanitarios por su conciencia. No se trata de una contradicción casual, sino de una forma de entender el poder: indulgente con la violencia ideológica afín y despiadada con la disidencia pacífica.
Cuando rezar se convierte en sospechoso, cuando objetar es motivo de registro y cuando la ley se utiliza para intimidar en lugar de proteger, el problema ya no es una norma concreta, sino el modelo de sociedad que se pretende imponer. Y frente a esa deriva, la Justicia independiente sigue siendo, por ahora, el último dique de contención.
Felipe Pinto.




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