Hace muy pocos días nos hemos encontrado con el tremendo espectáculo de unos sindicalistas que, en Sevilla,insultaban, abucheaban y coaccionaban moralmente a la juez Alaya, sólo porque esta juez está instruyendo un sumario sobre las corrupciones que afectan a los llamados sindicatos de clase, Comisiones Obreras y UGT. Hay que destacar que los presuntos sindicalistas proferían esos insultos con una saña especial y que, además, eran de un machismo repugnante.
Hace muy pocas semanas tuvimos que contemplar cómo unos
energúmenos, de dudosa catadura moral pero inequívocamente de
izquierdas, gritaban desaforados a la puerta del hospital de La Paz de
Madrid, donde estaba internada, muy gravemente herida, la delegada del
Gobierno en la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, con la exigencia de que fuera expulsada de ese hospital, del que, por lo que gritaban, parecía que se consideraban los dueños exclusivos.
Hace muy pocos meses un grupo de manifestantes, convocados
por internet, se concentraba, sin haber pedido permiso gubernativo
alguno, delante del domicilio particular de la vicepresidenta del
Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría,
para gritar consignas contra ella, sin importarles que en su casa los
que viven son su marido y su hijo muy pequeño, a los que, en el colmo de
la villanía, pretendían asustar los valientes vociferantes.
Los tres hechos tienen bastantes características en común. La primera es que se trata de manifestaciones de posiciones de izquierda o de extrema izquierda,
pero que en ningún caso han sido censuradas o repudiadas por los
partidos de izquierda del arco parlamentario. La segunda es que se
trata, en todos los casos, de manifestaciones ilegales, es decir, que no
contaban con el preceptivo permiso. La tercera, y muy significativa, es
que se han dirigido contra mujeres, a las que se les ha atacado no sólo
en su condición de autoridades públicas, sino en su más estricta
intimidad. A la juez, en su aspecto físico. A la delegada del Gobierno,
en su difícil situación clínica. Y a la vicepresidenta, en su inviolable
domicilio familiar.
Y de las tres características que comparten estos tres
actos palmariamente ilegales, podemos sacar conclusiones que vienen a
arrojar graves sombras sobre el comportamiento de los participantes, por
supuesto, pero también sobre el comportamiento de los partidos españoles de izquierda en general.
Buscar el jaleo en la calle para lograr en la revuelta lo
que no se ha conseguido en las urnas es profundamente antidemocrático.
Aunque en algunos casos, desgraciadamente, ese comportamiento luego haya
tenido premios en las urnas, y ahí están los casos del «Prestige» y del
13-M. Pero, precisamente por eso, hay que extremar las cautelas para
que no vuelva a ocurrir. Y casos como estos en los que se pretende coaccionar a las autoridades públicas, no sólo saltándose la ley
que regula el derecho de manifestación, sino la más elemental decencia,
son un aviso para que todos los demócratas estemos en guardia frente a
los que creen que con su chulería y su matonismo pueden imponer su
voluntad por esa violencia de aparente baja intensidad que son el
insulto, la amenaza y la coacción moral.
El hecho de que hayan sido tres mujeres las víctimas de estas agresiones siniestras
nos obliga a una reflexión más acerca de la catadura moral de los
manifestantes. Si, en general, se ha echado en falta la denuncia sin
paliativos por parte de los partidos de izquierda, en estos tres casos
yo he echado en falta, todavía más, la réplica inmediata y radical de
las feministas de cuota, de esas asociaciones de mujeres que dicen
defender a las mujeres, pero que, en su sectarismo, sólo defienden a las
mujeres que piensan y actúan como ellas.
El matonismo en política es intrínsecamente perverso,
y un país que permanece impasible ante actos como estos es un país que
demuestra escasa sensibilidad democrática. Pero si al matonismo le
añadimos el machismo repugnante que ha acompañado estas manifestaciones,
tenemos una situación que debe encender todas las señales de alerta a
los ciudadanos que quieren convivir en libertad, en paz y en democracia,
y debe obligar a los poderes públicos a tomarse en serio lo de que la
ley caiga sobre los que la vulneran. Y no hay duda de que insultar de
forma machista, como se ha insultado a la juez Alaya, además de servir
para descalificar para siempre a los insultadores, es un delito que no
puede quedar impune.
por Esperanza Aguirre
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