Lo amo cuando Madrid es urgente alrededor de lo nuevo y hasta cuando Madrid es San Isidro y en Las Ventas se produce el holocausto de reses sin culpa. Lo amo cuando Madrid es Cibeles y es Neptuno festejando un balón. Incluso lo amo cuando se convierte en víctima como objetivo en forma de coche bomba que los criminales de la ETA hacen estallar en cualquier inocente calle. Quizás en estas circunstancias es cuando más lo amo, por su entereza, dignidad, paciencia y grandeza de llegar a perdonar lo imperdonable.
A pesar de no haber nacido en Madrid y de ser un activo fiscal de los extremos, en cualquier ciudad que visito, llámese New York, Lima o Buenos Aires o cualquier otra adonde encuentre un paciente "escuchador", me descubro hablando de Madrid, y el hacerlo me provoca una cierta inquietud porque inconscientemente tiendo a caer en lo que más procuro evitar, el fanatismo, pero finalmente me resigno y lo acepto porque se trata de Madrid y el amor me lleva a justifiar el desvarío. Por fortuna este tipo de exceso es inocuo porque responde a un sentimiento cabal, sin fisuras, auténtico como la calle de Alcalá o como el oso que se atiborra de madroños en la Puerta del Sol.
¡¡Ojo!!, no piense el lector que vivir en Madrid es dormir cada noche en un lecho de rosas. Nada de eso, y si no que intente atravesarlo con su coche un viernes a las seis de la tarde. A las seis en punto de la tarde, cuando son las seis en todos los relojes y se abren las puertas de todos los corrales y salen desbocados al ruedo del fin de semana los impacientes morlacos del hastío. Aplastan Madrid, ahogan Madrid, aturden Madrid. ”¡Ay qué terribles seis en punto de la tarde del viernes por la tarde!". A lo lejos espera la gangrena, el yodo, el asombro y el sonoro rubí giratorio del Samur. Aunque Madrid no sea un lecho de rosas y sean terribles esas seis en punto de la tarde del viernes por la tarde, aunque espere sin prisas la gangrena...
Amo Madrid, inevitablemente, inexorablemente.
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