Gracias a Vox, el Partido Popular ha tenido que recordar quién fue, o más bien, quién debería haber seguido siendo. Porque el PP, que nació como una fuerza de inspiración liberal y conservadora, hace ya tiempo que renunció a esos valores para convertirse en una versión edulcorada de la socialdemocracia.
Durante años, en nombre del “centrismo”, la “moderación” y el “consenso”, el PP fue abandonando todo lo que le daba identidad. Se alejó de la defensa sin complejos de España, de la familia, de la soberanía nacional y de la libertad económica. Prefirió por cobardía, adaptarse al terreno de juego que marcaba la izquierda antes que mantener sus principios. Y así, poco a poco, el partido que debía ser alternativa al socialismo terminó pareciéndose peligrosamente a él.
Hoy, el Partido Popular repite casi los mismos discursos que el PSOE, solo que con un tono algo más elegante aunque igual de destructivo. Habla de “igualdad de género”, de “diversidad”, de “agenda verde” o de “transición ecológica” con el mismo entusiasmo que los socialistas. Defiende la Agenda 2030 como si fuera un dogma, aplaude las políticas de Bruselas sin atreverse a cuestionar su impacto sobre la soberanía nacional y se muestra sumiso ante los dictados del globalismo europeo. En cuestiones de impuestos, inmigración, energía o educación, apenas hay diferencias reales entre el PP y el PSOE.
Y esto no ocurre solo en España. En Europa, el Partido Popular Europeo —la familia política a la que pertenece el PP— sigue exactamente el mismo camino. El PPE, que en otro tiempo fue el baluarte del conservadurismo y de la democracia cristiana, se ha convertido en un socio más del socialismo europeo. En el Parlamento Europeo, los populares y los socialdemócratas votan juntos en la mayoría de las decisiones importantes: apoyan la Agenda 2030, el Pacto Verde, las cuotas obligatorias de inmigración, las políticas de “diversidad e inclusión” y el modelo de una Europa burocrática que impone normas desde Bruselas a todos los Estados miembros.
De hecho, la propia presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, fue elegida gracias a una alianza entre el PPE y el Partido Socialista Europeo. Una votación que demuestra que, más allá de las siglas, ambos bloques defienden los mismos intereses y las mismas ideas. Por eso, cuando el PP español habla de “política europea responsable”, en realidad está hablando de aceptar sin rechistar los dictados de ese socialismo como buena socialdemocracia continental que es, disfrazada de “centro moderado”.
Frente a todo eso, Vox ha sido la sacudida moral que ha despertado a buena parte del electorado conservador. Vox ha recordado que hay otra España: una que no se arrodilla ante Bruselas, que no renuncia a su identidad nacional, que no confunde justicia social con dependencia del Estado ni libertad con relativismo. Vox ha devuelto a la política española la claridad ideológica que el PP perdió, y ha obligado a los populares a levantar de nuevo banderas que tenían olvidadas: la defensa de la unidad nacional, el control de las fronteras, la rebaja de impuestos, el respeto por la vida, la soberanía energética y la dignidad del trabajo frente a la cultura de la subvención.
Si no fuera por Vox, el PP seguiría instalado en una oposición cómoda, temerosa de molestar a la izquierda y preocupada solo por mantener su imagen ante los medios. Vox, con su irrupción, ha roto ese equilibrio de complacencia, obligando al PP a moverse, a definirse, a recuperar parte de su discurso original. No lo hace por convicción, sino por necesidad electoral, pero al menos lo hace.
El PP, que un día se proclamó liberal en lo económico y conservador en lo moral, acabó asumiendo el lenguaje de la izquierda: más impuestos, más gasto público, más Estado, más intervencionismo y más corrección política. Hoy, cuando Vox marca el paso en cuestiones esenciales, el PP intenta recuperar terreno con discursos que ya no suenan sinceros, porque durante demasiado tiempo renunció a defender aquello en lo que decía creer.
Y mientras tanto, los votantes observan con escepticismo. Ven que en Europa el PPE y el Partido Socialista Europeo aprueban juntos las mismas leyes, y en España, PP y PSOE votan de manera parecida en asuntos clave. Ven que se habla mucho de “consenso” pero nunca de principios. Que ambos partidos comparten una visión tecnocrática, burocrática y globalista, donde el ciudadano deja de ser protagonista y pasa a ser súbdito de un sistema que lo controla todo.
Gracias a la salida de Vox de los gobiernos autonómicos, y con ello a que el Partido Popular haya visto las orejas al lobo, hoy la derecha española vive una nueva etapa. Paradójicamente, Vox está consiguiendo ahora —desde fuera de los gobiernos— lo que no lograba estando dentro de ellos.
En comunidades como Baleares, la Comunidad Valenciana, Extremadura o Castilla y León, el PP ha comprendido que no puede ignorar a Vox sin pagar un alto precio político. Cuando Vox formaba parte de los gobiernos, los populares se sentían cómodos, confiados, creyendo que bastaba con ofrecer algunos cargos y dejar que el tiempo desgastara a su socio. Pero en cuanto Vox decidió retirarse, la realidad cambió: el PP perdió la coartada y se vio obligado a cumplir, punto por punto, muchos de los compromisos que antes relegaba o aplazaba.
Hoy, sin estar sentado en los Consejos de Gobierno, Vox marca la agenda desde los parlamentos autonómicos, ejerciendo una presión constante y eficaz. Sabe perfectamente que el PP necesita sus votos para aprobar presupuestos, leyes o medidas clave. Y Vox utiliza esa posición con inteligencia, imponiendo políticas de sentido común que la derecha tradicional había olvidado: reducción de gasto político, eliminación de chiringuitos ideológicos, rebajas fiscales, defensa del sector primario, control de la inmigración y protección de la lengua y la identidad nacional frente al separatismo.
Lo que antes parecía imposible —condicionar gobiernos sin ocuparlos— se ha convertido en una estrategia efectiva. Vox no necesita sillones para influir; le basta con tener principios claros y la firmeza suficiente para no ceder ante las presiones mediáticas. Eso es lo que el PP, durante años, fue incapaz de hacer: mantener una línea de coherencia sin miedo a los titulares ni a los ataques de la izquierda.
Y lo más revelador es que, gracias a esta nueva posición de fuerza desde fuera, Vox ha recuperado su independencia y su credibilidad ante sus votantes. Ya no puede ser acusado de compartir responsabilidades con un PP que a menudo cedía ante las exigencias de la progresía. Ahora Vox apoya lo que considera positivo para los ciudadanos, pero sin renunciar a su papel de vigilancia y oposición cuando el PP vuelve a las andadas.
En Baleares, Vox ha forzado al Gobierno autonómico a derogar políticas lingüísticas discriminatorias y a reducir estructuras administrativas inútiles. En Valencia, ha logrado que se revisen programas ideológicos de la etapa socialista y que se empiece a hablar de apoyo real a agricultores y pescadores. En Extremadura, ha mantenido firme la defensa del campo frente a los ataques de la burocracia verde europea. Y en Castilla y León, pese a las tensiones iniciales, ha conseguido que se mantenga un rumbo más conservador en materias educativas y familiares.
Todo esto demuestra que Vox no es un obstáculo para gobernar, sino una garantía de coherencia para la derecha. Y demuestra también que el PP actúa con mayor firmeza cuando siente la presión de su derecha que cuando se deja llevar por el elogio de la izquierda.
En definitiva, Vox está consiguiendo desde fuera de los gobiernos lo que no siempre podía lograr desde dentro: que el Partido Popular entienda que sus votantes no quieren medias tintas, que la gente no busca una copia del socialismo con corbata azul, sino una alternativa real.
Por eso puede decirse que gracias a Vox, el PP ha tenido que mirar de frente a su electorado y a sus promesas. Ha visto las orejas al lobo, y ha comprendido que, si vuelve a defraudar a sus votantes, habrá un partido dispuesto a recordarle quién es, y a ocupar su lugar sin complejos.
Y el electorado de derechas tampoco es tonto. En las próximas elecciones generales, todo esto se verá reflejado. Los ciudadanos sabrán distinguir entre quien mantiene su palabra y quien la vende al mejor postor. Y probablemente, Vox será premiado por su coherencia, mientras que el Partido Popular pagará el precio de su indecisión, de su tibieza y de su constante renuncia a defender lo que alguna vez decía representar. Porque los votantes pueden perdonar errores, pero no soportan la incoherencia.
Felipe Pinto




No hay comentarios:
Publicar un comentario