En España, hablar del pasado se ha convertido en un ejercicio de memoria selectiva. Se nos ha instalado una versión única, desgastada y repetida del franquismo en la que solo se subraya el autoritarismo y la falta de libertades políticas, pero se omite una parte fundamental de la realidad: durante los últimos años del régimen, España vivía una estabilidad económica, social y moral que ha desaparecido por completo en nuestras democracias modernas.
En los años finales del franquismo, especialmente desde mediados de los sesenta hasta comienzos de los setenta, el ciudadano medio vivía con un solo sueldo. Normalmente trabajaba el hombre, y con ese salario se podía mantener a toda la familia, pagar la vivienda, enviar a los hijos al colegio, comer, vestirse dignamente, ir de vacaciones e incluso ahorrar. Esto era posible porque el Estado no expoliaba al trabajador: casi no se pagaban impuestos. La presión fiscal era mínima. No existía el IRPF tal y como lo conocemos hoy ni el IVA que hoy se lleva el 21% de cada cosa que compramos. En su lugar, había tasas y pequeños pagos administrativos, pero el sueldo era prácticamente íntegro para la familia.
La vivienda, lejos de ser una quimera como hoy, era accesible gracias a las políticas de vivienda protegida impulsadas por el régimen. Miles de españoles, con ingresos modestos, podían comprar su primer piso con plazos razonables y seguridad. Y no solo eso: con el paso de los años, muchas familias llegaron a adquirir una segunda vivienda en la playa o en la sierra. Algo impensable hoy incluso para parejas con dos trabajos estables.
Pero el bienestar en aquella época no se limitaba a lo económico. Había otro tesoro que hoy se ha perdido por completo: la seguridad. La delincuencia era anecdótica. Cuando se producía un acto delictivo, salía en portada semanarios como El Caso o de diarios como Pueblo, Ya, Arriba, Informaciones, ABC o El Alcázar y era comentado durante días. En muchs poblaciones se vivía con las puertas abiertas. Los niños jugaban en la calle sin miedo a ser secuestrados ni agredidos. Las familias paseaban tranquilas, la gente bailaba, se relacionaba, vivía sin ansiedad.
Hoy, en cambio, vivimos en un país donde la inseguridad crece cada día. En muchas ocasiones, la delincuencia viene de la mano de la inmigración ilegal, amparada o tolerada por quienes gobiernan. Las calles están llenas de casos de agresiones, okupaciones, robos y violencia, mucho de ello protagonizado por individuos que no respetan nuestras leyes ni nuestra forma de vida, pero que aun así reciben ayudas, atención institucional y protección frente al ciudadano español.
Se nos dice que ahora vivimos en democracia, pero esa democracia se ha convertido en una máscara detrás de la que se esconde una tiranía mucho más sutil y mucho más dañina que cualquier dictadura del pasado. La libertad personal está cercada por normativas, leyes ideológicas, censuras encubiertas, persecución de opiniones y prohibiciones constantes. Nos imponen cómo vivir, qué pensar, qué consumir, qué celebrar y hasta qué palabras usar. Se ha llegado a un punto en que la libertad real del individuo es cada vez más pequeña.
Sí, se puede decir que el franquismo fue una dictadura política, y lo fue. Pero en lo personal, en lo cotidiano, la gente era más libre que hoy. No había esta red de prohibiciones, restricciones e imposiciones disfrazadas de “progreso” que estrangula nuestra vida diaria. Hoy nos encontramos ante un Estado gigantesco, hipertrofiado, sostenido por miles de políticos, asesores, organismos inútiles, redes clientelares y subvenciones que sangran al contribuyente.
Y lo más llamativo es que la mayoría de la población acepta todo esto sin rechistar. Nos han convertido en una sociedad dócil, acostumbrada a obedecer sin cuestionarse, convencida de que quienes gobiernan lo hacen por nuestro bien. Nos hablan de democracia y de libertad, mientras nos van quitando la una y la otra, poco a poco, sin que casi nadie se dé cuenta.
El problema real no es solo que nos gobiernen incompetentes, sino que los ciudadanos han sido manipulados para creer que esta decadencia es progreso. El buenismo, la propaganda ideológica y la corrección política han sustituido al sentido común, mientras quienes ostentan el poder —ya sea desde la izquierda o desde la derecha elitista— viven blindados, sin sentir los efectos de todo aquello que imponen.
Quizá sea hora de recordar quiénes éramos y quiénes somos. Porque lo que se ha perdido no es nostalgia: es dignidad. España fue un país en el que la clase trabajadora podía vivir con esperanza, en el que la familia era el centro y la libertad era tangible. Hoy nos han dejado un país endeudado, inseguro, empobrecido y confuso.
Y lo más doloroso es que nuestros políticos de hoy en día nos venden la situación como un gran logro de la democracia.
Felipe Pinto.




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