En España ocurre algo que ya no sorprende a nadie que siga mínimamente la actualidad: la extrema izquierda nunca es llamada por su nombre, mientras que el término “extrema derecha” se reparte con absoluta alegría contra cualquier formación o político conservador que cuestione el dogma progresista. Y, por supuesto, la etiqueta recae sobre Vox, un partido democrático, constitucional y plenamente integrado en la vida parlamentaria, al que sin embargo muchos medios sitúan en un espacio político donde nunca ha estado.
Mientras tanto, las verdaderas expresiones de ultraizquierda, aquellas que justifican o simpatizan abiertamente con dictaduras consolidadas como Cuba, Venezuela, Nicaragua, China o Corea del Norte, o con otras que están en el intento, como México, Brasil o Colombia, reciben un tratamiento mediático sorprendentemente blando. Se evita llamarlas “extrema izquierda” a pesar de que apoyan, blanquean o minimizan regímenes totalitarios que vulneran derechos fundamentales a diario. Ese doble rasero es ya un rasgo característico del periodismo español contemporáneo.
Desde hace años, una parte considerable del periodismo español ha asumido sin rechistar el marco ideológico de la izquierda. Y lo han hecho hasta tal punto que términos como “progresista” o “izquierdista” se aplican incluso a quienes sostienen posiciones afines a sistemas autoritarios, mientras que el mero hecho de ser de derechas basta para que te etiqueten como “ultraderechista”. Ese sesgo no afecta solo a medios abiertamente de izquierdas: periódicos, televisiones y radios tradicionalmente consideradas “centristas” han acabado replicando las categorías ideológicas de la izquierda sin análisis, sin crítica y sin rigor. De ahí que Unidas Podemos, Sumar y el resto de partidos que componen esa amalgama de formaciones de izquierda radical nunca aparezcan descritos como extrema izquierda, que Bildu raramente sea presentado como un partido que no ha condenado el terrorismo, que el PCE siga siendo mostrado como una fuerza “progresista” y que grupos abiertamente marxistas o comunistas nunca reciban la etiqueta que les correspondería según cualquier criterio politológico serio. Mientras tanto, a Vox y a líderes democráticos conservadores les cuelgan sin pudor el cartel de “ultraderecha”, aunque su programa, su acción parlamentaria y su comportamiento institucional sean completamente compatibles con la Constitución.
Lo más llamativo de todo es que, hoy en día, cualquiera que no se arrodille ante los dogmas del mal llamado “progresismo” es automáticamente tachado de fascista o extrema derecha. Ese es el mecanismo: si no repites el guion ideológico de la ultraizquierda, si cuestionas sus postulados o si simplemente discrepas, pasas a ser inmediatamente enemigo del “progreso”. La etiqueta ya no describe una posición política real, sino un insulto para silenciar al disidente. Por eso llaman extrema derecha a Vox: no por lo que propone, sino porque plantan cara al pensamiento único, porque no aceptan ni sus dogmas ni sus imposiciones. Y lo más grotesco es que hasta el Partido Popular, que lleva años actuando con una cobardía política monumental, plegándose sistemáticamente a los postulados de la Agenda 2030 e incorporando sin rechistar el marco mental de la izquierda, también ha sido señalado como “extrema derecha” cuando tímidamente se aparta de la línea oficial. Es el mejor ejemplo de hasta dónde llega esta manipulación: incluso quien se somete acaba recibiendo el mismo insulto si un día osa discrepar. En España, la izquierda ya no debate: etiqueta, señala y difama.
La realidad es sencilla: en España, quienes ponen en riesgo la democracia no son los partidos conservadores, sino aquellos que blanquean, justifican o se alían con ideologías que históricamente han destruido libertades y derechos fundamentales. El comunismo lleva más de un siglo sembrando el mundo de dictaduras, represión y millones de muertos. Sus regímenes actuales aún oprimen a cientos de millones de personas. Y en España, lejos de denunciar esta ideología totalitaria, muchos medios la presentan como una opción política respetable y hasta virtuosa. En cambio, un partido como Vox —que no ha apoyado ni apoya ninguna dictadura, que participa plenamente en las instituciones democráticas y que defiende la unidad nacional, la separación de poderes y la legalidad constitucional— es descrito como un peligro para la democracia por la sola razón de ser un partido de derechas.
Esa distorsión informativa es cada vez más evidente para una sociedad que ya no depende de los grandes medios para informarse. Las redes sociales, los canales alternativos y las plataformas independientes han roto el monopolio narrativo de los viejos periódicos y televisiones. Hoy cualquiera puede contrastar en segundos las etiquetas que los medios colocan a unos y a otros. Puede ver quién defiende dictaduras y quién no; quién perpetra censura y quién exige libertad; quién quiere imponer su ideología desde el poder y quién reclama debatirla en igualdad. La consecuencia es clara: cada vez más ciudadanos son conscientes de que gran parte de la prensa española opera bajo un marco ideológico preestablecido que pretende normalizar la extrema izquierda mientras demoniza a cualquier oposición que cuestione sus dogmas.
Al final, lo que estos medios están logrando es tirar su credibilidad a la basura. ¿Cómo confiar en quienes llaman “ultraderecha” a un partido democrático como Vox y al mismo tiempo blanquean a partidos que apoyan regímenes totalitarios? ¿Cómo creer en quienes manipulan el lenguaje hasta convertirlo en un arma ideológica? España merece un periodismo crítico, honesto y capaz de llamar a las cosas por su nombre. Mientras eso no llegue, tendrán que ser los ciudadanos con, al menos, un mínimo de valentía e intelecto, quienes desenmascaren esta total manipulación.
Felipe Pinto.




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