Todo un viaje por la noche madrileña de los 80 y 90: viva, elegante, nostálgica y luminosa, tal como la viviste tú, tal como la vivimos nosotros, los privilegiados...
I. Ya lo conté una vez…
Ya lo conté una vez: hemos sido una generación de privilegiados. Vivimos una noche que tenía alma propia, distinta, irrepetible.
Una noche que empezaba en la mirada de alguien y terminaba con el sol filtrándose entre las cortinas de un after cualquiera, o en un café con churros que sabía a gloria y a derrota al mismo tiempo. Éramos jóvenes, invencibles, y Madrid nos pertenecía.
La ciudad latía al compás de los neones, de los taxis que nunca dormían, del perfume caro y del humo del tabaco que dibujaba siluetas sobre las luces estroboscópicas.
Éramos dueños de una época en la que cada noche podía ser la última o la mejor de nuestras vidas, y eso bastaba para salir a buscarla.
Entre todas las puertas que se abrían a la madrugada, hubo una que cambió el mapa nocturno de la capital: Pachá Madrid, aquel templo de luces rojas y guirnaldas de cerezas no era solo una discoteca; era una manera de entender la noche. Entrar allí era atravesar un umbral donde el tiempo perdía importancia y el deseo, el ritmo y la belleza se convertían en religión. Los que lo vivimos sabemos que Pachá no era un local: era un escenario de historias, de excesos, de encuentros imposibles y de silencios cómplices.
Era un Madrid en su punto exacto de euforia, glamour y locura.
II. El templo de Barceló
Pachá en Madrid fue una idea brillante que unió el instinto del exitoso empresario Ricardo Urgell, creador de la mítica marca, con la visión teatral de los hermanos Alonso Millán, que habían transformado el antiguo cine Barceló en un teatro musical. Urgell supo ver el potencial de aquel espacio y decidió llevar hasta la capital el espíritu que ya triunfaba en Sitges e Ibiza. Era el tiempo de la movida madrileña, y todo parecía posible.
El resultado fue un escenario de la noche como nunca antes se había visto. Una fachada de esquina entera, iluminada de arriba abajo, que no pretendía pasar desapercibida. Las famosas cerezas, símbolo de la marca, apenas se veían, bien entre tanta luz o bien por oscuridades íntimas. Porque Pachá era eso: luz, movimiento, deseo y espectáculo, pero, al mismo tiempo, también complicidad e intimidad.
Por dentro, el diseño mezclaba lujo y ritmo. La pista central, las barras, las escaleras que conducían a otros niveles… todo estaba pensado para que la noche fluyera sin pausas. A la derecha del guardarropa, una escalera llevaba a un espacio reservado que se llamaría, con acierto, El Cielo. Pero eso será otra historia.
III. Los rostros de la noche
Y entonces, cuando ya estabas dentro, empezaban a desfilar los rostros de la noche. No era solo una discoteca: era un escaparate de una España que, por unas horas, se creía eterna y perfecta.
Allí se mezclaban modelos internacionales, actores, músicos, diseñadores, empresarios, toreros y aristócratas, todos respirando el mismo aire, bajo la misma luz roja y al ritmo del mismo compás. Había tantas mujeres y tan bellas que se haría imposible juntarlas ni en el mejor de los sueños.
Entre los más asiduos se encontraba una constelación imposible de repetir: los mejores diseñadores españoles, de entonces, como Juanjo Rocafort, Francisco Delgado, Jorge Gosalves, Manuel Piña, Luis Gómez, Juan Rufete y Antonio Alvarado; el decorador Pascua Ortega; la musa de la belleza: Lola del Páramo; o el empresario Pepe Barroso, alma de Don Algodón, eran parte de los asiduos. Muchas noches también se dejaban ver los fotógrafos Félix Sánchez-Luengo y Silvia Polakov, la RRPP de Loewe, Carmen Valiño, la sofisticada Syliane de Villalonga, los periodistas Marta Robles, Lidia Lozano, Sonia Segura y Carlos Ferrando, las hermanas Marta y María Chávarri, la propietaria de la famosa escuela de modelos, a la que daban nombre, Cruz Maison, y, junto a sus hermanas José y Fabiola, la seductora top model Cira Toledo.
El ambiente se mezclaba con el mundo del espectáculo: Antonio Flores, Nacho Cano, José Coronado, Quique San Francisco, Maribel Verdú, Adriana Vega, María Casal, Beatriz Escudero, Alejandra Grepi, Pepe Navarro, Mar Flores, Jenny Llada, Toni Isbert, Loreta Tovar, Rosario Flores, Marta Sánchez, Concha Rosales y Amparo Muñoz compartían noches con la troupe de Pedro Almodóvar —con Bibi Andersen, Alaska, Carlos Berlanga y hasta el mismísimo Antonio Banderas—, y con artistas como Miguel Bosé, que era recibido siempre como en casa.
También eran habituales Agustín Trialasos, el gran periodista de Diez Minutos, que solía acudir acompañado de María Kosty, Pepe Sancho, María Jiménez, Flavia Zarzo y Valentín Paredes, todos ellos nombres inseparables de aquella noche madrileña en la que la prensa, el espectáculo y la amistad compartían la misma pista de baile.
Por allí pasaban también personas tan dispares como Alberto Alonso Castrillo, los hermanos Charlie y Jaime García San Miguel, Sol Reino, las hermanas Lozano, los hermanos Quique y Gigi Sarasola, Angel Nieto, Jean Chenaf, Tino Pombo, Marisa Zamorano, Kiko y Fernando Benedicto, Eduardo Gimeno, los hermanos Quique y el "Chino" Martínez Fresneda, María Caro, Marta Bernard, Pilar Bay, Juanele Narbona “Woomper”, Bertín Osborne, Jose "el Pibe", las "Cachis", Bruno Arrojo, Paco Sotelo, Juan Carlos y Luciano Antequera, Miguel Fernández Ardavín, Vituqui Delgado, Asunta Fernández-Ávila, su marido, el empresario catalán y piloto de motocross Félix Millet, Natalia de la Guardia, el arquitecto Charly García o el director de cine Javier Elorrieta. Entre los toreros, Rafa Camino y Julio Aparicio aportaban ese toque castizo y nocturno que tanto encajaba con la estética de Madrid en aquellos años.
El local también era punto de encuentro para la aristocracia joven de la época: Alfonso de Hohenlohe, Maximiliano de Habsburgo, los hermanos José Miguel y Jorge Fernández Sastrón, Lorenzo Queipo de Llano, Cayetano Martínez de Irujo, Simoneta Gómez-Acebo, Jaime Martínez Bordiú, Isabel Sartorius, los hermanos Lapique, los Closas, los Cavero, Riqui y Ramsés Trujillo, Gonzalo de la Cierva, Pocholo Martínez Bordiú, Rodrigo Moreno de Borbón o Gonzalo Ussía.
Y, por supuesto, las modelos españolas, envidia en todo el mundo, que daban a la noche ese aire inconfundible de elegancia y belleza natural y entre ellas: Alicia Moro, Herminia Díaz-Deus, Carmen Manzano, Diana Mendoza, Candela Dolado, Roxana Dipré, Mapi y Paloma Guerra, Isabel Bastos, Mamen del Valle, Paloma Morales, Ángeles Belmonte, Lourdes Soto, Luz Vidal, Damaris Montiel Guevara, Malgorzata Dobosz, Vicky Hombravella, Enriqueta Domínguez, Mar Saura, Kika Aparicio, Alba Greco, Rossy, Margarita Vallejo, Blanca Suelves, Pilar Rey y Vaitiare, conocida por su romance con Julio Iglesias, nombres que evocan toda una generación de extraordinarias mujeres que marcaron estilo dentro y fuera de las pasarelas.
Entre los restauradores, dos figuras también muy presentes en aquellas noches: Alduccio Sebastianelli y Teo Bello, que aportaban su toque de sofisticación, siendo cómplices habituales de ese circuito de cenas y copas donde se decidían modas, amistades y destinos.
Y, como no podía faltar, la gente más guapa, símbolo del glamour y el buen gusto de aquellos años: Teresa de la Cierva, María y Marta Barroso, Eugenia Santana, Carmina Ordóñez, Jorge Juste, los Silva, Mónica Schwartz, Pepe Herguedas, los hermanos Arango o Víctor Huerta, nombres que daban al conjunto un brillo social y una distinción que hacían de cada noche en Pachá una pequeña pasarela de la vida madrileña, como también lo daban Guillermo Furiase, Jorge Salati y los imprescindibles Pepe Vela, Colli Martínez Ballesteros y Jay Sicre, tres nombres inseparables del ambiente nocturno madrileño.
Los D.J. como Carlos Capdevila, Michael Clarenbeck, Alí, Plumy o Pablo, ponían la banda sonora de aquellos años de libertad y exceso. Todo convivía en armonía: el éxito y la bohemia, la moda y el arte, la música y el lujo, el talento y la improvisación. Era el ecosistema perfecto de la noche madrileña, donde cada rostro tenía su papel, su lugar y su momento.
Y, amigos, entre todos ellos, yo también estaba allí. Porque, al fin y al cabo, vivía la noche desde dentro: en esa época dirigía discotecas (Vanity, Empire…), o regentaba bares de moda (Lista 5, El Diezy7). Y aun así, siempre, al final de cada jornada, acababa en Pachá. Era para mi el feliz y merecido colofón a una jornada de trabajo.
Esa época era así, podías haber trabajado, cenado, soñado o amado en otro sitio… pero la noche, tarde o temprano, acababa en Barceló.
IV. El alma de Pachá
El corazón de todo aquello lo marcaban sus directores en diferentes etapas, Philippe Portrón, Miguel Arribas y Tommy Botas, tres hombres distintos pero unidos por una misma pasión: mantener el ritmo y el ambiente de un templo que nunca dormía. Cada uno aportó su estilo: la elegancia y humanidad francesa de Philippe, el dominio organizativo de Miguel y el toque renovado, moderno y cercano de Tommy.
Pero si hay un nombre que resume el espíritu de las relaciones públicas de aquellos años, ese fue Andy Mendoza.
Andy lo era todo: divertido, generoso, el tipo más querido y conocido de la noche madrileña. Sabía quién era quién, a quién invitar, cómo equilibrar las mesas y, sobre todo, cómo hacer que todos se sintieran parte de algo especial. Era el alma alegre y desbordante de la casa.
Junto a él trabajaban Lourdes Barroso, hermana de Pepe Barroso, que ponía el toque elegante y familiar; Alberto Sanz “Cara Lápiz”, Fernando Porcar, Juan Navarro, Quique Fernández, Juanjo "el Mago" y Dino Temani, cada uno con su estilo propio, pero todos con una habilidad innata para mover el ambiente, llenar la sala y hacer que cada noche fuera distinta.
En la puerta, Giorgio, el mítico portero con las manos más grandes que he visto en mi vida, imponía respeto con solo mirarte. Era un gigante amable, el guardián de la frontera entre la calle y el paraíso. A su lado, Martín Castaño impartía el pavor entre los que visitaban Pachá con su autoridad silenciosa, decidía quién no pasaba, quién pagaba y quién tenía el privilegio de entrar gratis. Y antes incluso de ellos, en los primeros tiempos del local, estuvo Norberto Navarro, uno de los porteros fundacionales de Pachá, cuya figura quedó grabada en la memoria de toda una generación. Norberto, además, fue DJ de la mítica discoteca Mau Mau, donde su nombre se convirtió en referencia obligada de la noche madrileña.
Incluso los aparcacoches formaban parte de la experiencia. Saludaban, sonreían, sabían los nombres, guardaban secretos y devolvían los coches con la misma clase con la que los habían recibido. Daban la bienvenida y la despedida a una noche que empezaba y terminaba con estilo.
Entre los camareros destacar a Manuel del Pozo, Carlos Navas, Ricardo Martínez y Martín Lechuga, profesionales intachables que se movían con la precisión de un coreógrafo, atentos a cada gesto, a cada copa vacía, a cada detalle que podía arruinar o salvar una noche. Y en el office, el incansable Pepito Muñoz, indispensable, siempre al pie del cañón, contaba con gracia sutil los chismes de cada noche.
Eran todos parte de una familia. Una familia que funcionaba sin palabras, a base de miradas, de gestos, de un lenguaje silencioso que solo quien ha vivido la noche de verdad puede entender.
Porque Pachá no hubiera sido lo que fue sin ellos. Ellos fueron el alma invisible del glamour, los que daban vida a las luces, los que sostenían el ritmo y el prestigio de aquel templo. Su profesionalidad, su fidelidad y su alegría marcaron la diferencia. Y aunque los años hayan pasado, su recuerdo sigue tan vivo como el eco de la música que una vez llenó aquellas paredes.
V. Luces, excesos y leyendas
En aquellos años, Pachá abría todos los días, y cada día era una fiesta distinta. De lunes a domingo, las luces rojas del esquinazo de Barceló eran una llamada irresistible.
Dentro, el ambiente era una sinfonía de luces, humo y música. No existía aún el house, ni el acid jazz, ni esas tendencias electrónicas que vendrían después. Lo que sonaba era soul, funky y pop; música que hacía bailar con el cuerpo entero, con ritmo, con alma.
Los DJs mezclaban con intuición, no con tecnología: sabían leer el aire, la mirada de la gente, la energía de la pista. Y cuando las luces psicodélicas empezaban a girar, todo se convertía en un baile hipnótico, una comunión colectiva entre el deseo, la música y la noche.
Las botellas de whisky, ginebra, vodka y champán francés circulaban de mesa en mesa. En todos los rincones se bebía de todo, y el brindis era una especie de saludo universal. El sonido del hielo en los vasos era parte de la banda sonora. Había algo elegante incluso en la forma de beber; el gesto medido, la sonrisa compartida, el sabor del lujo que no necesitaba ostentación.
Y, claro, también existían los secretos prohibidos de la noche, esos que todos conocían, pero nadie decía en voz alta. Bastaba un gesto, una mirada cómplice, una breve desaparición y el regreso con la chispa en los ojos y la conversación ardiendo. Era parte de aquel tiempo, tan natural entonces, como el humo del tabaco o el perfume caro. No había pudor ni conciencia del riesgo: solo la sensación de euforia, de energía, de una magia inmediata. Con los años, esos juegos se tornaron más oscuros y vacíos, sin tanto encanto ni alma, sellando el fin de una época.
Pero nada puede empañar el recuerdo de aquella noche con alma propia, distinta a todas, donde cada amanecer parecía una victoria. La pista de baile era un confesionario laico: allí se celebraban los éxitos, se lloraban las derrotas y se buscaba, sin saberlo, un pedazo de eternidad. Los cuerpos se movían con una libertad que hoy resulta impensable. No había miedo al qué dirán, ni teléfonos con cámaras que lo registraran todo. Solo la música, el deseo y la certeza de estar viviendo algo que siempre era imprevisible.
Y así fue. Cuando los años noventa avanzaron, el brillo empezó a atenuarse. La música cambió, la gente cambió, el espíritu cambió. Pero los que vivimos aquella época sabemos que esos días fueron irrepetibles. Fuimos una generación que se entregó a la noche sin miedo, que bailó hasta perder el sentido del tiempo, que amó bajo luces psicodélicas y despertó con el sol filtrándose entre las persianas. Una generación que, sin saberlo, estaba escribiendo la historia de la noche madrileña más intensa, más libre y más humana que haya existido.
El ritmo era constante, frenético, casi heroico, hasta que, con el tiempo, las costumbres cambiaron: la gente empezó a salir solo jueves, viernes y sábado. Los domingos, lunes y martes el local empezó a cerrar y los miércoles apenas se llenaba media sala. Había terminado la era en la que salir todas las noches era una forma de vida.
VI. El Cielo de Pachá
A cada lado del hall de entrada, unas escaleras subían hacia un mundo aparte. Eran unas escaleras cortas, curvas, majestuosas, de las que todos sabían que, tras ellas y previo paso por el Scotch, se abrían las puertas al Cielo.
Las Relaciones Públicas del Cielo formaban un equipo único, elegante y eficaz. Además de Marilé, allí estaban Rosetta Montenegro, Sandy Marton, Andy Mendoza, Lourdes Barroso y Marta del Pino, inolvidable, guapísima, encantadora y siempre sonriente. Todos ellos daban luz al ambiente, cada uno con su estilo, acompañando a los clientes, presentando a unos y otros y creando una atmósfera donde todos se sentían especiales sin esfuerzo.
VII. El final de una era
"Nada dura para siempre, ni siquiera las noches que parecían eternas".
A mediados de los noventa, algo empezó a cambiar en Madrid, en la gente, en la forma de salir, en el modo de mirar la vida.
De repente, la noche dejó de ser un espacio de libertad y magia para convertirse en un producto más, medido, vigilado, repetido.
Y con ese cambio, Pachá también empezó a transformarse. Llegaron nuevas modas: la música house, los ritmos electrónicos, los láseres, los móviles, las cámaras digitales. Se acabaron las conversaciones interminables, los encuentros inesperados, las risas que nacían de la improvisación. Todo comenzó a tener un guion, una pose, un objetivo. La espontaneidad fue sustituida por el espectáculo, y la noche perdió ese aroma de misterio que la hacía única.
Los relaciones públicas ya no eran anfitriones que conocían a todos por su nombre, sino gestores de listas y reservas. Las miradas fueron reemplazadas por los flashes, y los silencios por el ruido. El alma se fue diluyendo entre copas demasiado caras y rostros demasiado serios. Y quienes habíamos conocido la otra noche, la de verdad, empezamos a mirar alrededor y a sentir que el hechizo se había roto.
Cuando Pachá Madrid cerró sus puertas por primera vez, no fue solo un local el que desapareció, fue el fin de un estilo de vida, de una forma de entender la diversión, la amistad, la elegancia y el exceso. Porque Pachá no era una discoteca: era un lenguaje, una actitud, una manera de estar en el mundo y su cierre fue como ver caer el telón de la última función de un teatro que había marcado nuestras vidas.
Nosotros, los que lo vivimos, sabemos lo que se perdió. El bullicio alegre, los saludos en la barra, los brindis compartidos, las madrugadas con sabor a promesa cumplida. Esa mezcla de lujo y desenfado, de glamour y cercanía, de belleza y verdad. Y sobre todo, aquella sensación de libertad absoluta, de que todo era posible bajo las luces rojas de ese edificio de la calle Barceló.
Hoy, cuando paso por allí y miro esa fachada, todavía escucho el eco lejano de la música, las risas, el tintinear de las copas. A veces me parece ver las sombras de los que fuimos, de los que estaban y ya no están, subiendo al unísono las escaleras, buscando una última canción, una última mirada, un último instante que nos hiciera sentir vivos.
Pero no hay tristeza en ese recuerdo, solo agradecimiento, porque tuvimos la suerte de vivirlo, de ser parte de algo que ya nadie podrá repetir. Fuimos los testigos de una época irrepetible, los privilegiados de una noche que tuvo alma, cuerpo y corazón.
Y aunque el tiempo haya pasado, cada vez que cierro los ojos y pienso en Pachá, el ritmo vuelve a sonar, las luces se encienden, y todo regresa, intacto, como si nunca se hubiera ido.
Epílogo
Han pasado los años, y la noche ya no es la misma. Las luces son distintas, los rostros también, y el silencio de las calles parece haber borrado el eco de aquellas madrugadas que parecían no tener fin. Pero en mi recuerdo todavía suena una melodía.
En mi mente aun siguen presentes cerezas encendidas, neones temblando, paseos, risas, saludos, abrazos, promesas que se hacían sin pensar que el amanecer las disolvería.
Pachá fue mucho más que una discoteca. Fue un punto de encuentro, un escenario, un estado de ánimo. Era un lugar de encuentro en el cual podías salir solo, a cualquier hora de la noche, sabiendo que si ibas a Pachá te ibas a encontrar no a una, sino a muchísimas personas conocidas, con las que podías pasar las horas más divertidas y felices de la noche. Era un espacio donde Madrid se miraba a sí misma en el espejo de su juventud y se descubría hermosa, libre, valiente. Acaparadora de la moda y el arte, del talento y el deseo, del lujo y la locura. Fue una ciudad dentro de su propia ciudad, con su propio idioma y su propio ritmo.
Los que lo vivimos, lo sabemos: no hay nostalgia sin orgullo. Fuimos parte de algo irrepetible, de un tiempo en el que las noches tenían alma y la felicidad no se medía en fotografías, sino en recuerdos compartidos. No éramos conscientes que estábamos viviendo Historia.
Como decía, hoy, cada vez que paso por delante de lo que fue aquel templo, siento una mezcla de vértigo y ternura. Pachá fue eso: un sueño.
Y los sueños, cuando son verdaderos, no se apagan con las luces. Siguen ahí, latiendo en quienes los vivieron. Porque hubo una vez una generación que tuvo el privilegio de bailar entre las estrellas y aunque el tiempo haya pasado, su música sigue sonando.
Felipe Pinto




Eres un romántico y un poeta, querido Felipe. Sin duda un lugar mágico y especial que marcó nuestras vidas en esa etapa dorada que es la juventud. Bonito repaso.
ResponderEliminarY los carteles e invitaciones de Miguel Garcia Caridad…
ResponderEliminarQué bien , con tanto amor y pasión describes y todo lo que significó Pacha ...todos los que lo vivimos ...sabemos.
ResponderEliminarGracias Felipe , por hacernos recordar ese tiempo maravilloso...
Q grande el gordo Andy un crac y Sandy también
ResponderEliminarMuy bien escrito
ResponderEliminarQué recuerdos! Diría que imposible de repetirse la espontaneidad con la que se vivía la noche, y la vida misma, en aquella época. Cuanta devoción se merece. Bravo Felipe!
ResponderEliminarNo te has dejado a nadie en el tintero, Increíble !!!!!
ResponderEliminarSi se dejó al mejor relaciones de Madrid.
EliminarBueno unos cuantos faltan el Mago , Nacho Vega , los Barden , Pino Sagliocco, los cortina , Serantes, Angel Nieto , etc etc pero si en global está bien
EliminarMe ha encantado, Felipe, no te has olvidado de casi nadie... Qué tiempos, qué vida y qué privilegio haberlos vivido. Un fuerte abrazo
ResponderEliminarY qué fue de ABELARDO el mejor relaciones que ha tenido Madrid??
ResponderEliminarSi se olvidó de Abelardo, el mejor relaciones de Madrid. !!
ResponderEliminarAbelardo, que yo sepa, fue RRPP de Joy Eslava, no de Pachá...
EliminarBastaba un gesto, una mirada cómplice, una breve desaparición y el regreso con la chispa en los ojos y la conversación ardiendo
ResponderEliminarFantástica y poética manera de escribir.
Muy buen artículo, Felipe
Gracias traducir tan bien en palabras esa sentimiento esas emociones y esa vida
ResponderEliminarQue maravilla como escribes, de verdad que fuimos unos afortunados de haber vivido esas noches de Pacha! Yo estaba ahí al pie del cañón todas las noches… muchas con mi gran amigo, el añorado modisto Luis Gómez. Mi tiempo se dividía entre la cabina con Alí o Carlos CAPDEVILA, el pétalo al lado del baño de chicas arriba, las escaleras (hasta que venía Fortuny y nos echaba a todos 🤣) y por supuesto,la pista. Que buenos recuerdos!
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