"Lo importante no son los años de vida sino la vida de los años".

"Que no os confundan políticos, banqueros, terroristas y homicidas; el bien es mayoría pero no se nota porque es silencioso.
Una bomba hace más ruido que una caricia, pero por cada bomba que destruye hay millones de caricias que alimentan la vida".

Al mejor padre del Mundo

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sábado, 22 de noviembre de 2025

POR DÓNDE MADRID LO ROMPE

 


El Madrid de los Austrias lo observa desde arriba como un viejo rey fatigado que conociera cada una de sus derrotas, un monarca de piedra que ve avanzar a ese hombre que camina despacio por las calles empedradas, con los hombros encogidos y el paso torpe de quien ha pasado demasiadas noches en vela y con demasiadas verdades ocultas en los bolsillos, verdades que pesan más que los nudos del alma y que laten como secretos húmedos que nunca encuentran descanso. 

A veces parece que habla solo, pero en realidad sostiene un diálogo silencioso con las sombras que lo acompañan, esas siluetas densas que arrastra desde hace años, fantasmas de decisiones tomadas a destiempo, promesas susurradas al alba y traicionadas sin remedio la noche siguiente, como cuerdas que se rompen siempre en el mismo punto por más que uno intente anudarlas de nuevo.

Dicen que es un caballo, pero no uno noble ni veloz, sino un animal oscuro, testarudo y salvaje que arrastra todo lo que toca hacia callejones húmedos donde la esperanza se deshace como papel mojado, hacia portales sin nombre que no guardan ninguna promesa, hacia habitaciones donde la vida se apaga lentamente como una vela sin aire que parpadea antes de morir. Cada vez que uno sube a su lomo sabe, sin que nadie se lo tenga que explicar, que el regreso será más difícil y la caída más profunda, como si cada viaje cavara un escalón más en la tumba íntima que uno lleva dentro y a la que, tarde o temprano, acaba descendiendo.

Al llegar a la Plaza de la Paja, las farolas parecen temblar con una luz amarillenta que casi delata lo que él intenta ocultar, y las piedras antiguas, testigos silenciosos de demasiadas madrugadas rotas, lo observan con una mezcla de desconfianza y compasión que solo tienen los muros viejos. Sin embargo, él sigue sin mirar atrás, avanza como si la huida fuese su única forma de respiración posible, un último gesto de supervivencia aprendido a base de heridas. Finalmente se detiene y entra en un bar desgastado de San Andrés donde lo conocen pero nadie dice su nombre, porque aquí los nombres no importan: importan las heridas que cada uno carga como una cruz invisible, esas que se esconden bajo la ropa y se imprimen en la mirada.

Una radio mal sintonizada vomita noticias sobre pruebas y resultados, sobre temores que otros intentan ordenar con palabras asépticas, pero él no escucha, porque hace tiempo que dejó de enfrentarse a cualquier “fallo”, sabiendo ya demasiado bien que en su caso los positivos siempre llegan tarde y los negativos jamás ofrecen un alivio verdadero, apenas un suspiro que se desvanece antes de nacer. 

En una esquina, una mujer canta con voz quebrada, una voz que parece arrastrar siglos de tristeza. Sin saberlo, entona la historia de una vida detenida, de un amor petrificado como un bodegón triste que ya no despierta ni a los vivos, y él la contempla durante un instante y reconoce el vacío, esa sensación de ser parte de una naturaleza muerta que aun así sigue avanzando por pura inercia, como un viejo reloj sin cuerda que se niega a desistir.

Cuando sale a la calle, la noche adquiere un peso más denso y los gigantes regresan, esos monstruos interiores que Antonio Vega sabía capturar sin necesidad de nombrarlos y que se alimentan de los temores más pequeños, creciendo con cada titubeo del alma. 

Él los siente detrás de cada esquina, agazapados como perros hambrientos, esperando el momento oportuno para morderle la nuca y recordarle que la oscuridad también guarda memoria y que no olvida a quienes alguna vez la invocaron.

En la calle Segovia, la visión de una madre que camina tomada de la mano de su hijo lo rompe por dentro, tal vez porque esa escena le recuerda que hubo un tiempo en el que alguien también lo sostuvo con firmeza para evitar que cayera, y aun así cayó, no por falta de amor sino porque existen heridas invisibles incluso para los ojos más atentos. 

Bajo el Viaducto, una mujer lo intercepta y sus ojos no preguntan, porque ya conocen todas las respuestas. Suben juntos a su piso, al sitio de su recreo, un cuarto antiguo de vigas torcidas y ventanas bajas donde el tiempo parece moverse con una lentitud antigua, como si el aire mismo estuviera fatigado.

Él no lleva amor, ni ella trae salvación. Tan solo buscan apagar durante un instante la maquinaria dolorosa que ambos arrastran como un órgano adicional, siempre palpitante, siempre vigilante. La mesa es pequeña pero suficiente; sobre ella aguardan los polvos, el vidrio y el metal punzante, ordenados como un altar sombrío preparado para un ritual sin gloria. 

Ella lo observa como quien presencia una despedida repetida cien veces, y él siente que algo dentro de su ser clama por ayuda, pero la voz es tan tenue que se desvanece antes de alcanzar la garganta. 

La aguja entra, y con ella la ciudad entera se disuelve: primero el miedo, luego el temblor, después la culpa, dejando un silencio profundo, un abismo oscuro donde se precipitan todos los recuerdos que uno creyó haber abandonado para siempre.

Y en ese instante, justo antes de deshacerse del todo, contempla Madrid a lo lejos: la Plaza Mayor desperezándose lentamente, los portales abriéndose con suavidad, las palomas elevándose en un vuelo grisáceo como si anunciaran un día que quizá no le pertenece. El amanecer se insinúa despacio, pero para él aún no amanece, no del todo, no todavía. Madrid lo sostiene y lo rompe, lo destruye, lo acuna y lo empuja al vacío con la misma mano, y él lo sabe, pero continúa avanzando, porque sin esta ciudad no sería nadie y con ella, tampoco, ya no sabe ni quién es ni como acabará.

Felipe Pinto. 



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