"Lo importante no son los años de vida sino la vida de los años".

"Que no os confundan políticos, banqueros, terroristas y homicidas; el bien es mayoría pero no se nota porque es silencioso.
Una bomba hace más ruido que una caricia, pero por cada bomba que destruye hay millones de caricias que alimentan la vida".

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miércoles, 3 de diciembre de 2025

AQUELLOS TIEMPOS DEL ROCK-OLA

 


Hubo un tiempo —un tiempo que hoy parece un sueño visto desde lejos— en que Madrid descubrió que podía reinventarse cada noche. No era todavía la ciudad cosmopolita y segura de sí misma que presume de modernidad; era algo más frágil, más prometedor y más libre. Una ciudad que empezaba a desabrocharse la camisa después de décadas demasiado abotonadas y a permitir que sus jóvenes hicieran de la noche una patria. Y en ese despertar, algunos locales —grandes, pequeños, ocultos, míticos— se convirtieron en refugios y motores de una generación dispuesta a cambiarlo todo.

Antes de que Madrid pronunciara con devoción el nombre del Rock-Ola, hubo otros templos donde ya se estaba gestando algo poderoso. El primero, quizá el más decisivo, fue el Marquee, cerca de la Avenida de América. Era un local imperfecto, estrecho y lleno de calidez desordenada, donde grupos primerizos como Los Secretos, Nacha Pop, Mamá o Mermelada tocaban como quien abre una ventana para que entre aire nuevo. Allí la música sonaba cruda, sin adornos, y uno podía sentir que Madrid empezaba a soltar lastre. El Marquee era un laboratorio de futuro: todas las noches ocurría algo que aún no tenía nombre, pero que pronto lo tendría.

Muy cerca, en el barrio de Malasaña, se formaba otra constelación de garitos donde la ciudad aprendía a ser moderna. En el Pentagrama, el Penta para todos, las copas se mezclaban con guitarras melancólicas y conversaciones interminables; uno entraba pensando que tomaría sólo una y salía horas después con la sensación de haber encontrado una familia improvisada. La Vía Láctea, con su estética psicodélica y sus luces de ciencia ficción, parecía un planeta aparte, un lugar donde convivían vinilos de culto con la ansiedad creativa de una ciudad que quería crecer de golpe. Y alrededor de ellos, decenas de bares, reuniones privadas, exposiciones improvisadas, galerías emergentes y fiestas que empezaban con dos personas y acababan llenando una calle entera.

En ese clima de efervescencia llegó el verdadero pórtico de la Movida: el homenaje a Canito. Ocurrió el 9 de febrero de 1980, en la Escuela de Caminos, y no hubo nada planeado para que pasara a la historia. Canito, batería de Tos —la banda embrionaria que muy poco después se transformaría en Los Secretos— había muerto en Nochevieja en un accidente absurdo. Sus amigos no querían olvidarle, así que organizaron un concierto para despedirle con música. Iba a ser algo pequeño, casi íntimo; una reunión de los habituales de los locales de ensayo de Tablada y de la Prospe. Pero la noche se desbordó: subieron al escenario Nacha Pop, Paraíso, Alaska y los Pegamoides, Mamá, los Bólidos, los Trastos, Mermelada… y, sin saberlo, dibujaron la primera foto de familia de una generación nueva. Aquella noche, sin pretenderlo, fue el verdadero comienzo de la Movida Madrileña.

El latido creció con fuerza en los años siguientes. El Concierto de Primavera de 1981, con miles de jóvenes viviendo ocho horas de música sin respiro, confirmó que Madrid estaba cambiando. La Movida ya no era un rumor entre Malasaña y el Rastro; era una ola que se expandía a todas las artes. La música —con Alaska, Nacha Pop, Radio Futura, Los Secretos, Paraíso, Aviador Dro, La Mode, Las Chinas, Parálisis Permanente y tantos otros— se convirtió en su primer lenguaje, pero no estuvo sola. El cine explotó con Almodóvar, Colomo y Trueba; la pintura y la fotografía estallaron con Ouka Leele, García-Alix, Ceesepe, Costus; la moda rompió con Ágatha Ruiz de la Prada; la literatura, los fanzines, la televisión, el diseño gráfico, los graffitis y la prensa musical acompañaron ese cambio profundo. Era la primera vez que la libertad se vivía no sólo en las urnas, sino en la estética, en la calle, en los bares, en la música, en las conversaciones a las cuatro de la mañana.

Y en ese ecosistema nocturno, cuando todo estaba preparándose, llegó la explosión definitiva: el Rock-Ola. Un local más grande que todos los anteriores, una sala que parecía no estar en Madrid sino en una versión adelantada de la ciudad. Entrar allí era entrar en el futuro. Con su escenario bajo, su público apretado, sus luces brillantes y su atmósfera vibrante, el Rock-Ola se convirtió en la catedral eléctrica de la juventud. Allí convivían punks, mods, nuevos románticos, hippies tardíos y modernos que estrenaban estética cada semana. No había jerarquías ni etiquetas: era el único lugar donde todo el mundo tenía derecho a ser quien quisiera.

Las noches del Rock-Ola fueron intensas, sudorosas e inolvidables. Por allí pasaron Aviador Dro, Radio Futura, Parálisis Permanente, Gabinete Caligari, Los Elegantes, Las Chinas, Loquillo… y también los truenos internacionales: Siouxsie, Iggy Pop, Echo & The Bunnymen, The Stranglers, New Order. La música era un cuerpo vivo que lo invadía todo. Uno salía del Rock-Ola con la sensación de haber vivido un capítulo secreto de la historia.

Pero las noches perfectas, como las épocas perfectas, no saben durar. Cuando la Movida empezó a repetirse a sí misma y el éxito convirtió lo espontáneo en pose, el hechizo comenzó a agrietarse. El cierre del Rock-Ola en 1985, tras aquel suceso trágico en la calle, marcó simbólicamente el final de una época. Los 90 intentaron olvidarla, pero la Movida volvió más tarde en libros, documentales, películas, reediciones y homenajes. Hoy, locales como el Penta o la Vía Láctea siguen siendo refugios para quienes buscan un eco de aquel latido perdido.

Porque aquellos tiempos del Rock-Ola —y de todos los garitos que lo precedieron— no fueron sólo música ni estética ni moda: fueron una forma de estar vivos. Una libertad recién estrenada, una juventud que quería inventarse, una ciudad que aprendió a brillar en la oscuridad.

Madrid ya no volvió a ser el mismo, nosotros tampoco.

Felipe Pinto. 

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