"Lo importante no son los años de vida sino la vida de los años".

"Que no os confundan políticos, banqueros, terroristas y homicidas; el bien es mayoría pero no se nota porque es silencioso.
Una bomba hace más ruido que una caricia, pero por cada bomba que destruye hay millones de caricias que alimentan la vida".

Al mejor padre del Mundo

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jueves, 4 de diciembre de 2025

CRÓNICA DE ESAS NOCHES DE ÉLITE



Hablar de la noche de Madrid es hablar de una educación sentimental que empieza mucho antes de pisar una gran discoteca. En mi caso, todo comenzó cuando tenía apenas quince o dieciséis años, con aquel grupo de amigos que, como tantos de nuestra generación, descubrimos por primera vez la libertad en los alrededores del estadio Santiago Bernabéu. Eran fines de semana ingenuos y vibrantes, donde la noche todavía tenía algo de rito iniciático. Los pubs ingleses de la zona —Camino Real, Royalty, Mister Can, Parsifal— nos recibían como templos modernos donde uno empezaba a intuir que Madrid, cuando caía el sol, se convertía en otra cosa. Muchos de ellos tenían una pequeña discoteca en la planta baja: espacios oscuros, sin barra, concebidos casi exclusivamente para el baile lento, donde las parejas aprovechaban la penumbra para rozar un primer romanticismo.

Muy cerca, en Concha Espina, estaba también la legendaria Valentín, junto al restaurante Alduccio. Aquel era otro de esos locales diseñados para bailar pegados, donde la luz tenue ocupaba el lugar que más tarde ocuparía la sofisticación. Por esos mismos años surgió también Pussycat, en la Avenida de Brasil: pequeña, sin barra pero con office, oscura e íntima, muy parecida en espíritu a Valentín.

La zona del Bernabéu ofrecía mucho más. En las calles perpendiculares a Orense y General Moscardó se abrían otros dos lugares míticos para los jóvenes de entonces: La Fontana, en la calle Hernani, y Topaz, en la plaza de la Basílica. Allí el ambiente era distinto: más dinámico, más de pandillas, con música rápida y con una mezcla explosiva entre la gente pija de la zona y los macarras que venían de La Ventilla y de Tetuán en sus Derbi Coyote. Aquellas sesiones de tarde solían acabar con gresca, dos puñetazos mal dados y mucho orgullo herido, pero sin mayores consecuencias. Era un Madrid más duro, pero también más noble.

A poco tiempo vista que pareciera un mundo, pues un año pasaba mucho más lento que ahora, y ya con dieciséis o diecisiete, llegaron los grandes templos juveniles de la época: Snobíssimo y Tartufo, ambas con clientela de postín, si bien dentro de ese postín Snobíssimo era el territorio de las ovejas negras: los rebeldes, los despreocupados, los que huían del encorsetamiento social. Tartufo, en cambio, era el refugio de los señoritos impecables, con sus loden, sus pantalones de franela y sus castellanos. En muchas familias se daba la paradoja perfecta: un hermano en Snobíssimo, otro en Tartufo. Y aquello era casi un diagnóstico.

Fue asimismo en esa época, a mediados de los setenta, cuando inicié mi trayectoria profesional. En 1976 empecé a trabajar como relaciones públicas por las tardes en Snobíssimo: primero en verano, después los fines de semana de invierno. Allí compartí equipo con quien terminaría siendo un amigo para toda la vida: Jorge Juste. Snobíssimo fue mi primera escuela real en las copas y el trato humano.

Después llegó Keros, al lado de mi casa, en General Perón esquina a Orense, donde trabajé desde 1977 como relaciones públicas de tarde. Keros sería solo el inicio de un camino que me llevaría por muchos de los lugares más emblemáticos del ocio madrileño.

A partir de ahí, Madrid cambió para mi. Y con él cambiaron sus noches.

Desde tiempos remotos, el ocio ha vivido en la frontera donde el día muere y la oscuridad comienza. Tabernas, teatros, cabarets y hasta lupanares marcaron durante siglos ese territorio ambiguo donde el mundo se desata. Con la llegada de la gramola, del pick-up, de la música “en lata”, nacieron las boîtes y discotecas modernas. En Madrid, la revolución empezó a mediados de los 60 con locales como Stones y Royal Bus. Aquello desencadenó una fiebre imparable: salas de fiesta que se multiplicaban, ambientes privilegiados donde hombres y mujeres buscaban el encuentro, el baile, la chispa.

Con esa ola surgieron templos legendarios: Top Hat, Long Play, Picadilly, Carrousel, La Boîte, Bocaccio y, sobre todo, Cerebro: pionera absoluta, moderna, distinta, con dos relaciones públicas que marcaron una época, Chema Suárez y Marilé Zaera. Esa primera modernidad abrió el camino para la élite que vendría después y que, entre otros, fue dirigida formidablemente por Nacho Díaz Espada.

Tras una temporada en Keros regresé al circuito con nuevas fuerzas: Gaslight, en Príncipe de Vergara, donde conocí por las noches a tres figuras excepcionales del mundo nocturno —Alberto Molinas, Franco Biaglioni y Boris (Eduardo Pérez Trillo)—, que con el tiempo también se convertiría en un gran amigo mío. Luego llegaría Privé, en Villalar, un club privado de enorme categoría dirigido por otro buen amigo, Manuele Trigueros, asociado en la misma con los hermanos López Enciso. Allí trabajé las tardes junto a Teresa Fernández Díaz y las noches, dirigidas por Antonio Mantecón, reunían a lo mejor de Madrid. Aquella bacanal romana del I Aniversario sigue grabada en mi memoria: todos disfrazados y también las hermanas García Obregón, María Suelves, Vicky Hombravella… todas espléndidas, deslumbrantes.

En esa época estuvieron muy de moda en el C.C. Habana, los discobares, Bianco de los hermanos Larrea y Antonio de Ulibarri, Pilas, de Jesús Arapiles y Privee ( con dos "e").

De Privé pasé a Keros de nuevo, y más tarde inauguré Portokaly, en la calle Galileo, junto a Matías Rosales, Rafael Rivera y Julián Palazón y donde coincidí con quien ha sido uno de los mejores D. J que ha habido: Pedro del Moral.

Pero algo decisivo en mi carrera llegó al llamar Vanity a mi puerta.

Vanity ya era un símbolo cuando en 1982 me incorporé a su equipo. Impulsada por Carlos y Urbano Rubio, dirigida por Paco de Rivera —que venía de Snobíssimo y antes de Stones—, con Óscar Álvarez Osorio como relaciones públicas y Rocky y Quique en la cabina, Vanity imponía chaqueta (y, durante los primeros años, también corbata). Era la discoteca de la jet set nacional e internacional: modelos, aristócratas, empresarios, diplomáticos, celebridades de paso por Madrid.

Años después, en 1987, cuando yo ya era copropietario de Lista 5, regresé como director de la sala. Reconstruir Vanity fue un reto apasionante que abordé junto a un equipo magnífico: Alberto Corella, Enrique Lezcano y Juan Carlos Moreno. También ayudó inestimablemente Paco Rey. Permanecí hasta 1989, año en que comenzamos la obra de uno de mis grandes negocios: El Diezy7, en Martínez Campos.

Pero la noche dentro de Vanity tenía un secreto aún mayor: El Almondigón, la caseta rociera oculta en sus bajos. Durante San Isidro aquello era un derroche de arte: Los del Río, Los Caminantes del Rocío, Albahaca, Curro y Antonio, Diego Rafael “Nene”… y entre el público, mucha gente con arte andaluz, La Polaca, La Chunga, Dolores Vargas, Rocío Jurado, Paquita Rico, Marujita Díaz, más un sinfín de aristócratas, grandes empresarios y artistas. Un lugar irrepetible, mágico.

En 1983 Paco de Rivera dejó Vanity para dirigir Mau Mau, y ese mismo año me llamó para incorporarme. Mau Mau, fundada por José Lata Liste, era un templo de modernidad. Allí dirigí el Club Seven Eleven —el club de tarde, elegante y selecto, de gente joven— y, a su vez, por las noches ejercí de relaciones públicas. Fueron dos años intensos que marcaron profundamente mi trayectoria.

Paco de Rivera fue mi gran profesor en todo, en lo divino y en lo humano. Con él es con quien más he aprendido: tanto a desenvolverme, como a decidir y a actuar. Mi cariño hacia él es inmenso. Fue y sigue siendo un amigo formidable.

Y mientras todo esto ocurría, Madrid veía nacer una nueva constelación de discotecas de élite:

Keeper, heredera de Snobíssimo, nacida en El Escorial y trasladada a Arapiles por Juan Carlos Ochoa y José Luis Cue, “Churro”, tras separarse de los hermanos Ruiz del Portal. Un éxito brutal.
Green, en Juan Bravo, creada por los hermanos Sánchez-Espejo, con Floro a la cabeza y Yeyo como maître. Pequeña, selecta, siempre repleta, con una música extraordinaria.
Siddharta, sucesora de Cerebro Serrano, cuyo propietario era Pedro Escudero y con relaciones públicas como Miguel Montes, Germán Alvarado y Manolé Méndez Vigo, que mantuvo viva la elegancia heredada del mítico Cerebro.
Griffin’s, evolución de Privé, propiedad de Manuele Trigueros y dirigida por Maika Pérez de Cobas, con un ambiente distinguido donde se jugaba al backgammon y donde era habitual ver a Carmen Cervera —futura baronesa Thyssen—, Manolo Segura, Paula Pattier y buena parte de la alta sociedad madrileña.
Retro, en Conde de Peñalver, creada por Eulogio Navalpotro, maître histórico de los Cerebro y excelente persona. Un local elegante, cuidado, con Chema Suárez —hermano de Adolfo Suárez— al frente de las relaciones públicas, y entre su equipo también Mayla de Barbeito, un encanto dentro del ambiente social madrileño.
Piñas, en Alberto Alcocer, propiedad de Luis Costa, con José Manuel “Pipi” Estrada como D. J., Nino —barman extraordinario—, mi amigo y compañero de colegio Luis Torices, y uno de los hermanos Morán —de los Choris de Marbella— formando parte del equipo de RRPP. Su maître, Nacho, imprimía al local ese sello que hacía de su lleno una excelencia.

Ese fue, para mí, el mapa dorado de la élite nocturna madrileña. Un resumen del escenario donde se forjó mi vida profesional, mi mirada, mis recuerdos y una parte esencial de la historia reciente de Madrid. Al poco, llegó Pachá y las macrodiscotecas y eso ya sería otro cantar...

Felipe Pinto. 

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