Durante años se ha intentado presentar a José Luis Rodríguez Zapatero como un expresidente retirado de la primera línea política, dedicado a labores internacionales y alejado de la gestión diaria del poder. Sin embargo, diversos indicios y testimonios apuntan a una realidad muy distinta: la de un dirigente que habría mantenido una influencia constante en áreas sensibles del Estado, incluso después de abandonar oficialmente cualquier responsabilidad institucional.
Con la llegada de Pedro Sánchez a La Moncloa tras la moción de censura, se produjeron movimientos internos de gran calado en el seno del Ministerio del Interior. No se trató de simples relevos administrativos ni de cambios rutinarios, sino de una reconfiguración profunda de la estructura policial. Según fuentes policiales, el objetivo era claro: garantizar que los puestos clave quedaran en manos de mandos considerados políticamente fiables.
En ese proceso aparece una figura central, un antiguo alto responsable de la Policía Nacional, estrechamente vinculado a Zapatero desde su etapa como máximo responsable de la seguridad de Presidencia durante sus dos mandatos. Aunque oficialmente jubilado, su papel no habría desaparecido con el retiro. Al contrario, habría seguido actuando como asesor informal y enlace con los nuevos responsables del Interior.
Poco después de que Sánchez accediera al Gobierno, más de una decena de mandos policiales fueron destituidos o apartados de sus funciones. Muchos de ellos contaban con una trayectoria profesional consolidada, pero fueron considerados incómodos o poco alineados con el nuevo rumbo político. Las decisiones no se limitaron a la cúpula visible, sino que afectaron a unidades estratégicas de información y control interno.
Las mismas fuentes señalan que el entonces director general de la Policía contó con asesoramiento externo no oficial en este proceso de depuración. Un asesoramiento que no respondía a criterios técnicos ni profesionales, sino a una lógica estrictamente política. En ese esquema, la influencia de Zapatero aparece como una referencia constante, cuyas indicaciones no solo se escuchaban, sino que se respetaban.
Este entramado de influencias no se habría limitado al ámbito policial. La continuidad de determinadas decisiones estratégicas, incluso en materias especialmente sensibles para la seguridad nacional y los intereses del Estado, refuerza la idea de una línea de continuidad entre el zapaterismo y el actual Gobierno, más allá de un simple relevo interno dentro del PSOE.
Lo verdaderamente grave de este escenario no es solo la existencia de contactos o asesoramientos en la sombra, sino el daño directo que estas prácticas suponen para la independencia de las fuerzas policiales. Cuando los nombramientos, ceses y destinos dependen de la afinidad política y no del mérito profesional, la Policía deja de ser un instrumento al servicio de la ley para convertirse en una herramienta al servicio del poder.
Este tipo de interferencias representan un riesgo real para las investigaciones en curso, especialmente aquellas que afectan a tramas de corrupción, tráfico de influencias o irregularidades económicas vinculadas al propio entorno político que gobierna. Si los mandos saben que su continuidad depende de no incomodar al poder, el resultado es inevitable: autocensura, bloqueo de líneas de investigación y paralización de actuaciones incómodas.
Si este modelo se consolida, el daño institucional es profundo y duradero. Las cloacas dejan de ser una anomalía para convertirse en sistema. Un sistema en el que expresidentes operan en la sombra, comisarios jubilados influyen sin rendir cuentas y el ciudadano pierde la certeza de que la ley se aplica con neutralidad.
Por todo ello, este asunto no puede despacharse con silencios, desmentidos formales o excusas administrativas. Porque cuando el Ministerio del Interior pierde su independencia, el Estado de derecho deja de existir como tal y se convierte en una mera apariencia. Y eso no es un escándalo político más: es una amenaza directa a la democracia.
Felipe Pinto.




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