El robo de 124 votos por correo en una población de Extremadura, ocurrido a escasos días de unas elecciones autonómicas, ha sido despachado oficialmente como un incidente menor. Se insiste en que los afectados podrán volver a votar y que, por tanto, el sistema funciona. Pero esa conclusión es tramposa. Porque el verdadero problema no es que el daño se haya podido corregir, sino que el daño haya sido posible.
Este episodio pone de manifiesto algo que muchos prefieren no mirar de frente: entre el momento en que un ciudadano emite su voto por correo y el instante en que ese voto termina en la urna existe un espacio fuera de su control, una zona intermedia donde el votante ya no ve, no supervisa y no puede garantizar nada. Cuando ese trayecto falla, o puede fallar, el corazón mismo del sistema democrático queda expuesto.
El voto por correo se ha convertido en uno de los puntos más frágiles del proceso electoral. Cada vez hay más indicios de custodia deficiente, de controles laxos y de una cadena de responsabilidades tan diluida que, cuando ocurre algo grave, nadie responde políticamente. El caso de Extremadura no es una excepción tranquilizadora: es una señal de alarma.
A esta debilidad estructural se suma un precedente que no puede ignorarse. En los últimos tiempos han salido a la luz informaciones muy graves sobre irregularidades en las primarias del PSOE. Introducción indebida de papeletas, intervención directa de personas con poder orgánico en el proceso y sospechas de votos atribuidos a militantes ya fallecidos. No se trata de anécdotas ni de errores administrativos, sino de prácticas que, de confirmarse, supondrían una quiebra ética profunda del funcionamiento democrático interno de un partido que hoy gobierna España.
Y aquí surge la pregunta incómoda, pero inevitable: si un partido es capaz de tolerar o encubrir manipulaciones en sus propios procesos internos, qué garantías reales existen de que no pueda intentarse algo similar en elecciones generales, autonómicas o municipales.
El escenario se vuelve aún más inquietante cuando entra en juego INDRA, la empresa encargada de la transmisión y difusión de los resultados electorales provisionales. Año tras año se repite una anomalía difícil de explicar con normalidad democrática: resultados prácticamente definidos cuando el recuento real todavía no ha concluido. Se habla de proyecciones, de velocidad tecnológica, de eficiencia estadística. Pero lo cierto es que para el ciudadano medio resulta cada vez más difícil entender cómo se pueden dar por cerrados escenarios cuando aún hay votos sin contar.
En democracia no basta con que las cosas sean correctas; tienen que parecerlo. Y cuando los datos vuelan más rápido que las actas, la confianza se resiente.
El papel de Correos en todo este entramado tampoco puede analizarse de forma aislada. Es el organismo clave en el voto por correo y, sin embargo, ha sido objeto de una creciente politización. La presencia o influencia de personas vinculadas a las llamadas cloacas del PSOE, como el entorno de Leire Díez y la conocida “Ley del 10”, refuerza la sensación de que los mismos círculos de poder acaban siempre ocupando posiciones estratégicas en puntos críticos del Estado.
Correos, procesos internos opacos, transmisión acelerada de resultados, estructuras de influencia política enquistadas. Todo conduce al mismo lugar. No es una acusación cerrada, pero sí una acumulación de indicios que cualquier sistema democrático sano estaría obligado a despejar con transparencia absoluta, no con descalificaciones automáticas.
No estamos ante teorías extravagantes ni ante un ataque a la democracia, sino ante una exigencia legítima de garantías. Pedir auditorías independientes, controles reforzados y trazabilidad real del voto no debilita el sistema; lo fortalece. Lo que de verdad lo erosiona es exigir fe ciega mientras se multiplican los episodios que generan desconfianza.
Porque la democracia no se rompe de golpe. Se desgasta cuando el ciudadano empieza a pensar que su voto puede perderse, manipularse o incluso ser suplantado. Y esa sensación, hoy en España, ya no es marginal. Es una inquietud que crece y que no se resolverá con silencios ni con consignas tranquilizadoras.
Un Estado que pide confianza pero rehúye el control está caminando por una pendiente peligrosa. Cuando el poder se ofende ante las preguntas en lugar de responderlas, algo no funciona. El voto no es un trámite administrativo: es el último vínculo entre el ciudadano y la soberanía. Si ese vínculo se debilita, todo lo demás es fachada.
España no necesita menos preguntas, sino más luz. Y quien no tenga nada que ocultar debería ser el primero en exigirla.
Felipe Pinto.




No hay comentarios:
Publicar un comentario