El origen corrupto del poder sanchista.
Pedro
Sánchez, actual presidente del gobierno español, no llegó al poder
por méritos, por trayectoria o por liderazgo natural. Llegó al
poder tras dar un golpe interno en su propio partido, el PSOE,
acompañado de una camarilla de fieles que, desde el primer momento,
entendieron la política como un medio para conquistar el aparato y
manipular los procedimientos democráticos a su favor. Entre ellos
estaban José Luis Ábalos, su hombre fuerte en la sombra; Koldo
García, su guardaespaldas y brazo ejecutor; y Santos Cerdán, hoy en
prisión y hasta hace poco, secretario de Organización del partido y
que fue clave en la purga interna y en los pactos bajo mesa que
cimentaron el regreso de Sánchez.
Sánchez fue expulsado
del liderazgo del PSOE en 2016 por su propia ejecutiva, pero en lugar
de asumir responsabilidades, emprendió una campaña paralela
financiada con oscuras ayudas, recorriendo España en coche, buscando
el apoyo de las bases con un discurso populista y de ruptura. Fue un
regreso preparado con precisión, no con ideales, sino con promesas y
alianzas de poder. Desde entonces, el PSOE dejó de ser un partido
tradicional para convertirse en un instrumento personalista,
controlado desde el núcleo duro de Ferraz.
Hoy, de ese
núcleo de cuatro nombres, tres están imputados o en la cárcel.
Ábalos, apartado forzosamente por el escándalo del caso Koldo,
intenta sobrevivir como un apestado político. Koldo García fue el
intermediario de una red corrupta que se enriqueció con contratos
durante la pandemia. Cerdán, en prisión preventiva, aparece
salpicado en numerosos episodios de la corrupción institucionalizada
del sanchismo. Y mientras, Pedro Sánchez, el gran arquitecto, el
Número 1, sigue en La Moncloa sostenido por las mismas artimañas
con las que empezó: el clientelismo, el engaño y el chantaje
político y con los mismos apoyos, de los enemigos de España, es
decir, de comunistas, separatistas, golpistas y terroristas, con los
que consiguió acceder al gobierno sin haber ganado las
elecciones.
Esta maquinaria corrupta no se limita a lo económico o institucional: también hay sombras en lo moral y lo personal. El pasado 5 de julio, Francisco Salazar, exsecretario general de Coordinación Institucional y hombre de confianza de Sánchez en La Moncloa, se vio obligado a renunciar tras ser acusado por varias trabajadoras del entorno por acoso sexual y abuso de poder . Aunque el PSOE y el Gobierno insisten en que no se han presentado denuncias formales, el asunto salió a la luz mediante un reportaje de el Diario y fue suficiente para que Salazar cesara “con efectos retroactivos” desde el 5 de julio, según el BOE .
Tras el escándalo, el Ejecutivo envió un correo recordando el protocolo interno contra el acoso, anunció cursos obligatorios para personal de Presidencia (incluidos altos cargos) y prometió reforzar los mecanismos de denuncia.
Pero la idea ya estaba clara: en Moncloa no solo se tolera la corrupción; también se encubren abusos de poder. Y cuando sale a la luz un caso grave, la respuesta es más el chiste del curso interno que la transparencia real.
A esta larga lista de escándalos se suman los que afectan directamente al entorno familiar de Pedro Sánchez. Su esposa, Begoña Gómez, está siendo investigada por presuntos delitos de tráfico de influencias y corrupción en los negocios, tras conocerse que recomendó por escrito a empresas beneficiarias de contratos públicos mientras dirigía una cátedra sin transparencia ni control académico. Su nombre figura en una causa judicial abierta, pese a los intentos del Gobierno por desacreditar a los denunciantes y presionar a los jueces.
Este no es un gobierno legítimo nacido del
mérito democrático. Es una estructura de poder que surgió de la
mentira y el amaño, y que ha degenerado en un régimen de corrupción
sistémica. En este artículo quiero denunciar precisamente eso: el
proceso de degradación institucional más grave de la democracia
española desde su transición.
Pedro
Sánchez, el capataz de la corrupción y la indignidad
nacional
España
vive hoy secuestrada por un gobierno que ha hecho del engaño su
herramienta, del chantaje su método, y de la corrupción su sistema
de poder. Pedro Sánchez no es un estadista, ni siquiera un político
al uso: es un superviviente del poder que ha cruzado todas las líneas
rojas morales, legales y patrióticas con tal de mantenerse en la
silla de La Moncloa.
En cualquier país serio, Pedro
Sánchez ya habría dimitido mil veces. En España, sin embargo, goza
del aplauso de los medios subvencionados y de toda su red clientelar.
Esta es la España sanchista: una España donde el delincuente es
indultado, el juez es presionado, la ley se reescribe al gusto del
delincuente, y el poder se prostituye —literalmente— con
prostitutas y cocaína.
La
red de podredumbre moral
Los
casos se acumulan y forman un patrón. El caso Tito Berni, donde
diputados socialistas se paseaban por burdeles, organizaban fiestas
con drogas y prostitución, y repartían contratos públicos a cambio
de favores, sería suficiente para derribar cualquier gobierno
decente. Pero aquí no pasó nada. El silencio cómplice de Sánchez
lo convirtió en encubridor. La trama no era un caso aislado: era una
red de corrupción estructural porque la red clientelar
funciona como una mafia: el silencio se paga con poder.
Luego llegó el caso Koldo, con ramificaciones hasta, al menos, el propio Ministerio de Transportes y el de Sanidad, y contratos inflados durante la pandemia que sirvieron para enriquecerse mientras morían miles de españoles. También llegaron los casos en los que se encuentran envueltos los familiares más allegados a Sánchez: su esposa y su hermano. ¿Dónde está la responsabilidad política del Presidente? ¿Dónde está su dimisión?
Y
mientras tanto, ¿qué hacía este gobierno? Copar todas las
estructuras de los órganos del Estado, crear, a base de la
inmigración ilegal, redes clientelares, sometidas a las mafias y
premiadas con una una paguita para asegurarse el voto en próximas
convocatorias electorales, una vez nacionalizados dichos ilegales,
financiar con dinero público talleres de sexualidad con contenido
abyecto, asociaciones feministas fantasma, y campañas ridículas que
ridiculizan a las mujeres reales y trivializan la violencia. ¿Qué
mujer se siente hoy más protegida con este Ministerio de Igualdad?
La ley del "sí es sí" liberó a más de mil agresores
sexuales. Y aquí nadie asume responsabilidades.
La
corrupción judicial como último eslabón del régimen
Para
que todo esto funcione sin consecuencias, hace falta un último
engranaje: el control del Poder Judicial. Y, al no poder conseguirlo
completamente, ahí entra en escena el más siniestro de los
personajes del sanchismo: Cándido Conde-Pumpido, hoy presidente del
Tribunal Constitucional. Un político togado que jamás debería
haber pisado esa sala. Porque no es un juez: es un militante. Ha
convertido el Constitucional en la prolongación jurídica de La
Moncloa, y está cometiendo delitos de prevaricación continuada
desde que fue impuesto por Sánchez.
¿Y cómo llamamos a
este ser? ¿Presidente? No. Lo llamamos lo que es: un traidor, un
encubridor político que avala amnistías inconstitucionales,
desnaturaliza la Carta Magna, y persigue a jueces valientes que se
atreven a enfrentarse al régimen. Pumpido es la garantía judicial
del golpe sanchista a la Nación.
Otro de los escándalos se centra en el Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, a quien el Tribunal Supremo ha abierto una causa por un presunto delito de revelación de secretos. Esta investigación surge a raíz de la difusión de datos relacionados con una investigación sobre delitos fiscales y falsedad documental contra un particular. El fiscal general no ha dimitido, amparado por el gobierno. Todo este proceso deja a la vista el quebrantemiento de la independencia del poder judicial por parte del ejecutivo, paso definitivo hacia el golpe a la democracia.
Una estructura totalitaria con piel de democracia
El problema ya no es solo el PSOE: es el sistema que han montado. Su conducta, disfrazada de derechos sociales, se ha convertido en una colección de delirios ideológicos que destruyen la convivencia y el sentido común. Imponen una nueva moral estatal, regulan lo que se puede pensar, cómo se puede hablar, y castigan todo lo que se salga del guión. Es una dictadura blanda con cara de Judas, pero con puño de hierro.
Hemos hablado de Sánchez, Abalos, Koldo y Cerdán, pero no son sólo ellos: ya hay al menos 34 altos cargos imputados en el entorno del Ministerio de Transportes, señalados por la justicia en relación con el caso Koldo y otras ramificaciones de corrupción institucional. Lo que comenzó como una trama puntual se ha destapado como una estructura de corrupción en red, que afecta a los principales órganos del Estado.
Y como colofón de esta espiral de indignidad, estos días, el presidente del Gobierno de España aparece en las portadas de medios internacionales por un escándalo aún más bochornoso: su supuesta implicación en una trama relacionada con prostíbulos vinculados a su suegro y de los cuales, el matrimonio Sánchez, se ha lucrado durante mucho tiempo. La imagen de España ha quedado manchada ante el mundo entero. No es solo una crisis política o judicial, sino una auténtica vergüenza nacional que coloca a nuestro país al nivel de las repúblicas más corruptas. Un presidente señalado por escándalos sexuales, familiares, económicos y judiciales no puede representar a una nación digna.
Nos
quieren callados, desorientados, resignados y la España real
contempla, dormida y absorta lo que está aconteciendo en este país,
antes llamado España, y debe despertar. Frente a esta
maquinaria de corrupción, sectarismo y degradación moral, hay una Guardia Civil (UCO), dispuesta a detener la ilegalidad, existen unos
jueces honrados y dispuestos a aplicar las leyes y también millones
de españoles que siguen creyendo en la verdad, en la ley, en la
familia, en la propiedad, en la libertad, y en su patria.
Pedro
Sánchez pasará y su legado de ruina, enfrentamiento y podredumbre
quedará como advertencia de lo que nunca más debe repetirse,
historia negra de la democracia en este país y, tarde o temprano,
tendrá que enfrentarse a la justicia, reo de sus innumerables
fechorías.
(Felipe Pinto)
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