En la barra de un bar
medité cierta vez
cuanto niegan y dan
la ciudad y la mujer.
Enjoyadas de luz
la fachada y la piel,
peregrinas
y ajenas, se ven
como ríos de amor,
luz, color y placer...
Espejismos,
quizás, de mi ser.
A veces yo me hipnotizo
por el embrujo de la ciudad,
con las pupilas negras,
charcos de estrellas que se me van;
por la fugaz silueta
vaga y coqueta sola y plural,
siempre como ella misma,
siempre distinta, copia del mal,
donde los luminosos
van rotulando la oscuridad.
Todos estamos juntos,
solos y aparte de los demás,
cuando hallaré un consuelo
de un pedacito de soledad
que sumada a la mía,
se vuelve dicha, felicidad...
Solitarios de ayer
consiguieron juntar
la unión y el poder
y nació la ciudad,
pero quiso después
el poder cada cual,
por el encima
del bien y del mal
y hoy es bella y es cruel
hoy ya no sabe ni amar...
Está mas sola
que yo, la ciudad.
Cuando salgo de ella,
junto al secreto del manantial,
con el fuego parece
que me florece la soledad,
cada vez que diviso
la estrella sola o el temporal,
la cerrazón del río
o la llegada a puerto del mar,
una tristeza oscura me vuelve,
pura y elemental,
la fe con que asumiera
por vez primera esta soledad...
Solo de tarde en tarde
siento nostalgia de la ciudad
cuando unos ojos bellos
se me presentan al fantasear.
Y en la barra de un bar
volveré a meditar otra vez
cuanto niegan y dan
la ciudad y la mujer.
(José Larralde / Adaptación: Felipe Pinto)
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