Si existe una energía secreta capaz de sostener al mundo y darle sentido, esa es la TERNURA. La ternura no es solo un gesto humano, es un soplo divino, un reflejo de lo eterno que se manifiesta en lo pequeño. Es el aliento de lo sagrado que habita en cada mirada limpia, en cada mano que acaricia, en cada corazón que se entrega sin reservas.
En la ternura se unen cielo y tierra. Es la chispa invisible que transforma lo cotidiano en sagrado, lo fugaz en eterno. Cuando un ser humano se abre a la ternura, algo de lo infinito desciende y se posa en él, iluminando lo que toca. Porque la ternura no exige, no controla, no reclama: simplemente fluye como el agua clara que da vida al desierto, como la luz que acaricia sin herir.
Quien da ternura se convierte en instrumento de una fuerza mayor que lo trasciende. Sus gestos no son suyos: son la manifestación de un amor primordial que habita en todas las cosas, desde la flor que se abre al sol hasta el niño que duerme confiado en brazos de su madre. La ternura es, en este sentido, un puente entre los seres y lo absoluto, un lenguaje secreto que conecta el alma con el misterio del universo.
Allí donde la ternura florece, el miedo se disuelve, el dolor se aquieta y hasta la herida más profunda comienza a sanar. Porque la ternura no solo acaricia la piel, acaricia también el espíritu, lo envuelve, lo sostiene y lo eleva. En ella encontramos la revelación de que el amor verdadero no es fuego que consume, sino llama suave que ilumina sin destruir.
La ternura es la más alta de las sabidurías: la que entiende que la fuerza no está en dominar, sino en abrazar; que la grandeza no se mide en conquistas, sino en la capacidad de entregarse con humildad. Es el eco del primer latido del universo, el murmullo de lo eterno que aún nos llama en silencio.
Y quizá, al final de todo, cuando la vida se apague y se diluyan las palabras, será la ternura lo único que permanezca. Porque ella es la huella de lo divino en nosotros, la certeza de que fuimos amados y de que amamos, y de que ese amor —suave, sereno, infinito— nunca dejará de vibrar en la eternidad.
Felipe Pinto
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