Lo que durante siglos fue una de las tradiciones más entrañables y luminosas del continente —los mercadillos de Navidad— se está apagando bajo el peso del miedo, la cobardía y la rendición moral.
Alemania, corazón histórico de la cristiandad europea, está valorando cancelar la gran mayoría de sus mercados navideños por “motivos de seguridad” y “elevados costes de protección”.
Lo que antaño eran lugares de luces, vino caliente y villancicos, hoy son perímetros vallados, bloques de hormigón, detectores de metales y patrullas armadas.
El símbolo de la alegría invernal se ha convertido en un símbolo de la derrota de Occidente.
No por una catástrofe natural, ni por una crisis económica, sino por algo infinitamente peor: por miedo a aquellos que desprecian nuestra cultura y a los que, paradójicamente, se les sigue abriendo la puerta, subvencionando, excusando y protegiendo bajo el falso pretexto de la tolerancia.
Porque todo esto no es fruto del azar.
Es la consecuencia directa de unas políticas migratorias irresponsables, que han permitido la entrada masiva de individuos y grupos procedentes de entornos donde la violencia, el fanatismo y el desprecio hacia Occidente son moneda común.
Europa, en su obsesión por parecer “solidaria” y “abierta”, ha olvidado que la hospitalidad sin límites se convierte en suicidio.
No se trata de rechazar a quien busca una vida mejor, sino de haber renunciado a exigir que quien venga respete la casa a la que entra.
El radicalismo islámico, amparado bajo la hipocresía de la corrección política, se ha infiltrado en el corazón de nuestras ciudades.
Hoy exige silencios, autocensura y símbolos borrados.
Ya no se permite hablar de “terrorismo islamista”, sino de “violencia sin etiqueta”.
Ya no se dice “atentado yihadista”, sino “incidente aislado”.
Y así, paso a paso, se ha impuesto una colonización ideológica que avanza mientras nuestros líderes miran hacia otro lado.
En Berlín, en Magdeburgo, en Dresde… ya no se habla de luces ni de belenes, sino de “barreras antiterroristas certificadas”.
Cada mercado necesita ahora dispositivos capaces de detener un camión o un explosivo.
Y claro, el coste se dispara.
Los ayuntamientos, ya asfixiados, reconocen que no pueden asumir presupuestos que se han cuadruplicado.
Pero el problema no es solo económico: es moral y político.
Europa se está acostumbrando a vivir con miedo.
Ha normalizado que celebrar la Navidad sea una actividad “de riesgo”.
Ha aceptado que los villancicos pueden ofender a alguien.
Ha asumido que los belenes deben retirarse para no “discriminar” a otras culturas.
Y mientras los europeos callan, otros avanzan, imponen sus normas, sus costumbres y su silencio.
Porque la verdadera causa de todo esto no es la seguridad, sino la renuncia.
Renuncia a defender quiénes somos.
Renuncia a reconocer que el enemigo está dentro y se alimenta de nuestra debilidad.
Renuncia a admitir que el islamismo radical ha encontrado un terreno fértil en una Europa acomplejada, dirigida por políticos que piden perdón por haber nacido cristianos.
Así, el continente que levantó catedrales, que inventó la música sacra, el arte y la libertad de conciencia, hoy duda hasta de su propia Navidad.
Los mercadillos alemanes son solo un ejemplo visible de un proceso más profundo: el desmantelamiento de la identidad europea, víctima de su propio complejo y de la rendición ante el islamismo político.
Nos están robando la Navidad, pero lo más grave es que la estamos entregando nosotros mismos, con nuestra pasividad, con nuestro miedo, con nuestro silencio.
Quizás llegue el día en que los mercados navideños ya no existan, y sean solo un recuerdo nostálgico de una Europa que alguna vez tuvo fe, orgullo y valor.
Y cuando eso ocurra, no harán falta barreras de hormigón: el muro ya estará dentro de nosotros.
Felipe Pinto
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