Durante años se ha repetido hasta la saciedad que la derecha —o cualquier voz disidente frente al pensamiento único progresista— es quien alimenta el odio, quien divide, quien enfrenta. Pero la realidad demuestra todo lo contrario. En España, el único odio que existe, el verdadero, el que rezuma resentimiento y sectarismo, es el odio de la izquierda. Un odio aprendido, cultivado y utilizado como arma política para perpetuarse en el poder.
Ese odio no nace de la defensa de los débiles ni de la búsqueda de la justicia social, como pretenden disfrazarlo. Nace de la necesidad de tener enemigos. Sin ellos, la izquierda se queda sin discurso. Necesita odiar para existir, para justificar su fracaso, para ocultar su corrupción y su incapacidad. Por eso inventa fantasmas: el “fascista”, el “ultraderechista”, el “negacionista”. Cualquier ciudadano que cuestione sus dogmas pasa automáticamente a ser objeto de escarnio. Y ahí están los insultos diarios, los ataques en redes, las etiquetas despectivas lanzadas desde los propios medios públicos, los mismos que pagamos entre todos.
El odio de la izquierda se ve en sus políticas, en su revisionismo histórico y en su necesidad de reabrir heridas cerradas hace décadas. Se niegan a aceptar que España se reconcilió hace ya medio siglo, porque su supervivencia política depende de mantener viva la división. Por eso manipulan la historia, persiguen símbolos, cambian nombres de calles y resucitan bandos para agitar viejos fantasmas. No buscan justicia, buscan revancha.
Ese mismo odio impregna la educación, los medios, la cultura subvencionada y hasta el lenguaje. Han conseguido que millones de españoles tengan miedo de hablar, de discrepar, de expresar su fe o de decir que aman a su patria. Han logrado que sentirse orgulloso de ser español sea casi un delito moral. Ese es el verdadero triunfo de su odio: haber inoculado la vergüenza.
A la vez, buscan crear una verdad alternativa, tergiversando los hechos históricos y manipulando la realidad presente para convertir la mentira en dogma. Se han propuesto reescribir la historia y reprogramar las conciencias, especialmente las de las nuevas generaciones, inculcándoles un relato falso que fomente el odio hacia cualquier pensamiento alejado del socialismo. No pretenden enseñar a pensar, sino a repetir consignas. Su proyecto no es educativo, sino ideológico; no busca formar ciudadanos libres, sino súbditos obedientes.
Hoy la xenofobia ya no se mide por el color de la piel ni por la procedencia, sino por la opinión. Quien no se somete al pensamiento único de las nuevas minorías ideológicas es automáticamente señalado, despreciado y excluido. Lo vemos en los colectivos LGTBI más radicalizados, que no buscan igualdad sino dominación cultural, y que rechazan la existencia de quienes se mantienen fuera de sus etiquetas. Han convertido la libertad sexual, que debía ser una conquista de todos, en una trinchera política desde la que atacan a quienes simplemente desean vivir su vida sin adoctrinar ni ser adoctrinados. La paradoja es total: predican diversidad, pero no toleran la diversidad de pensamiento. Reclaman respeto, pero no respetan a quienes no repiten su liturgia. Y así, bajo la bandera de la igualdad, practican el mismo sectarismo que dicen combatir.
Del mismo modo, buscan en las manifestaciones la apariencia de una razón que no tienen. Salen a la calle bajo consignas supuestamente pacifistas o humanitarias —como esas marchas “pro palestinas” celebradas justo cuando Hamás ejecuta a disidentes palestinos—, y se presentan como defensores de la justicia universal mientras callan ante la barbarie real. Lo alucinante es que esas manifestaciones, en muchas ocasiones, se comportan de manera vandálica: destrozos, insultos, agresiones y símbolos del odio por todas partes. Y, sin embargo, no se actúa contra ellos. Se les permite todo. Nadie los señala, nadie los juzga. Ahora bien, cuidadito si alguien osa convocar una contramanifestación, si alguien levanta una bandera o pronuncia una palabra en defensa de España o de la libertad: entonces el sistema entero se les echa encima. Criminalizan, persiguen y ridiculizan a todo aquel que no comulgue con la causa progresista. Esa es su idea de “tolerancia”.
Y todavía más hipócrita resulta ver cómo esa misma izquierda, y sus aliados separatistas, se solidarizan con quienes odian todo lo que dicen defender. Apoyan sin pudor a regímenes o movimientos donde se lapida a mujeres, se encarcela o asesina a homosexuales y se condena a la esclavitud a las minorías. La izquierda catalana y los partidos de la llamada “Esquerra” se retratan en esas manifestaciones pro-palestinas apoyando, sin querer verlo, a quienes consideran que ser mujer libre o persona homosexual es motivo de muerte. No hay contradicción mayor que esa: ondear la bandera del feminismo y del orgullo mientras se abrazan a los verdugos de ambos.
El discurso de la izquierda es tan hipócrita que, mientras predica tolerancia, ejerce la censura; mientras exige respeto, señala y lincha; mientras dice defender la libertad, la destruye. La izquierda odia porque teme. Teme perder su hegemonía cultural, teme que la gente piense por sí misma, teme que se rompa el relato que les ha permitido vivir de los demás durante décadas.
España no está dividida entre progresistas y reaccionarios, sino entre los que aman su tierra y los que la odian; entre los que trabajan y los que parasitan; entre los que quieren unidad y los que viven del enfrentamiento. Y es hora de decirlo sin complejos: el odio no está en quienes defienden la verdad, la tradición o la justicia. El odio está en los que insultan, en los que manipulan, en los que mienten cada día para sostener un régimen de mentira.
España necesita reconciliarse con la verdad, y esa verdad pasa por reconocer que la izquierda ha hecho del odio su herramienta más eficaz. Porque mientras ellos odian, otros construyen, trabajan y aman a su país sin pedir nada a cambio. Esa es la gran diferencia. Y también la esperanza.
Felipe Pinto
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