España presume de tener un sistema sanitario universal, pero lo cierto es que está colapsando. Cientos de miles de ciudadanos esperan meses para una operación o una cita médica, y muchos ancianos no llegan con vida a ver solucionados sus problemas de salud. Las urgencias saturadas, las listas de espera interminables y la falta de personal son la fotografía de un país que se desangra por dentro mientras sus dirigentes miran hacia otro lado.
Y sin embargo, en medio de esta situación límite, seguimos abriendo las puertas del sistema a quien ni siquiera está en situación legal. Canarias es el último ejemplo: allí se ha autorizado que los inmigrantes ilegales disfruten de descuentos farmacéuticos similares a los que se aplican a pensionistas o a personas con rentas bajas. Todo ello mientras miles de canarios —y millones de españoles— soportan colas interminables y pagan religiosamente sus medicinas después de haber cotizado durante décadas.
¿Es esto solidaridad o simple injusticia? ¿Cómo se explica que quienes han sostenido la Seguridad Social durante toda su vida sean hoy los más perjudicados? El mensaje que se lanza es demoledor: cotizar no sirve de nada, cumplir la ley tampoco. Basta con llegar, empadronarse y presentarse como vulnerable para acceder a recursos que escasean incluso para los propios españoles.
Nadie discute la necesidad de ayudar, pero ayudar sin orden ni criterio acaba rompiendo el sistema. Y eso es exactamente lo que está ocurriendo. El Real Decreto-ley 7/2018, que restableció la “universalidad sanitaria”, ha permitido un acceso casi ilimitado incluso a quienes no aportan nada al sistema. Una medida que, en teoría, pretendía ser humanitaria, ha terminado provocando un desequilibrio insoportable en los servicios de salud.
El resultado es un país donde los españoles, los que pagan impuestos y levantaron el sistema público, esperan meses o años para una intervención, mientras otros entran por la puerta de atrás con derechos que aún no han ganado. Los médicos y enfermeros no dan abasto, las farmacias se llenan de excepciones, y los recursos se diluyen sin control ni prioridades claras.
No se trata de cerrar hospitales ni de negar auxilio a nadie. Se trata de poner orden, de recuperar el principio básico de justicia: primero los que han contribuido. España no puede seguir premiando la irregularidad y castigando al ciudadano honrado. La solidaridad mal entendida es una forma de desprecio hacia quienes cumplen las normas, trabajan, cotizan y sostienen con su esfuerzo los servicios públicos.
Si no corregimos este rumbo, pronto no habrá sistema que aguante. Porque un país que no cuida a los suyos acaba perdiendo su identidad, su justicia y su futuro. Ayudar, sí. Pero primero los españoles.
Felipe Pinto
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