El Parlamento ha aprobado recientemente la Ley de Movilidad Sostenible, presentada como un paso hacia un modelo de transporte más limpio y eficiente. Sin embargo, estoy convencido de que su verdadera finalidad no es proteger el medio ambiente, sino controlar y condicionar la vida de los ciudadanos bajo el pretexto de la sostenibilidad.
Nos hablan de cuidar el planeta, pero lo que se busca es restringir la libertad individual. Esta ley impone límites cada vez más estrictos al uso del vehículo privado, establece nuevos peajes encubiertos, multiplica los impuestos y permite rastrear los desplazamientos de cada persona mediante sistemas digitales que se justifican en nombre del CO₂. Un gas que, pese a lo que repiten los medios, no es el culpable de la contaminación, sino un elemento natural imprescindible para la vida, según numerosos científicos independientes.
Las llamadas zonas de bajas emisiones no son más que perímetros de exclusión. Quienes no puedan permitirse un coche eléctrico o pagar las tasas adicionales quedarán fuera de los centros urbanos, y muchos trabajadores verán limitada su posibilidad de desplazarse libremente. Es decir, una movilidad reservada a los privilegiados.
Mientras tanto, los mismos que promueven estas restricciones viajan en aviones privados y vehículos oficiales. Predican austeridad y sacrificio, pero viven del dinero público y de los privilegios que la mayoría jamás podrá disfrutar. Nos piden renunciar a nuestra libertad mientras ellos se reservan el derecho de seguir contaminando a placer.
Esta ley no nace de la razón ni de la evidencia científica, sino de una ideología globalista que pretende uniformar la conducta de las personas y someterlas a un modelo de vigilancia permanente. El lenguaje amable de la “transición ecológica” o de la “neutralidad climática” oculta un sistema de control político y económico que se infiltra en todos los aspectos de la vida cotidiana.
No se puede hablar de sostenibilidad si al mismo tiempo se destruye la industria, se encarece el transporte y se castiga al trabajador que necesita su vehículo para vivir. No se protege el medio ambiente arruinando la economía ni limitando el derecho a desplazarse libremente. Lo que se está construyendo no es un futuro verde, sino una sociedad inmóvil y vigilada.
El verde, color símbolo de esperanza, se ha convertido en el color del control. Nos hablan de movilidad sostenible, pero lo que realmente promueven es inmovilidad social y dependencia estatal. Se trata, en definitiva, de un modelo que aspira a ciudadanos dóciles, previsibles y obedientes.
Creo en otro camino: en una España libre, soberana y próspera, donde el respeto al entorno se base en la responsabilidad y no en la imposición, donde la protección de la naturaleza no sea excusa para restringir derechos. La verdadera sostenibilidad está en el equilibrio entre el progreso, la libertad y el sentido común.
Felipe Pinto
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