"Lo importante no son los años de vida sino la vida de los años".

"Que no os confundan políticos, banqueros, terroristas y homicidas; el bien es mayoría pero no se nota porque es silencioso.
Una bomba hace más ruido que una caricia, pero por cada bomba que destruye hay millones de caricias que alimentan la vida".

Al mejor padre del Mundo

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sábado, 6 de diciembre de 2025

LA CONSTITUCIÓN COMO REHÉN DEL PODER

 


Hoy celebramos el Día de la Constitución española, un texto jurídico, en teoría infalible, que nació para garantizar la convivencia, ordenar la convivencia política, establecer la separación de poderes y poner límites a las ambiciones de quienes gobiernan, pero que hoy, cuarenta y seis años después, se encuentra secuestrado, manipulado y retorcido hasta extremos que quienes participaron en su gestación jamás habrían imaginado. Otros, si lo avisaron. 

Y a las pruebas me remito porque hoy la Constitución no es aquel pacto noble que pretendía asegurar el futuro de España, sino un instrumento moldeable del poder, una pieza que puede ser utilizada a conveniencia, reinterpretada de forma interesada y desvirtuada sin rubor, siempre que ello permita al Gobierno perpetuarse en el cargo o encontrar justificación para decisiones que jamás serían admitidas si no existieran lagunas de interpretación y se respetara el espíritu constitucional.

Y conviene empezar recordando que la Constitución es imperfecta, que tiene fallos evidentes, que posee artículos que merecen revisión y que la sociedad ha evolucionado tanto que hay aspectos que ya no funcionan igual que en la España de 1978, pero esa necesidad de adaptación no puede convertirse en excusa para dinamitarla desde dentro. Una cosa es reformarla con respeto a los procedimientos, y otra cosa muy distinta es violarla, esquivarla, reinterpretarla bajo criterios políticos, o manipularla hasta que deje de ser aquello para lo que fue concebida. Eso, lamentablemente, es lo que ocurre hoy: la Constitución se ha convertido en rehén del poder, sometida a un proceso silencioso pero feroz de desconstitucionalización, donde no se deroga abiertamente, sino que se desnaturaliza desde dentro gracias a decisiones que la contradicen y, peor aún, gracias a decisiones avaladas por las instituciones que deberían protegerla.

Porque lo que jamás debió ocurrir ha ocurrido, y lo ha hecho a plena luz del día: el Tribunal Constitucional, que debería ser ese dique moral e institucional frente a los abusos del Ejecutivo, ha sido colonizado, manipulado y puesto al servicio de un Presidente del Gobierno que considera que el poder judicial, el legislativo y el mediático son extensiones de su voluntad. El Constitucional, lejos de actuar como garante supremo de la legalidad, se ha convertido en notaría obediente, en sello de goma que legitima lo que jamás debería ser legitimado. Y que el Presidente del Gobierno pueda designar, por conveniencia personal, la presidencia de ese tribunal para asegurar una interpretación favorable del derecho no es una anécdota, sino la radiografía más evidente de la degradación institucional.

Todo ello tiene su mayor ejemplo en la ley de amnistía, que no es una propuesta jurídica, ni una reforma constitucional, ni un debate interpretativo, sino un chantaje político convertido en moneda de cambio. La amnistía se ha presentado como un gesto de convivencia cuando en realidad es una operación a cambio de votos, una transacción vergonzosa donde delincuentes políticos obtienen impunidad a cambio de sentar al Presidente en la silla del Gobierno. Y decir que esa amnistía cabe dentro de la Constitución no es solo insultante, sino una forma grotesca de despreciar el texto constitucional. El principio de igualdad ante la ley queda roto, el respeto a la justicia desaparece, y el precedente que quedará para el futuro no es que la Constitución protege, sino que la Constitución puede ser adaptada a capricho de quien manda.

Lo más llamativo —y lo más indignante— es que quienes realizan esta demolición del orden constitucional se presentan ante la opinión pública como defensores apasionados de la Constitución. Hay una especie de constitucionalismo hipócrita, superficial y teatral, interpretado con gran habilidad frente a las cámaras, que pretende convencer a los ciudadanos de que quienes desgarran el texto constitucional lo están fortaleciendo. Pero la verdad es más simple y más dura: si mañana la Constitución impidiera a este Gobierno mantenerse en el poder, la destrozaría sin pestañear. Si mañana fuese necesaria su desaparición para perpetuar este proyecto político, la abandonarían sin remordimientos. Su defensa es retórica, vacía, estética, no moral ni jurídica.

Y mientras tanto, quienes son señalados como enemigos del sistema, radicales, extremistas o peligrosos son precisamente quienes respetan el procedimiento constitucional, quienes cumplen las normas, quienes se someten a los límites que la Constitución impone, aunque no compartan muchos de sus artículos, y son quienes entienden que para cambiar lo que no les gusta hay que seguir los pasos que la propia Constitución establece. Esa es la paradoja que evidencia la inversión moral de nuestra vida pública: quienes la respetan son acusados de no respetarla, y quienes la violan se arrogan el papel de guardianes del sistema.

En todo este panorama, la posición del Partido Popular añade un grado más de tristeza y decepción. Durante décadas se ha presentado como el partido constitucionalista por excelencia, pero hoy su papel no pasa de ser una sombra, una voz tibia incapaz de enfrentarse a la demolición institucional que está presenciando el país. Su crítica es tímida, su oposición es débil, su discurso está lleno de palabras pero vacío de decisión. Y cuando un Gobierno ataca el orden constitucional, una oposición tibia es lo peor que puede ocurrir, porque normaliza lo anormal, legitima lo ilegítimo y convierte lo inadmisible en rutina.

Por eso, en este Día de la Constitución, no celebramos un texto, sino que denunciamos su secuestro. No hacemos homenajes vacíos, sino que recordamos que el sentido de la Constitución es proteger a los ciudadanos del poder y no proteger al poder de los ciudadanos. Y España necesita, más que nunca, que la Constitución vuelva a ser un límite y no una herramienta maleable, un muro y no un trampolín, un marco jurídico y no una servil doméstica del Gobierno de turno.

Hoy, más que nunca, la Constitución española debe ser recuperada, respetada, defendida y fortalecida, no convertida en rehén. Porque sin Constitución verdadera no hay democracia verdadera, y sin democracia verdadera no hay libertad, y sin libertad no hay nación. Y la Constitución nació para defender eso, no para encubrir la ambición ni para proteger la impunidad de quienes se creen dueños del Estado.

Y quiero terminar con una reflexión personal, porque sería hipócrita hablar de esta Constitución como si yo fuera un convencido de ella. No lo soy, y jamás lo fui. Cuando se aprobó yo no pude votarla, porque tenía 18 años y la edad mínima entonces era 21. Pero incluso pudiendo votar, no la habría apoyado. No porque todo lo que incluye sea malo —hay artículos y principios que merecen defensa— sino porque nació con demasiadas fisuras, demasiadas concesiones y demasiados márgenes para que, con el paso del tiempo, los enemigos de España pudieran utilizarla para someter la nación, fragmentarla y manipular el poder a su antojo. Y esas fueron, precisamente, las razones por las cuales muchos españoles votaron NO en 1978.

No la votaron porque veían que la apertura autonómica daba armas a los separatistas; porque intuían que el texto dejaba puertas abiertas para futuras reinterpretaciones interesadas; porque temían que con este marco se deterioraría la unidad nacional; porque advertían que en este texto la justicia quedaba demasiado expuesta al control político; y, sobre todo, porque era un documento fruto de compromisos y cesiones, no de convicciones profundas, un texto que contentaba a todos un poco, pero no garantizaba sólidamente nada.

Yo no habría votado esta Constitución, porque deja rendijas por donde hoy se cuela todo lo que está destruyendo al país: separatismo convertido en socio político, chantaje territorial elevado a ley, impunidad para quienes delinquen a cambio de votos, ingeniería jurídica para mantenerse en el poder, y colonización de las instituciones fundamentales. Era un texto que, malinterpretado, permitiría justo lo que hoy vivimos. Y esa visión que muchos tuvieron en 1978 se ha cumplido con una exactitud escalofriante. Los tiempos han dado la razón a quienes dijeron NO.

Sin embargo —y aquí está la paradoja— yo no defiendo esta Constitución. La acepto, que es distinto. La acepto como marco legal vigente, aunque jamás la habría votado y aunque no comparta muchos de sus fundamentos. La acepto porque es la norma suprema del Estado, porque su existencia impide que España quede sin orden jurídico y porque, mientras no exista otra mejor, es la única barrera formal que aún queda frente a quienes pretenden manipularla, retorcerla y usarla contra la propia nación.

No la defiendo como ideal, porque no lo es. No la defiendo como proyecto histórico, porque nació con fisuras que hoy se han convertido en grietas. No la defiendo como símbolo moral, porque jamás fue para mí un texto digno de devoción. Pero la acepto porque rechazarla, destruirla o ignorarla solo beneficiaría a aquellos que la retuercen. La acepto porque, aunque no sea perfecta, la alternativa no es hoy una Constitución mejor, sino la descomposición institucional total.

Por eso, no soy constitucionalista de fe, sino constitucionalista de hecho. No la defiendo, pero no la ataco como quienes la utilizan para destruir España. La acepto y la respeto, precisamente porque quienes hoy abusan de ella no la respetan ni la aceptan; la manipulan. Y ahí está la diferencia moral: no me gusta, no la comparto, no la habría votado, pero nunca la utilizaría contra España. Otros sí.

Felipe Pinto. 

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