El término “Antifa” proviene de la abreviatura de antifascista. A primera vista, podría parecer para la gente un movimiento legítimo, destinado a combatir dictaduras y totalitarismos. Sin embargo, en la práctica, Antifa es un conglomerado internacional de grupos radicales de extrema izquierda que, lejos de defender la libertad, han convertido la etiqueta “antifascista” en un pretexto para imponer su propia visión demente y totalitaria de la sociedad.
No se trata de una organización jerarquizada con líderes visibles, sino de una red difusa de colectivos, asociaciones, grupos callejeros y plataformas digitales. Su coordinación es informal, pero su estrategia es clara: atacar los fundamentos culturales, políticos y sociales de Occidente. Estética anárquica, simbología negra y roja, violencia callejera, presión mediática y digital: ésas son sus señas de identidad.
La gran paradoja es que, proclamándose “antifascistas”, reproducen las prácticas más tiránicas. Amparados en un supuesto monopolio de la moral, consideran “fascista” a todo aquel que no comparte sus dogmas. No buscan convencer, sino cancelar, silenciar y destruir. Su método consiste en sembrar miedo, justificar la violencia y legitimar el crimen contra quienes se atrevan a disentir.
Hoy, Antifa no actúa en solitario. Es una herramienta política puesta al servicio de la izquierda internacional, sometida a la doctrina Woke y a la Agenda 2030. Y su expansión se ve facilitada por la debilidad de la derecha liberal, que en lugar de plantar cara, prefiere acomodarse y mirar hacia otro lado.
El “movimiento antifascista”, promovido por la izquierda global, ha dejado de ser una protesta marginal para convertirse en un corrosivo que penetra las instituciones, los medios y la cultura. Al amparo de un falso discurso de igualdad y justicia social, se normaliza la censura, la persecución ideológica y la violencia política.
La izquierda, en su estrategia, siempre juega la misma carta: llamar “fascista” a todo aquel que se atreva a cuestionar sus ideas irracionales. De ese modo, deslegitima de antemano cualquier disidencia. No importa si se trata de un periodista, un profesor, un político o un ciudadano común: quien no repite el dogma es señalado, marginado y convertido en blanco de ataques.
La llamada “cultura de la cancelación” es la versión moderna de la hoguera inquisitorial. En nombre de la tolerancia, imponen censura. En nombre de la diversidad, prohíben la pluralidad de pensamiento. Y en nombre del antifascismo, aplican los métodos del totalitarismo más feroz.
El problema se agrava porque la derecha liberal, en lugar de defender los principios de libertad y civilización occidental, se pliega con cobardía. Acepta el marco ideológico de la izquierda, normaliza su lenguaje y renuncia a plantar batalla cultural. Esa complicidad silenciosa permite que la marea avance y que Occidente se descomponga desde dentro.
La consecuencia es clara: una sociedad occidental corroída, en la que los ciudadanos libres viven bajo la amenaza permanente de ser cancelados, señalados o incluso agredidos. Un mundo en el que los valores que cimentaron nuestras democracias —la libertad de expresión, la pluralidad de ideas y el respeto al disenso— se ven sustituidos por un clima de miedo y sumisión.
El verdadero peligro no es que existan grupos radicales como Antifa, sino que se les permita crecer y actuar impunemente, con el beneplácito de gobiernos, medios de comunicación y élites globalistas que necesitan de la división para consolidar su poder. Mientras tanto, las víctimas son siempre las mismas: los ciudadanos corrientes que se niegan a aceptar estas demoníacas barbaridades.
Felipe Pinto