"Lo importante no son los años de vida sino la vida de los años".

"Que no os confundan políticos, banqueros, terroristas y homicidas; el bien es mayoría pero no se nota porque es silencioso.
Una bomba hace más ruido que una caricia, pero por cada bomba que destruye hay millones de caricias que alimentan la vida".

Al mejor padre del Mundo

Al mejor padre del Mundo
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miércoles, 17 de diciembre de 2025

EL VOTO ÚTIL: LA COARTADA DE LA ESTAFA DEL BIPARTIDISMO


El voto útil es la mentira más rentable del sistema político español. La excusa con la que el PSOE y el PP llevan décadas engañando a millones de ciudadanos. No sirve para defender a nadie, sirve para defenderlos a ellos. Es el miedo convertido en consigna electoral: vótame aunque no te convenza, porque si no, vienen los otros. Y así, elección tras elección, el votante acaba atrapado en un juego amañado del que parece imposible salir.


PSOE y PP se insultan en campaña y se entienden cuando gobiernan. Representan un enfrentamiento teatral que desaparece en cuanto se toman las decisiones importantes. Votan juntos en Europa, respaldan los mismos consensos, aceptan las mismas agendas globalistas y aplican políticas que siempre recaen sobre los mismos: los ciudadanos, las familias y las clases medias. Cambian los discursos, pero no el rumbo. Cambian las siglas, pero no las consecuencias.

El voto útil ha sido el anestésico perfecto para sostener esta farsa. Se ha utilizado para justificar cesiones, para normalizar renuncias y para pedir paciencia mientras España perdía soberanía, igualdad y prosperidad. Se ha invocado una y otra vez para sostener gobiernos que prometían cambio y entregaban continuidad. Continuidad en las políticas, continuidad en la dependencia, continuidad en el empobrecimiento.

Cuando gobierna el PSOE, el PP protesta. Cuando gobierna el PP, el PSOE espera su turno. Pero el marco no se toca. Nadie rompe con lo esencial. Nadie deshace lo que hizo el otro. Porque ambos forman parte del mismo sistema y viven de él. El voto útil es el pegamento que mantiene esa alternancia sin consecuencias y que impide que se cuestione el modelo de fondo.

Por eso el argumento del voto útil se utiliza con especial insistencia contra Vox. Porque Vox no forma parte de ese consenso. Porque no vota lo mismo en Europa. Porque no acepta la cesión permanente ni el sometimiento a agendas externas. Porque defiende el principio soberanista frente al globalismo compartido por el bipartidismo. Esa es la verdadera razón del ataque constante y del intento de desacreditar su voto.

Decir que votar distinto es “tirar el voto” es una mentira interesada. El voto que se tira es el que se entrega por miedo para acabar siempre en el mismo sitio. El voto inútil es el que mantiene intacto un sistema agotado que ha demostrado, legislatura tras legislatura, que no quiere ni sabe cambiar.

Cuando llegue la hora de votar, no se dejen guiar por la insistencia calculada de unos y de otros reclamando el llamado voto útil. No lo hacen por responsabilidad ni por el bien común. Lo hacen para retener a un electorado al que necesitan disciplinado, temeroso y resignado, dispuesto a votar siempre lo mismo aunque los resultados sean siempre iguales.

El voto útil no es una solución, es la trampa que garantiza que nada cambie. Es el argumento con el que PSOE y PP se blindan mutuamente, se turnan sin consecuencias y evitan que el ciudadano pueda romper el círculo. Cada legislatura confirma lo mismo: más corrupción, más abusos, más privilegios y más distancia entre los políticos y la realidad de la calle.

Cuando se rompa la mentira del voto útil, se acabarán los negocios para el PSOE y para el PP.

Felipe Pinto. 

martes, 16 de diciembre de 2025

EL CONTROL DEL BIZUM Y LA FARSA DE LA “JUSTICIA SOCIAL”


El Gobierno da un nuevo paso en una deriva que cada vez resulta más difícil de disimular. Bajo el pretexto de modernizar el control fiscal y adaptarlo a los nuevos sistemas de pago, se prepara un marco de vigilancia que afecta directamente a la vida cotidiana de millones de ciudadanos. No se trata de combatir grandes fraudes ni de perseguir fortunas ocultas, sino de poner bajo sospecha los movimientos económicos más comunes entre particulares. Resulta legítimo preguntarse a quién se pretende perseguir realmente y por qué nunca parecen mirarse a sí mismos.

Durante años se ha empujado a la población a abandonar el dinero en efectivo, presentando los pagos digitales como sinónimo de comodidad y progreso. Ahora, ese mismo dinero digital se convierte en un instrumento de control. Transferencias entre amigos, ayudas familiares o simples apoyos puntuales pasan a ser observados con lupa. La frontera entre lo privado y lo fiscal se difumina peligrosamente.

Todo esto lo están impulsando quienes apelan constantemente a la llamada “justicia social”, un concepto que aplican siempre en una sola dirección y según su propia conveniencia. Porque si realmente se tratara de equidad, el foco estaría puesto en quienes concentran un poder económico opaco, en grandes estructuras empresariales viciadas o en quienes acumulan deudas millonarias con Hacienda. Sin embargo, la presión recae una vez más sobre quienes no tienen capacidad de defenderse: familias, trabajadores y pequeños ahorradores.

Resulta difícil aceptar que se acose al ciudadano que ayuda a su hijo, al hermano que echa una mano o a la familia que se organiza para salir adelante —precisamente quienes deberían ser protegidos— mientras en otros ámbitos se toleran privilegios evidentes. La solidaridad privada, la que nace de los vínculos personales y no de decretos oficiales, comienza a ser tratada como un hecho sospechoso. Y eso dice mucho del modelo de sociedad que se está construyendo.

Se avanza así hacia un Estado viciado y vicioso frente a un ciudadano cada vez más vigilado. Ya no se persigue el fraude probado, sino que se implanta una vigilancia preventiva generalizada. La presunción de inocencia se debilita y se sustituye por el acecho permanente. Cada movimiento económico queda registrado, analizado y potencialmente reinterpretado, incluso cuando no existe actividad económica ni ánimo de lucro.

Lo más preocupante es que este control se normaliza sin un debate público real. Se presenta como un simple ajuste técnico, cuando en realidad supone una cesión silenciosa de privacidad y libertad. Un ciudadano que sabe que cualquier gesto puede ser cuestionado acaba autocensurándose, limitando su comportamiento y aceptando una tutela constante sobre su vida económica. Poco a poco, se le empuja a la servidumbre.

Mientras tanto, el discurso oficial sigue hablando de justicia, equidad y protección de los más débiles. Pero la realidad muestra otra cosa: un sistema que ahoga siempre a los mismos y que mira hacia otro lado cuando el problema les afecta a ellos. La justicia social, entendida como defensa del débil frente al fuerte, brilla por su ausencia.

Lo que está en juego no es solo Bizum ni un medio de pago concreto. Está en juego el derecho a disponer del propio dinero, a ayudar a los tuyos, a vivir sin la sensación de estar permanentemente vigilado y a ejercer la libertad de decidir qué hacer con el dinero ganado con el sudor de la propia frente. Cuando el Estado acosa a sus ciudadanos y los trata como sospechosos, no fortalece la convivencia: la debilita.

Porque una sociedad libre no es aquella donde se controla al pueblo, sino aquella donde el poder confía en la libertad y en la responsabilidad de sus ciudadanos. Y ese principio, hoy, está siendo seriamente cuestionado.

Que no engañen a nadie. Esto no va de justicia, ni de modernización, ni de equidad. Va de control, de sometimiento y de recaudación a cualquier precio. Un Gobierno que espía al ciudadano mientras protege a los corruptos, que persigue a las familias mientras perdona a los suyos y que convierte la ayuda entre personas en un problema fiscal no está gobernando para la gente: está gobernando contra ella. Cuando el poder necesita vigilar cada movimiento de sus ciudadanos es porque ha fracasado en todo lo demás. Y cuando un Gobierno llega a ese punto, el problema ya no es Bizum: el problema es el propio Gobierno.


Felipe Pinto. 

lunes, 15 de diciembre de 2025

CHILE: EL PATRIOTISMO Y LA SOBERANÍA GANAN. EL GLOBALISMO Y LA IZQUIERDA PIERDEN



El avance del comunismo y de la izquierda radical en Hispanoamérica no ha sido un accidente ni una casualidad. Durante años ha prosperado al amparo de élites acomplejadas, de derechas sin convicciones y de proyectos políticos que, aun presentándose como alternativa, acababan gobernando con las mismas recetas ideológicas de siempre: más Estado, más ingeniería social, más inseguridad y menos soberanía. Sin embargo, ese ciclo empieza a resquebrajarse. Y Chile se ha convertido en una nueva prueba de ello.

La irrupción y el triunfo del proyecto encabezado por José Antonio Kast no es un hecho aislado, sino parte de un movimiento mucho más amplio que recorre Occidente. Cuando los partidos patriotas reciben fuerza y respaldo social, son los únicos capaces de derrotar con claridad a la izquierda y, lo que es aún más importante, de no acabar aplicando después sus mismas políticas. Esa es la gran diferencia entre quienes creen de verdad en la nación y quienes solo administran el discurso ajeno por miedo al qué dirán.

En América, y muy especialmente en Hispanoamérica, el comunismo ha ido cobrando fuerza durante décadas, disfrazado de progresismo, justicia social o supuestos derechos, mientras dejaba tras de sí empobrecimiento, violencia y fractura social. Hoy ese avance comienza a desmoronarse gracias a líderes y partidos que han decidido plantar cara sin complejos. Javier Milei en Argentina abrió una brecha histórica, y ahora José Antonio Kast en Chile confirma que la izquierda no es invencible cuando se la enfrenta con convicción, claridad moral y un proyecto nacional firme.

No es casualidad que Kast haya señalado públicamente a VOX y a su presidente, Santiago Abascal, como referencia política. Hace apenas unos meses, el propio Kast quiso enviar un saludo muy especial a Abascal, reconociendo su labor al “enfrentar a la izquierda sin miedo” y destacándolo como un líder valiente que ha demostrado que es posible defender la identidad, la seguridad y el futuro de nuestras naciones sin claudicar ante el consenso progresista. Lo hizo de manera telemática en el encuentro Europa Viva, organizado por Patriotas por Europa y VOX, subrayando que la batalla no es solo electoral, sino cultural y civilizatoria.

Ese reconocimiento no es retórico. Es la constatación de que existe una sintonía profunda entre quienes, a ambos lados del Atlántico, se niegan a aceptar que la decadencia sea el destino inevitable de nuestras sociedades. VOX en España, Milei en Argentina y Kast en Chile comparten una idea fundamental: no se puede derrotar a la izquierda copiando su lenguaje, sus marcos mentales ni su agenda. Solo se la derrota confrontándola, desenmascarándola y ofreciendo una alternativa real basada en la nación, la libertad y el orden.

Este despertar no se limita a Hispanoamérica. En Europa, varios países ya cuentan con gobiernos patriotas o con fuerzas soberanistas decisivas que han roto el consenso progresista impuesto durante décadas. Allí donde estas fuerzas han alcanzado el poder o se han convertido en actores determinantes, se ha producido una reacción clara frente al globalismo, a la inmigración descontrolada, a la ideología identitaria y a la cesión de soberanía a estructuras supranacionales. Europa, al igual que América, empieza a comprender que el comunismo y sus derivados no se combaten con medias tintas, sino con determinación política y valentía moral.

Lo que estamos presenciando es la apertura de un nuevo frente a escala mundial: una reacción firme contra el comunismo y el progresismo radical que han debilitado a las naciones occidentales. En ese contexto, los antiguos partidos llamados de centro-derecha están siendo defenestrados por la ciudadanía, harta de su tibieza, su cobardía y su tendencia a aplicar, una vez en el poder, las mismas políticas que decían combatir. Allí donde no hay convicción, no hay liderazgo; y donde no hay liderazgo, el electorado busca alternativas reales.

Chile demuestra que el miedo ha cambiado de bando. Allí donde los patriotas avanzan, la izquierda retrocede porque pierde su monopolio moral y su capacidad de intimidación. Cada victoria refuerza a las demás, cada éxito confirma que sí hay alternativa y que la resignación ya no es obligatoria. El patriotismo y la soberanía vuelven a abrirse paso frente al globalismo. Y este cambio, una vez iniciado, ya no tiene marcha atrás.

Felipe Pinto.

domingo, 14 de diciembre de 2025

LA DEMOCRACIA ESPAÑOLA EN MANOS DE TRUMP


Como he reiterado en numerosas ocasiones, España se encuentra hoy, bajo el sanchismo, ante un peligro democrático grave y creciente que ya no puede ocultarse ni relativizarse. La deriva autoritaria del actual Gobierno no surge de la nada, sino que bebe directamente de una tradición política y de un modo de ejercer el poder que tiene en José Luis Rodríguez Zapatero a su principal antecedente. Fue durante sus gobiernos cuando se sentaron las bases de una política de ocupación institucional, de relativización de los contrapesos del Estado y de normalización de alianzas ideológicas profundamente incompatibles con una democracia liberal sólida. Pedro Sánchez no ha inventado nada; ha profundizado y acelerado un camino que Zapatero abrió.


El control de Radio Televisión Española como instrumento de propaganda, la utilización del CIS como herramienta de manipulación demoscópica, la colonización del Tribunal Constitucional, la presión constante sobre el Poder Judicial y el desprecio sistemático hacia la independencia de los organismos del Estado responden a un mismo patrón que recuerda demasiado al manual chavista aplicado en Venezuela. No se trata de errores aislados ni de excesos puntuales, sino de una estrategia deliberada para convertir las instituciones comunes en herramientas al servicio de un proyecto político concreto. Y esa estrategia no es ajena a la experiencia venezolana, porque quien mejor ha entendido, defendido y blanqueado ese modelo en España ha sido precisamente Rodríguez Zapatero, convertido desde hace años en el gran valedor internacional del chavismo.

En esa misma lógica se inscribe la obsesión del Gobierno por desacreditar, condicionar o someter a los cuerpos e instituciones que aún conservan independencia real, especialmente cuando su trabajo afecta directamente al entorno del poder. El intento de poner bajo control político a la UCO, precisamente el organismo que está sacando a la luz los casos de corrupción que rodean al socialismo y a su órbita, marca un punto de inflexión alarmante. Cuando un Ejecutivo pretende dominar a quienes investigan su conducta, cuando se señala a jueces, fiscales y policías por cumplir con su deber, cuando se confunde el Estado con el partido, la democracia deja de estar en riesgo teórico y pasa a estar en peligro real.

Esta deriva interna conecta de forma directa con la política exterior del Gobierno y, de manera muy especial, con su actitud hacia Venezuela y hacia Hispanoamérica. El Gobierno español ha protagonizado un giro tan profundo como injustificado en su política hacia el régimen de Nicolás Maduro, un giro que no se explica por ningún cambio positivo en la realidad venezolana, sino únicamente por decisiones políticas tomadas en Madrid y nunca explicadas con honestidad a los ciudadanos.

Conviene recordar un hecho que hoy resulta extremadamente incómodo para el poder. Fue Pedro Sánchez, como presidente del Gobierno, quien reconoció oficialmente a Juan Guaidó como presidente encargado de Venezuela en 2019, asumiendo que Nicolás Maduro carecía de legitimidad democrática y que la Asamblea Nacional representaba la última institución surgida de elecciones libres. Aquel reconocimiento no fue simbólico ni ambiguo; implicaba una condena política clara al chavismo y un respaldo explícito a la oposición democrática venezolana. España asumió entonces un compromiso que decía basarse en la defensa de la democracia, de los derechos humanos y de la legalidad constitucional.

Sin embargo, ese compromiso duró lo que duró la conveniencia política. De forma progresiva, silenciosa y sin dar explicaciones convincentes, el Gobierno español fue retirándose de la defensa activa de la oposición democrática venezolana y normalizando su relación con el régimen de Maduro. No se produjeron avances democráticos, no cesó la represión, no hubo elecciones libres ni garantías institucionales que justificaran ese cambio. Lo que cambió no fue Venezuela; lo que cambió fue la posición del Gobierno español.

Ese giro resulta todavía más grave cuando se observa el abandono posterior de otros líderes democráticos venezolanos. España no solo dejó de respaldar de forma efectiva a Juan Guaidó, sino que también evitó apoyar con claridad a María Corina Machado, ganadora moral de las primarias de la oposición y símbolo de la resistencia democrática frente al chavismo, y rehuyó reconocer a Edmundo González Urrutia como presidente electo tras los últimos procesos, optando de nuevo por la ambigüedad, el silencio y el falso equilibrio. España pasó de liderar una posición firme en defensa de la democracia venezolana a esconderse tras fórmulas de diálogo estériles que, en la práctica, solo han beneficiado a la dictadura.

Este viraje plantea una pregunta inevitable que Pedro Sánchez sigue sin responder: ¿a qué fue debido ese cambio tan radical?, ¿qué intereses pesaron más que la defensa de la democracia?, ¿qué presiones, compromisos o afinidades ideológicas explican que España abandonara a los demócratas venezolanos y optara por convivir políticamente con una narcodictadura? Cuando los hechos no cambian pero la posición sí, la causa no está fuera, sino dentro.

Venezuela no es un asunto lejano ni una abstracción llamada América Latina. Venezuela forma parte de Hispanoamérica, un espacio histórico, político y cultural unido a España por la lengua, por la historia y por una responsabilidad que no se puede despachar con comunicados vacíos. Lo que ocurre en Caracas tiene consecuencias directas en Madrid, y cuando España renuncia a ejercer liderazgo moral en Hispanoamérica, pierde autoridad internacional y debilita su propia democracia interna.

En este contexto, la presión ejercida por Estados Unidos adquiere una relevancia decisiva. Donald Trump no cree en la diplomacia estética ni en la ambigüedad moral. Para Trump, el chavismo no es un interlocutor incómodo, sino un sistema que debe ser desmantelado. Y si ese sistema cae, no caerá solo un régimen, sino una red de intereses, apoyos, mediaciones y silencios que se ha extendido durante años por buena parte del mundo occidental.

Ahí reside la verdadera incomodidad del poder en España. Porque si el régimen de Nicolás Maduro cae, si se produce una transición real que permita abrir archivos, revisar flujos de dinero y reconstruir relaciones internacionales, no solo se desmoronará una narcodictadura, sino que quedará al descubierto una red de complicidades políticas que durante años ha sobrevivido gracias a la opacidad y al silencio. Y en ese escenario, la figura de José Luis Rodríguez Zapatero emergerá con una fuerza imposible de esquivar. No como un actor secundario ni como un mediador ingenuo, sino como el principal valedor político internacional del chavismo en Europa, un papel asumido de forma voluntaria, reiterada y pública.

Zapatero no fue un observador neutral. Fue el rostro amable del chavismo en el exterior, el interlocutor privilegiado de Maduro, el garante de un supuesto diálogo que siempre terminó dando oxígeno al régimen mientras la oposición democrática era perseguida, encarcelada o empujada al exilio. Y a esa dimensión política se suma una inquietud creciente en la opinión pública por las relaciones entre su entorno y determinados intereses empresariales vinculados al ámbito venezolano, como el caso de Plus Ultra, rescatada con dinero público en una operación rodeada de dudas, interrogantes y falta de transparencia. No se trata de dictar sentencias, sino de exigir explicaciones claras, porque cuando convergen mediaciones políticas, dictaduras extranjeras y negocios financiados con fondos públicos, la democracia exige luz y taquígrafos.

Si el chavismo se derrumba, si se abre la caja negra de años de relaciones internacionales, España tendrá que mirarse al espejo. Y en ese reflejo aparecerán nombres propios. Aparecerá Pedro Sánchez, que pasó de reconocer a Guaidó a abandonar a la oposición democrática, a ignorar a María Corina Machado y a no respaldar a Edmundo González. Y aparecerá, de forma inevitable, José Luis Rodríguez Zapatero, como símbolo de una forma de hacer política exterior basada en la connivencia, la opacidad y la renuncia a los principios democráticos.

Ese es el verdadero motivo por el que el derrocamiento de Maduro resulta tan incómodo para determinados sectores del poder en España. No por Venezuela en sí, sino por lo que puede sacar a la luz aquí. Porque cuando cae una dictadura, no solo caen los dictadores; caen también las coartadas, los intermediarios y los relatos que los sostuvieron. Y entonces ya no bastará con hablar de diálogo ni de buenas intenciones. Habrá que explicar responsabilidades políticas concretas.

Por eso hoy puede afirmarse, sin exageración, que la democracia española está en parte en manos de Donald Trump y, su determinación de ir hasta el final contra el chavismo, amenaza con romper el muro de silencio que durante años ha protegido a Zapatero, a Sánchez y a un socialismo español que prefirió debilitar la democracia fuera y dentro de nuestras fronteras antes que rendir cuentas. El problema no es Trump. El problema es un poder que teme que la verdad, cuando finalmente salga a la luz, ya no pueda volver a esconderse.

Felipe Pinto. 

sábado, 13 de diciembre de 2025

REZAR NO ES DELITO

 



El Estado pretende castigar la conciencia.

Durante los últimos años, España ha vivido una deriva legislativa preocupante en materia de libertades públicas. Bajo la bandera del “progreso” y de una supuesta ampliación de derechos, el Gobierno ha impulsado reformas que, lejos de fortalecer la convivencia democrática, han colocado bajo sospecha a ciudadanos pacíficos por el simple hecho de expresar convicciones morales o religiosas en el espacio público. Uno de los ejemplos más graves de esta deriva ha sido la ofensiva jurídica contra el movimiento provida.

La reforma promovida por el PSOE introdujo un concepto profundamente distorsionado de “coacción”, desligado de su significado jurídico tradicional, que exige violencia, intimidación o fuerza efectiva. De este modo, actos como rezar en silencio o informar pacíficamente frente a centros abortistas pasaron a ser considerados potencialmente delictivos. No por impedir el paso, no por insultar ni amenazar, sino simplemente por estar presentes y expresar una convicción contraria al dogma oficial.

Este planteamiento resulta aún más inquietante cuando se compara con el doble rasero aplicado por la izquierda en otros ámbitos. Mientras se endurecía el Código Penal contra ciudadanos que rezan, se eliminaban las penas específicas contra las coacciones sindicales durante las huelgas. Es decir, se dejó sin protección penal a trabajadores que pudieran ser presionados para secundar paros laborales, una práctica que sí ha estado históricamente acompañada de intimidaciones reales. La coacción deja de ser delito si quien la ejerce pertenece al bloque ideológico correcto.

Este uso selectivo del Derecho revela una concepción profundamente autoritaria del poder. La ley deja de ser un instrumento para proteger libertades y se convierte en una herramienta de castigo ideológico. Así se degrada una democracia: cuando se criminaliza al disidente pacífico y se toleran o blanquean conductas agresivas si son funcionales al poder político.

Afortunadamente, el sistema aún conserva contrapesos. Recientemente, los tribunales han puesto freno a esta deriva con la absolución de varios activistas provida acusados de “coacciones” por concentrarse ante un centro abortista. La sentencia es clara: no hubo insultos, no hubo amenazas, no hubo impedimentos físicos ni actos intimidatorios. Los acusados se limitaron a rezar en silencio o en voz baja, ejerciendo de forma legítima su libertad religiosa y de expresión.

La resolución judicial no solo desmonta la acusación concreta, sino que deja en evidencia la fragilidad jurídica de una ley diseñada más para intimidar que para hacer justicia. También coloca en una posición incómoda a una fiscalía alineada con el Ejecutivo, que pretendía convertir actos pacíficos en delitos penales mediante una interpretación forzada de la ley.

Pero la ofensiva no termina en los ciudadanos que rezan. A todo esto se suma un paso aún más inquietante: la pretensión de obligar a las administraciones sanitarias a elaborar y facilitar listas de médicos objetores de conciencia que se niegan a practicar abortos. No se trata de una medida neutra ni meramente organizativa, sino de un mecanismo de señalamiento ideológico que vacía de contenido un derecho fundamental. La objeción de conciencia existe precisamente para proteger a los profesionales frente a imposiciones que chocan frontalmente con sus convicciones éticas más profundas.

La creación de registros identificables de objetores abre la puerta a presiones, sanciones encubiertas, discriminación laboral y persecución administrativa. No hace falta imaginar escenarios extremos: basta con observar cómo, en otros ámbitos, quien se aparta del discurso oficial acaba marginado, expedientado o apartado de determinadas funciones. El mensaje es claro: puedes objetar, pero te señalamos; puedes disentir, pero asumirás las consecuencias.

Esta lógica revela de nuevo una concepción del Estado que no se conforma con regular servicios, sino que pretende fiscalizar conciencias. Mientras se habla de derechos, se construye un sistema de control ideológico en el que rezar es sospechoso y negarse a abortar es motivo de vigilancia. No se protege la libertad: se tolera solo mientras no contradiga el relato impuesto.

El contexto territorial en el que se han producido algunos de estos hechos añade una dimensión aún más inquietante. Los casos juzgados tuvieron lugar en el País Vasco, una comunidad donde durante años se han permitido —e incluso protegido— homenajes públicos a terroristas responsables de cientos de asesinatos, incluidos niños y bebés. Resulta difícil explicar a cualquier ciudadano que rezar ante un hospital pueda acabar en los tribunales mientras se tolera la exaltación de quienes sembraron el terror durante décadas.

Más aún cuando el propio PSOE y sus aliados han rechazado iniciativas destinadas a prohibir esos homenajes, al tiempo que impulsaban leyes para perseguir a ciudadanos pacíficos y señalar a profesionales sanitarios por su conciencia. No se trata de una contradicción casual, sino de una forma de entender el poder: indulgente con la violencia ideológica afín y despiadada con la disidencia pacífica.

Cuando rezar se convierte en sospechoso, cuando objetar es motivo de registro y cuando la ley se utiliza para intimidar en lugar de proteger, el problema ya no es una norma concreta, sino el modelo de sociedad que se pretende imponer. Y frente a esa deriva, la Justicia independiente sigue siendo, por ahora, el último dique de contención.

Felipe Pinto.