La izquierda revolucionaria de la II República: los crímenes que llevaron a España a la guerra
Hay momentos en la historia de un pueblo en los que la esperanza se convierte en tragedia. España vivió uno de esos momentos entre 1931 y 1936. La Segunda República había nacido entre aplausos y con un aura de regeneración moral, pero muy pronto se vio devorada por el odio, el sectarismo y la violencia política. Lo que comenzó como un proyecto de modernización acabó convertido en un proceso de descomposición nacional. Detrás de esa deriva, una izquierda revolucionaria que no supo —ni quiso— convivir con la libertad y la ley.
1931: una República nacida sobre la fractura.
Cuando el 14 de abril de 1931 se proclamó la República, muchos españoles creyeron asistir al inicio de una era de justicia. Sin embargo, en sus primeros meses ya se hizo visible el germen del desastre. Las leyes y los símbolos de la nueva España republicana se impusieron con un espíritu excluyente. La bandera bicolor fue sustituida por la tricolor, el himno y los emblemas tradicionales fueron suprimidos, y el Estado se declaró abiertamente laico en un país profundamente católico. Aquello que debía unir, empezó a dividir.
El primer gran estallido de violencia llegó apenas unas semanas después: la quema de conventos de mayo de 1931, en la que ardieron iglesias, escuelas religiosas y bibliotecas enteras. El Gobierno, lejos de restablecer el orden, se mantuvo impasible; el ministro de la Gobernación, Miguel Maura, reconocería después que se dio orden de no intervenir. Aquel silencio oficial ante la barbarie fue el primer síntoma de un poder débil frente al fanatismo.
Los partidos de izquierda, y en especial el Partido Socialista Obrero Español, que había sido pieza clave en la caída de la Monarquía, se instalaron pronto en la idea de que la República debía ser un paso hacia la revolución social. El socialismo español, influido por las doctrinas de Marx y Lenin, consideraba que el nuevo régimen debía servir como antesala de un Estado obrero. Frente a ellos, los republicanos moderados intentaban sostener la legalidad, pero se vieron desbordados por sus propios aliados.
La revolución en los discursos
Entre 1931 y 1933 se multiplicaron los discursos incendiarios. En mítines y publicaciones, figuras destacadas del socialismo y del sindicalismo alentaban abiertamente la lucha de clases. La UGT se convirtió en una organización de combate, y las Juventudes Socialistas, más tarde unificadas con las comunistas, adoptaron una estética y una retórica casi militar. En el campo, las ocupaciones de tierras se extendieron con violencia; en las ciudades, las huelgas políticas paralizaban la vida económica. La autoridad del Estado se deshacía a la vista de todos.
En aquel clima, los atentados y los asesinatos políticos se convirtieron en un método cotidiano. Los pistoleros sindicales y las llamadas “patrullas de control” operaban con total impunidad. El número de muertos en choques callejeros y huelgas se contaba por centenares, según los propios informes parlamentarios de la época. Pero lo más grave era la tolerancia del poder: las fuerzas del orden se veían atadas por instrucciones políticas, y los jueces temían dictar sentencias que pudieran desatar represalias.
1933: el cambio frustrado
Las elecciones de 1933 trajeron un respiro. El triunfo de las derechas —con la CEDA y el Partido Radical— parecía ofrecer la posibilidad de estabilizar el país. Sin embargo, para el socialismo radical de Largo Caballero aquello fue una provocación intolerable. En lugar de aceptar el juego democrático, el PSOE optó por la insurrección. En su prensa y en los discursos de sus líderes se anunciaba abiertamente que el “proletariado” no permitiría el regreso del “fascismo” al Gobierno. Era la negación más absoluta de la democracia que decían defender.
Desde entonces, la izquierda se preparó para el golpe. Las casas del pueblo se convirtieron en centros de agitación, y las milicias socialistas empezaron a armarse. Se recaudaban fondos para comprar armas, se imprimían panfletos revolucionarios y se entrenaban grupos paramilitares. La consigna era clara: si la derecha llegaba al poder, habría guerra civil. Y en octubre de 1934 esa amenaza se hizo realidad.
Asturias, 1934: la revolución socialista
La insurrección de Asturias fue el punto de inflexión. Convocada por la Alianza Obrera, impulsada principalmente por el PSOE y la UGT, fue un auténtico intento de toma del poder por la fuerza. Los mineros y las milicias socialistas proclamaron la “República Socialista de Asturias” y se enfrentaron durante dos semanas al Ejército. Las iglesias ardieron, los sacerdotes fueron fusilados, los empresarios secuestrados y ejecutados, y se cometieron atrocidades como el asesinato de religiosos en Turón o la destrucción de templos centenarios. El Gobierno logró sofocar la rebelión, pero el país ya estaba herido de muerte.
La revolución de 1934 dejó miles de muertos y una sensación general de terror. Para muchos españoles, aquel levantamiento no fue una simple huelga: fue el anuncio de que la izquierda estaba dispuesta a destruir la República si no la controlaba. Y lo más grave es que, una vez derrotada, lejos de arrepentirse, la dirección socialista glorificó la insurrección. Largo Caballero, desde la cárcel, fue elevado a la categoría de “Lenin español” por la propaganda del partido.
La amnistía concedida a los revolucionarios de 1934 marcaría el principio del fin de la República. Aquella decisión, promovida por las izquierdas y aceptada por el presidente Alcalá-Zamora, significó que la violencia política quedaba sin castigo. Los responsables de la insurrección fueron recibidos como héroes; los muertos, olvidados. El Estado de Derecho se transformó en un campo de impunidad, y los agitadores volvieron a las calles con más odio que nunca.
1936: el retorno del Frente Popular
Las elecciones de febrero de 1936 fueron un punto de inflexión. El Frente Popular, coalición de socialistas, comunistas, republicanos de izquierda y nacionalistas, logró la victoria en un clima de enorme tensión. Desde el primer día, la calle se convirtió en el escenario del poder real: asaltos a iglesias, incendios de periódicos, ocupaciones de fincas y ataques a la oposición. La Guardia Civil y las fuerzas de orden público eran insultadas o desarmadas; los tribunales, presionados; la prensa, amordazada por el miedo. El país caminaba hacia el abismo.
En pocos meses, según las propias estadísticas parlamentarias, más de trescientas personas fueron asesinadas por motivos políticos, sin contar las miles de agresiones, atentados, incendios y saqueos. La sensación de que el Gobierno había perdido el control era total. Los comunistas, apoyados por la Internacional, tomaban posiciones en los sindicatos; los anarquistas imponían su ley en la calle; los socialistas radicales, agrupados en torno a Largo Caballero, hablaban abiertamente de revolución. Las Juventudes Socialistas se fusionaron con las comunistas para crear una organización de adoctrinamiento armado, con desfiles uniformados y consignas soviéticas.
El Estado sin ley
Mientras tanto, las autoridades republicanas miraban hacia otro lado. Los gobernadores civiles eran incapaces de frenar el desorden, y los ministros preferían justificar la violencia “popular” como una reacción “inevitable” frente al fascismo. En las prisiones, los detenidos por delitos políticos eran liberados sin juicio; en las calles, los militantes armados actuaban con total impunidad.
Los paseos —eufemismo con el que se designaban los secuestros y ejecuciones sumarias— comenzaron antes de la guerra, cuando bandas organizadas eliminaban a adversarios o simples sospechosos de simpatizar con la derecha. Era el preludio de lo que, meses después, se convertiría en un sistema de terror.
Las checas, aunque más desarrolladas durante la contienda, tuvieron sus primeras versiones en 1936: locales donde milicianos interrogaban y torturaban a opositores políticos, muchas veces bajo el amparo de organizaciones de izquierda. En Madrid, en Barcelona y en otras grandes ciudades, las Casas del Pueblo o los ateneos obreros sirvieron como centros de detención improvisados. Aquel ambiente de miedo y venganza borró cualquier resto de convivencia.
El asesinato de Calvo Sotelo
El 13 de julio de 1936 marcó el punto de no retorno. Esa madrugada, un grupo de guardias de asalto y milicianos socialistas irrumpió en la casa del líder monárquico José Calvo Sotelo, diputado de la oposición, y lo asesinó de un tiro en la nuca. El crimen fue cometido por agentes del propio Estado, en un coche policial, y ejecutado por Luis Cuenca, miembro de las milicias socialistas. Aquella ejecución no fue un hecho aislado: fue la culminación de una escalada de odio alentada desde el poder.
El asesinato de Calvo Sotelo conmocionó al país. La oposición entendió que ya no había ley ni justicia. El propio presidente del Consejo, Santiago Casares Quiroga, se negó a investigar con rigor el crimen. En los días siguientes, el miedo y la indignación se extendieron por toda España. Muchos oficiales del Ejército, hasta entonces leales al régimen, comprendieron que la República había dejado de existir como orden legal. Lo que vino después fue el estallido inevitable de una guerra que nadie quería, pero que muchos habían provocado.
Una República devorada por el odio
Entre 1931 y 1936, España vivió una espiral de violencia sin precedentes. La República, que había nacido con promesas de libertad y justicia, se vio corrompida por la intolerancia, el sectarismo y la manipulación ideológica. Los partidos de izquierda —socialistas, comunistas y anarquistas— utilizaron el nuevo régimen no para consolidar una democracia, sino para preparar su revolución. Quisieron transformar España por la fuerza, y acabaron destruyéndola.
Los crímenes cometidos en aquellos años —los incendios de iglesias, los asesinatos políticos, los paseos, las checas embrionarias y la insurrección armada de Asturias— fueron el prólogo de una tragedia mayor. La guerra no nació en los cuarteles: nació en las calles, en los discursos de odio, en los asesinatos impunes, en la traición a las leyes y en la indiferencia de un poder que dejó de ser árbitro para convertirse en parte del conflicto.
En la memoria de España quedaron los nombres de las víctimas y también los de los verdugos. Aquella izquierda revolucionaria, que prometía redimir al pueblo, terminó sumiéndolo en el dolor y la ruina. El asesinato de José Calvo Sotelo fue el último golpe al corazón de un país exhausto: el acto final de una república que se suicidó a manos de sus propios hijos.
La lección que deja esa etapa es amarga, pero necesaria: una nación que permite que el odio sustituya a la justicia y que la violencia imponga su ley, está condenada a repetir su tragedia. Recordarlo no es reabrir heridas, sino impedir que vuelvan a abrirse. La historia no se escribe para vengar, sino para comprender y advertir. Y la España de aquellos años nos advierte aún hoy de lo que ocurre cuando la pasión destruye la razón y la ideología mata a la verdad y la verdad no admite maquillaje. Durante demasiado tiempo se ha querido presentar la historia como una fábula en la que solo unos fueron verdugos y los otros víctimas. Pero los hechos son tozudos: antes de 1936, la violencia, la persecución y los asesinatos nacieron del odio revolucionario que asoló España desde 1931.
Esa es la verdad que hoy muchos prefieren callar, disfrazándola bajo leyes y relatos parciales que solo buscan absolver a quienes sembraron el terror.
La llamada “memoria histórica” ha convertido la historia en un arma política, negando el dolor de media nación para reescribir el pasado al gusto del poder.
España no necesita memoria selectiva, sino memoria completa. Solo la verdad entera, sin filtros ni propaganda, puede reconciliar a un pueblo. Y esa verdad, por dura que sea, sigue esperando ser dicha con la voz firme de quienes no se rinden ante el olvido.