"Lo importante no son los años de vida sino la vida de los años".

"Que no os confundan políticos, banqueros, terroristas y homicidas; el bien es mayoría pero no se nota porque es silencioso.
Una bomba hace más ruido que una caricia, pero por cada bomba que destruye hay millones de caricias que alimentan la vida".

Al mejor padre del Mundo

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sábado, 1 de noviembre de 2025

SÁNCHEZ CAMBIA VOTOS ESPAÑOLES POR NACIONALIZACIONES MARROQUÍES

 


Mientras el Gobierno presume de solidaridad y progreso, las cifras oficiales revelan una realidad muy distinta: la nacionalización masiva de ciudadanos marroquíes se ha convertido en una nueva herramienta electoral del PSOE. Lo que antes era un proceso de integración pausado hoy parece una estrategia para compensar la pérdida del voto español con un electorado nuevo, más dócil y agradecido.

Según los datos del Instituto Nacional de Estadística, más de 250 000 extranjeros obtuvieron la nacionalidad española en 2024, y de ellos casi 43 000 eran marroquíes, el grupo más numeroso con diferencia. El año anterior ya habían sido más de 54.000, lo que suma cerca de 100.000 marroquíes nacionalizados en apenas dos años. Nunca antes se habían concedido tantas nacionalidades ni con tanta rapidez.

Si a estos datos sumamos los años anteriores (2019-2022), la cifra total de marroquíes que han obtenido la nacionalidad durante los gobiernos de Pedro Sánchez supera los 270.000 contando la posible cifra de 50.000 que, siguiendo la media de los últimos años, habrían sido nacionalizados este 2025.

Para el PSOE, cada nueva nacionalización magrebí, supone un votante potencial, pues una vez convertidos en ciudadanos españoles, los recién llegados pueden participar en todas las elecciones, incluidas las generales. Por eso, el Gobierno facilita trámites, elimina esperas y amplía dispensas en los exámenes de idioma o de integración. Todo ello ocurre en un momento en que la izquierda española pierde apoyo entre los trabajadores, las clases medias y los jóvenes, cada vez más desencantados con su gestión. La ecuación es simple: cuanto menos respaldo nacional, mayor interés en fabricar voto extranjero.

A esto se suma el amplio abanico de ayudas sociales al que pueden acceder. El Ingreso Mínimo Vital, las pensiones no contributivas, las subvenciones municipales o los bonos de vivienda y energía están disponibles para todos ellos. No son ayudas ilegales, pero sí un mecanismo de fidelización política: el Gobierno reparte dinero público entre colectivos recién incorporados al censo mientras aumenta la presión fiscal sobre quienes lo financian. Más dependencia del Estado significa menos cultura del esfuerzo y un voto agradecido a quien garantiza la paga.

Mientras tanto, los autónomos, pensionistas y trabajadores españoles ven cómo suben los impuestos, los precios y se reducen los servicios esenciales. Las ayudas prometidas a las familias españolas se pierden entre la burocracia mientras el Estado agiliza los procesos para quienes llegan de fuera. No es xenofobia, es sentido común: una nación que no protege primero a los suyos se descompone desde dentro.

España siempre fue tierra de acogida, pero también de identidad firme. Hoy, bajo el gobierno de Sánchez, esa identidad se diluye a base de decretos, nacionalizaciones exprés y una visión globalista que prefiere nuevos votantes a nuevos trabajadores. El país que levantaron generaciones de españoles con esfuerzo y sacrificio se está transformando en un laboratorio político donde la nacionalidad se concede con la misma facilidad con que se promete una subvención.

La consecuencia más grave de esta política no es solo electoral, sino cultural. Al acelerar la nacionalización de ciudadanos procedentes de Marruecos, el Gobierno está favoreciendo una transformación silenciosa del país. La llegada masiva de población musulmana sin un verdadero plan de integración está cambiando costumbres, barrios y hasta la forma de entender la convivencia. No se trata de religión, sino de identidad: España corre el riesgo de diluir sus raíces cristianas, su cultura y su modo de vida frente a un islam cada vez más visible y organizado, amparado por la pasividad del Estado. Lo que Sánchez presenta como “diversidad” está derivando, en realidad, en una invasión demográfica y cultural que puede alterar para siempre la esencia de nuestra nación.

La nacionalidad española no puede convertirse en una moneda de cambio electoral. Convertir la ciudadanía en herramienta de poder es una traición al pueblo. España necesita políticas migratorias responsables, integradoras y leales al interés nacional, no un mercado de votos financiado con dinero público.

Felipe Pinto 



¡HAY QUE REACCIONAR YA!

 


¿A qué esperamos para reaccionar frente a la gran mentira que la izquierda intenta imponer como verdad? 

Nos repiten constantemente que existe una supuesta “violencia de la ultraderecha”, cuando en realidad son ellos los únicos que actúan con violencia cada vez que alguien osa discrepar de su pensamiento único o se ven amenazados por su pérdida de peso en las instituciones y en el corazón de la población.


Solo hay que ver los hechos: los ataques a periodistas, las agresiones a personas en universidades —como ocurrió recientemente en la Universidad de Navarra, donde un periodista de El Español fue brutalmente agredido, pateado en la cara y golpeado hasta el punto de tener que ser trasladado al hospital—, los enfrentamientos con las fuerzas del orden público y los disturbios en cada manifestación que convocan.

En cambio, las concentraciones organizadas por la derecha, ya sean del Partido Popular o de Vox, se desarrollan en calma, con banderas, familias y civismo. Ni hay contenedores ardiendo ni policías heridos y cuando aparece algún conato de violencia, está comprobado que es causado por sujetos infiltrados que solo buscan perjudicar la imagen de los manifestantes.

Un ejemplo reciente lo tuvimos en la población madrileña de Torrelodones. Días atrás, Izquierda Unida y Más Madrid intentaron boicotear la presentación del libro del escritor e historiador Fernando Paz, alegando que se trataba de una apología del franquismo. Nada más lejos de la realidad. El libro aborda la historia de España en su conjunto: desde las distintas culturas que han poblado nuestra nación hasta el descubrimiento y evangelización de América. Solo uno de sus capítulos trata del siglo XX, donde se mencionan la Segunda República, el franquismo y la transición a la democracia.

Lo que debía ser un acto cultural y tranquilo se convirtió en un auténtico escrache. Los grupos convocantes intentaron atemorizar a los asistentes, increpándolos, insultándolos y esperándolos a la salida con amenazas. Y lo más curioso de todo fue el grito que repetían sin cesar: “¡Fuera fascistas de nuestro pueblo!”. Una consigna tan absurda como falsa, porque de los sesenta activistas que allí se congregaron, apenas dos o tres eran realmente vecinos de Torrelodones.
Entonces, ¿de qué “pueblo” hablaban? ¿Cómo iban a echar a nadie de un pueblo que ni siquiera es el suyo? La escena fue tan grotesca como reveladora: importaron el odio desde fuera para sembrar división donde no la había.

La presentación del libro se celebró muy a pesar de la alcaldesa de la localidad, que trató por todos los medios que se suspendiera. No debe saber que los concejales de VOX, no cedemos jamás ante cualquier chantaje de la izquierda y así, junto al ponente, mantuvimos, con decisión y sin complejos, nuestra convocatoria siendo arropados, además de por todos los asistentes al acto, por la irrupción, por sorpresa, de jóvenes estudiantes de la localidad que, pacíficamente, nos mostraron su apoyo a los convocantes.
Cada vez se nota más que la juventud española ha perdido el miedo, los complejos y las consignas vacías. Sabe lo que quiere: un futuro mejor, con libertad, con oportunidades y con orgullo de ser español. Por eso muchos jóvenes miran hoy a VOX.

En lo que se refiere a los sinrazón, lo paradójico es que ellos, que se escandalizan por un libro de historia no tienen problema alguno en presentar —y aplaudir— publicaciones dedicadas a Stalin, Marx, La Pasionaria o Santiago Carrillo, figuras responsables o defensoras de regímenes y movimientos que causaron millones de muertes.

Conviene recordar que el comunismo ha sido declarado la doctrina más asesina de la historia de la humanidad, con más víctimas que el nazismo y el fascismo juntos.

La incoherencia es total. En nombre del progresismo, la izquierda solo tolera aquello que encaja en su dogma. Censura lo que le incomoda, persigue las voces disidentes y manipula el relato histórico para presentarse como adalid de la democracia. Pero los españoles ya no somos ciegos. Sabemos quiénes destruyen, insultan y golpean, y quiénes defienden la verdad con argumentos y respeto.

Ha llegado el momento de reaccionar, de dejar de callar ante la mentira organizada y la cobardía institucional que permite que la intolerancia de unos pocos se imponga sobre la libertad de todos. El socialismo y que decir del comunismo, nunca ha sido demócrata: utiliza la democracia solo como medio para alcanzar el poder, pero una vez en él, su único objetivo es imponer una dictadura ideológica. Siempre ha sido así, y siempre lo será.

Felipe Pinto 






 

viernes, 31 de octubre de 2025

LA ETERNA DERECHA COBARDE


De Lerroux y Gil-Robles al Partido Popular: la eterna derecha cobarde

La historia política de España está marcada por una constante que se repite con precisión trágica, la de una derecha que cuando alcanza el poder o tiene la oportunidad de ejercerlo con firmeza acaba retrocediendo, buscando la aprobación de quienes la odian, temiendo ser señalada y renunciando a los valores que dice defender. Esa cobardía política, que ya se manifestó durante la Segunda República con Alejandro Lerroux y José María Gil-Robles, sigue hoy viva en el Partido Popular, que ha pasado de ser un partido de raíz conservadora a convertirse en una fuerza socialdemócrata domesticada por la izquierda, incapaz de levantar la voz ni de defender lo esencial.

Durante la Segunda República, Alejandro Lerroux y su Partido Republicano Radical simbolizaron ese falso centrismo que pretendía contentar a todos y terminó destruyéndose a sí mismo, un partido que llegó al poder en 1933 con el apoyo de quienes buscaban orden, autoridad y respeto a la ley, pero que, una vez en el Gobierno, prefirió contemporizar con la izquierda antes que enfrentarse a ella. José María Gil-Robles y su CEDA, por su parte, encarnaron la derecha católica, legalista y parlamentaria que ganó las elecciones, pero rehusó asumir el poder real por miedo a que los mismos que la insultaban la tildaran de reaccionaria. Esa indecisión fue letal, porque mientras la derecha debatía sobre principios, la izquierda actuaba sin escrúpulos, preparando la insurrección de octubre de 1934 y el asalto definitivo a la República.

Los partidos de derechas de antes de la guerra, con su cobardía y su falta de determinación, permitieron que la izquierda campase a sus anchas por las calles de España, que los grupos revolucionarios dieran los tristemente célebres “paseíllos” a ciudadanos inocentes, que proliferaran las checas donde se torturaba y asesinaba impunemente a miles de personas por el simple hecho de pensar distinto, de ir a misa o de haber servido al Estado. Mientras tanto, la derecha seguía temiendo ser acusada de autoritaria, seguía confiando ingenuamente en la legalidad y en la moderación, y su pasividad abrió las puertas al caos. Cuando finalmente intentó reaccionar, ya era demasiado tarde, porque el terror y la anarquía habían devorado el país.

Décadas después, esa misma enfermedad de la derecha española sigue viva, ahora encarnada en el Partido Popular. Nacido de Alianza Popular, la formación fundada por Manuel Fraga, el PP tiene su origen en un proyecto político que sí defendía con claridad los valores conservadores, la unidad de España y el orden social. Pero en 1986, Fraga impulsó la Coalición Popular, una alianza con el Partido Liberal de José Antonio Segurado y el Partido Demócrata Popular (PDP) de Óscar Alzaga, de orientación democristiana. Aquella coalición perdió las elecciones frente al PSOE, pero dejó una huella profunda: los miembros del Partido Liberal y del PDP se fueron integrando poco a poco en el nuevo Partido Popular, y con ellos entró una mentalidad política más moderada, europeísta y liberal, que fue desplazando el alma conservadora original del proyecto. Desde entonces, el PP inició una deriva doctrinal que lo llevó primero del conservadurismo al liberalismo, luego a la democracia cristiana y finalmente a una especie de socialdemocracia vergonzante, completamente sometida a los dictados ideológicos del socialismo.

El Partido Popular actual ya no defiende principios, sino estrategias; ya no representa una alternativa al socialismo, sino su continuidad con otro color. Acepta sin reparos la Agenda 2030, las leyes ideológicas de la izquierda, la memoria histórica manipulada, el feminismo institucional, la ideología de género y todos los dogmas del progresismo globalista. Lo que antes eran banderas del adversario se han convertido en su programa electoral. Y todo esto ocurre porque el PP tiene miedo, un miedo atroz al PSOE, a los medios, a las críticas y a perder su cómoda posición en el sistema.

Por eso se le llama con justicia la derechita cobarde, porque cada vez que puede actuar se paraliza, cada vez que puede revertir una injusticia la mantiene, cada vez que puede defender a España calla. Es la derecha que vive acomplejada, que confunde prudencia con rendición, que prefiere parecer sensata antes que ser valiente, que teme más al insulto de la izquierda que a la ruina de su nación.

España lleva casi un siglo sufriendo el mismo mal: el miedo de la derecha a ejercer el poder. De Lerroux y Gil-Robles a los actuales dirigentes del Partido Popular, se extiende una línea continua de debilidad y de claudicación. Ayer su cobardía permitió los paseíllos y las checas; hoy permite la demolición moral, cultural y política de España bajo el disfraz de la corrección política. Cambian los tiempos, pero no los errores: la izquierda domina porque la derecha teme.

Por eso, hoy, solo queda VOX.

Felipe Pinto 

jueves, 30 de octubre de 2025

PEDRO SÁNCHEZ: AHOGADO POR LA VERDAD

El Senado desenmascara a un presidente que ha hecho de la mentira, la evasiva y la contradicción su modo de gobierno corrupto.

La comparecencia de Pedro Sánchez en el Senado, dentro de la comisión de investigación del caso Koldo, ha sido algo más que un trámite parlamentario: ha sido un acto de revelación política. Por primera vez ante una cámara de control, el presidente del Gobierno no ha podido esconderse tras los aplausos de los suyos ni detrás de su maquinaria propagandística. Frente a las preguntas de los senadores, el mandatario socialista mostró su verdadera naturaleza: la del político que confunde el poder con la impunidad, la mentira con la estrategia y el silencio con la superioridad moral.

Durante casi cinco horas, el jefe del Ejecutivo convirtió el Senado en un circo de evasivas. Respondió con sarcasmo, ironías y rodeos a cada pregunta que exigía concreción. Cuando la senadora de UPN le pidió que contestara con un “sí” o un “no” sobre si había recibido dinero o regalos, Sánchez se negó: “No voy a entrar en ese formato, esto no es un interrogatorio judicial”, dijo, mientras en la sala se extendía el murmullo de indignación, lógico, porque en política, quien teme responder, algo oculta.

Se ha permitido el lujo de negar de forma tajante tener “absolutamente ninguna relación” con Víctor de Aldama, el empresario investigado por cobrar comisiones millonarias de contratos públicos vinculados al Ministerio de Transportes. Sin embargo, existen fotografías, mensajes y coincidencias documentadas que prueban que ambos compartieron actos y contactos en el entorno del PSOE. Decir “absolutamente ninguna relación” ante esos hechos es una mentira fría y calculada, pronunciada con la seguridad del que confía en el blindaje de los suyos.

Tampoco ha reconocido conocimiento alguno de la trama de mascarillas ni de las empresas beneficiadas por su gobierno, limitándose a decir: “No me consta”. Una expresión que, repetida una y otra vez, se ha convertido en el emblema de la jornada. No le consta, ha dicho, que su propio ministro Ábalos favoreciera a empresarios cercanos. No le consta que hubiera tráfico de influencias. No le consta nada, como si gobernar España fuese una tarea delegable en la niebla.

Cuando se le preguntó si su esposa, Begoña Gómez, había influido directa o indirectamente en el rescate de Air Europa, Sánchez lo ha negado en bloque, asegurando que “ella no tuvo nada que ver”. Pero evitó aportar los informes completos de la Guardia Civil o de la Oficina de Conflictos de Intereses dependiente de él, que, según su opinión, la exculpan. Una vez más, la opacidad ha sustituido a la transparencia.

El momento más tenso de la sesión llegó cuando un senador le preguntó directamente por su hermano, David Sánchez, funcionario en la Diputación de Badajoz, y por las presuntas irregularidades detectadas en su contratación y desplazamientos pagados con fondos públicos. La reacción del presidente fue de irritación inmediata. Se revolvió en su asiento, subió el tono y, visiblemente incómodo, espetó que esa cuestión “no formaba parte del orden del día”.

Una respuesta tan abrupta como reveladora: quien calla, otorga; y quien se enfurece, teme. Si nada hubiera que ocultar, habría bastado con una aclaración serena. En cambio, Sánchez optó por la huida verbal, demostrando que la transparencia termina justo donde empieza su entorno familiar. Su mal talante fue tal que el presidente de la comisión tuvo que pedir calma en varias ocasiones ante la tensión generada.

Aquel instante selló la impresión general: el jefe del Ejecutivo teme más las preguntas que las pruebas, y su nerviosismo ante el tema familiar delató que la red de sospechas no se limita al caso Koldo, sino que se extiende hasta los círculos más íntimos del poder socialista.

Y la gran confesión, disfrazada de defensa: “En Ferraz no existe circuito de dinero negro; en la calle Génova sí, en Ferraz no”. Con esa frase, el presidente pretendía marcar distancia con el Partido Popular, pero terminó admitiendo implícitamente que el PSOE sí maneja fondos en efectivo, algo que más tarde reconoció al afirmar que “en ocasiones” se liquidan gastos del partido “en efectivo, pero siempre contra factura”. Una contradicción en toda regla: negar el dinero negro y, al mismo tiempo, admitir pagos en efectivo que, en la práctica, escapan al control público, porque, ¿de dónde ha salido todo ese efectivo?

Esa contradicción resume la esencia de su gobierno: negar lo evidente mientras se normaliza lo inaceptable.

Pedro Sánchez no fue al Senado a rendir cuentas; fue a interpretar su propio papel de víctima. Desacreditó la comisión llamándola “circo”, acusó a los senadores de la oposición de “instrumentalizar las instituciones” y llegó a ridiculizar el formato de las preguntas. Su objetivo no era aclarar nada, sino deslegitimar a quienes le exigen explicaciones. En lugar de respeto al Parlamento, ofreció soberbia. En lugar de humildad, arrogancia. En lugar de verdad, propaganda.

Llegados a este punto, las mentiras y contradicciones se acumulan:

- Niega relación con Aldama, pero hay pruebas fotográficas y testimoniales.

- Afirma “nunca me han intentado sobornar”, pero reconoce pagos en efectivo en su partido.

- Dice “corrupción cero no existe”, pero presume de aplicar “tolerancia cero”.

- Asegura no conocer los detalles del caso Koldo, pese a que el principal implicado era su ministro más próximo.

- Niega cualquier irregularidad en el entorno de su esposa, pero rehúsa entregar los informes completos que lo demostrarían.

- Y se indigna cuando se menciona a su hermano, como si la familia del presidente estuviera por encima del control democrático.

Todo ese entramado de evasivas, silencios selectivos y medias verdades revela la radiografía de un presidente que ha hecho de la mentira no solo un instrumento político su estado cotidiano. No se trata ya de sospechas: se trata de un patrón de conducta repetido hasta el cansancio. La corrupción en el caso Koldo no es solo económica; es moral y sistémica, porque nace de un modo de gobernar donde la ética se sustituye por el cálculo y la verdad por la manipulación.

Hoy, tras su paso por el Senado, Pedro Sánchez ha perdido la última máscara. Ni la retórica de la “tolerancia cero”, ni las apelaciones a la “persecución de la derecha o de la extrema derecha”, ni el victimismo institucional pueden ocultar lo obvio: su gobierno está podrido desde los cimientos. Y él, como máximo responsable, ya no puede fingir desconocimiento sino confesar su liderazgo en culpabilidad. 

En cualquier democracia madura, un presidente que miente al Senado y al Parlamento y se niega a dar explicaciones sobre posibles casos de corrupción dimitiría de inmediato. Pero en la España de hoy, a la que nos ha llevado este repugnante narciso, la mentira se ha convertido en política de Estado.

Por eso, solo le queda un camino digno: presentar su dimisión y ponerse a disposición de la justicia. Si no lo hace, será la historia —esa que no se borra ni con propaganda ni con titulares comprados— la que lo juzgue como lo que es: el presidente que convirtió la mentira en sistema, la corrupción en método de poder e intentó convertir la democracia en una verdadera autocracia a su antojo.

Y cuando ese juicio moral se escriba, dejando atrás una terrorífica pesadilla, quedará una verdad irrefutable: Pedro Sánchez cayó ahogado por la verdad.

Felipe Pinto 

LA REALIDAD HISTÓRICA DE LA IZQUIERDA CRIMINAL


La izquierda revolucionaria de la II República: los crímenes que llevaron a España a la guerra

Hay momentos en la historia de un pueblo en los que la esperanza se convierte en tragedia. España vivió uno de esos momentos entre 1931 y 1936. La Segunda República había nacido entre aplausos y con un aura de regeneración moral, pero muy pronto se vio devorada por el odio, el sectarismo y la violencia política. Lo que comenzó como un proyecto de modernización acabó convertido en un proceso de descomposición nacional. Detrás de esa deriva, una izquierda revolucionaria que no supo —ni quiso— convivir con la libertad y la ley.


1931: una República nacida sobre la fractura.

Cuando el 14 de abril de 1931 se proclamó la República, muchos españoles creyeron asistir al inicio de una era de justicia. Sin embargo, en sus primeros meses ya se hizo visible el germen del desastre. Las leyes y los símbolos de la nueva España republicana se impusieron con un espíritu excluyente. La bandera bicolor fue sustituida por la tricolor, el himno y los emblemas tradicionales fueron suprimidos, y el Estado se declaró abiertamente laico en un país profundamente católico. Aquello que debía unir, empezó a dividir.

El primer gran estallido de violencia llegó apenas unas semanas después: la quema de conventos de mayo de 1931, en la que ardieron iglesias, escuelas religiosas y bibliotecas enteras. El Gobierno, lejos de restablecer el orden, se mantuvo impasible; el ministro de la Gobernación, Miguel Maura, reconocería después que se dio orden de no intervenir. Aquel silencio oficial ante la barbarie fue el primer síntoma de un poder débil frente al fanatismo.

Los partidos de izquierda, y en especial el Partido Socialista Obrero Español, que había sido pieza clave en la caída de la Monarquía, se instalaron pronto en la idea de que la República debía ser un paso hacia la revolución social. El socialismo español, influido por las doctrinas de Marx y Lenin, consideraba que el nuevo régimen debía servir como antesala de un Estado obrero. Frente a ellos, los republicanos moderados intentaban sostener la legalidad, pero se vieron desbordados por sus propios aliados.

La revolución en los discursos

Entre 1931 y 1933 se multiplicaron los discursos incendiarios. En mítines y publicaciones, figuras destacadas del socialismo y del sindicalismo alentaban abiertamente la lucha de clases. La UGT se convirtió en una organización de combate, y las Juventudes Socialistas, más tarde unificadas con las comunistas, adoptaron una estética y una retórica casi militar. En el campo, las ocupaciones de tierras se extendieron con violencia; en las ciudades, las huelgas políticas paralizaban la vida económica. La autoridad del Estado se deshacía a la vista de todos.

En aquel clima, los atentados y los asesinatos políticos se convirtieron en un método cotidiano. Los pistoleros sindicales y las llamadas “patrullas de control” operaban con total impunidad. El número de muertos en choques callejeros y huelgas se contaba por centenares, según los propios informes parlamentarios de la época. Pero lo más grave era la tolerancia del poder: las fuerzas del orden se veían atadas por instrucciones políticas, y los jueces temían dictar sentencias que pudieran desatar represalias.

1933: el cambio frustrado

Las elecciones de 1933 trajeron un respiro. El triunfo de las derechas —con la CEDA y el Partido Radical— parecía ofrecer la posibilidad de estabilizar el país. Sin embargo, para el socialismo radical de Largo Caballero aquello fue una provocación intolerable. En lugar de aceptar el juego democrático, el PSOE optó por la insurrección. En su prensa y en los discursos de sus líderes se anunciaba abiertamente que el “proletariado” no permitiría el regreso del “fascismo” al Gobierno. Era la negación más absoluta de la democracia que decían defender.

Desde entonces, la izquierda se preparó para el golpe. Las casas del pueblo se convirtieron en centros de agitación, y las milicias socialistas empezaron a armarse. Se recaudaban fondos para comprar armas, se imprimían panfletos revolucionarios y se entrenaban grupos paramilitares. La consigna era clara: si la derecha llegaba al poder, habría guerra civil. Y en octubre de 1934 esa amenaza se hizo realidad.

Asturias, 1934: la revolución socialista

La insurrección de Asturias fue el punto de inflexión. Convocada por la Alianza Obrera, impulsada principalmente por el PSOE y la UGT, fue un auténtico intento de toma del poder por la fuerza. Los mineros y las milicias socialistas proclamaron la “República Socialista de Asturias” y se enfrentaron durante dos semanas al Ejército. Las iglesias ardieron, los sacerdotes fueron fusilados, los empresarios secuestrados y ejecutados, y se cometieron atrocidades como el asesinato de religiosos en Turón o la destrucción de templos centenarios. El Gobierno logró sofocar la rebelión, pero el país ya estaba herido de muerte.

La revolución de 1934 dejó miles de muertos y una sensación general de terror. Para muchos españoles, aquel levantamiento no fue una simple huelga: fue el anuncio de que la izquierda estaba dispuesta a destruir la República si no la controlaba. Y lo más grave es que, una vez derrotada, lejos de arrepentirse, la dirección socialista glorificó la insurrección. Largo Caballero, desde la cárcel, fue elevado a la categoría de “Lenin español” por la propaganda del partido.

La amnistía concedida a los revolucionarios de 1934 marcaría el principio del fin de la República. Aquella decisión, promovida por las izquierdas y aceptada por el presidente Alcalá-Zamora, significó que la violencia política quedaba sin castigo. Los responsables de la insurrección fueron recibidos como héroes; los muertos, olvidados. El Estado de Derecho se transformó en un campo de impunidad, y los agitadores volvieron a las calles con más odio que nunca.

1936: el retorno del Frente Popular

Las elecciones de febrero de 1936 fueron un punto de inflexión. El Frente Popular, coalición de socialistas, comunistas, republicanos de izquierda y nacionalistas, logró la victoria en un clima de enorme tensión. Desde el primer día, la calle se convirtió en el escenario del poder real: asaltos a iglesias, incendios de periódicos, ocupaciones de fincas y ataques a la oposición. La Guardia Civil y las fuerzas de orden público eran insultadas o desarmadas; los tribunales, presionados; la prensa, amordazada por el miedo. El país caminaba hacia el abismo.

En pocos meses, según las propias estadísticas parlamentarias, más de trescientas personas fueron asesinadas por motivos políticos, sin contar las miles de agresiones, atentados, incendios y saqueos. La sensación de que el Gobierno había perdido el control era total. Los comunistas, apoyados por la Internacional, tomaban posiciones en los sindicatos; los anarquistas imponían su ley en la calle; los socialistas radicales, agrupados en torno a Largo Caballero, hablaban abiertamente de revolución. Las Juventudes Socialistas se fusionaron con las comunistas para crear una organización de adoctrinamiento armado, con desfiles uniformados y consignas soviéticas.

El Estado sin ley

Mientras tanto, las autoridades republicanas miraban hacia otro lado. Los gobernadores civiles eran incapaces de frenar el desorden, y los ministros preferían justificar la violencia “popular” como una reacción “inevitable” frente al fascismo. En las prisiones, los detenidos por delitos políticos eran liberados sin juicio; en las calles, los militantes armados actuaban con total impunidad.

Los paseos —eufemismo con el que se designaban los secuestros y ejecuciones sumarias— comenzaron antes de la guerra, cuando bandas organizadas eliminaban a adversarios o simples sospechosos de simpatizar con la derecha. Era el preludio de lo que, meses después, se convertiría en un sistema de terror.

Las checas, aunque más desarrolladas durante la contienda, tuvieron sus primeras versiones en 1936: locales donde milicianos interrogaban y torturaban a opositores políticos, muchas veces bajo el amparo de organizaciones de izquierda. En Madrid, en Barcelona y en otras grandes ciudades, las Casas del Pueblo o los ateneos obreros sirvieron como centros de detención improvisados. Aquel ambiente de miedo y venganza borró cualquier resto de convivencia.

El asesinato de Calvo Sotelo

El 13 de julio de 1936 marcó el punto de no retorno. Esa madrugada, un grupo de guardias de asalto y milicianos socialistas irrumpió en la casa del líder monárquico José Calvo Sotelo, diputado de la oposición, y lo asesinó de un tiro en la nuca. El crimen fue cometido por agentes del propio Estado, en un coche policial, y ejecutado por Luis Cuenca, miembro de las milicias socialistas. Aquella ejecución no fue un hecho aislado: fue la culminación de una escalada de odio alentada desde el poder.

El asesinato de Calvo Sotelo conmocionó al país. La oposición entendió que ya no había ley ni justicia. El propio presidente del Consejo, Santiago Casares Quiroga, se negó a investigar con rigor el crimen. En los días siguientes, el miedo y la indignación se extendieron por toda España. Muchos oficiales del Ejército, hasta entonces leales al régimen, comprendieron que la República había dejado de existir como orden legal. Lo que vino después fue el estallido inevitable de una guerra que nadie quería, pero que muchos habían provocado.

Una República devorada por el odio

Entre 1931 y 1936, España vivió una espiral de violencia sin precedentes. La República, que había nacido con promesas de libertad y justicia, se vio corrompida por la intolerancia, el sectarismo y la manipulación ideológica. Los partidos de izquierda —socialistas, comunistas y anarquistas— utilizaron el nuevo régimen no para consolidar una democracia, sino para preparar su revolución. Quisieron transformar España por la fuerza, y acabaron destruyéndola.

Los crímenes cometidos en aquellos años —los incendios de iglesias, los asesinatos políticos, los paseos, las checas embrionarias y la insurrección armada de Asturias— fueron el prólogo de una tragedia mayor. La guerra no nació en los cuarteles: nació en las calles, en los discursos de odio, en los asesinatos impunes, en la traición a las leyes y en la indiferencia de un poder que dejó de ser árbitro para convertirse en parte del conflicto.

En la memoria de España quedaron los nombres de las víctimas y también los de los verdugos. Aquella izquierda revolucionaria, que prometía redimir al pueblo, terminó sumiéndolo en el dolor y la ruina. El asesinato de José Calvo Sotelo fue el último golpe al corazón de un país exhausto: el acto final de una república que se suicidó a manos de sus propios hijos.

La lección que deja esa etapa es amarga, pero necesaria: una nación que permite que el odio sustituya a la justicia y que la violencia imponga su ley, está condenada a repetir su tragedia. Recordarlo no es reabrir heridas, sino impedir que vuelvan a abrirse. La historia no se escribe para vengar, sino para comprender y advertir. Y la España de aquellos años nos advierte aún hoy de lo que ocurre cuando la pasión destruye la razón y la ideología mata a la verdad y la verdad no admite maquillaje. Durante demasiado tiempo se ha querido presentar la historia como una fábula en la que solo unos fueron verdugos y los otros víctimas. Pero los hechos son tozudos: antes de 1936, la violencia, la persecución y los asesinatos nacieron del odio revolucionario que asoló España desde 1931.

Esa es la verdad que hoy muchos prefieren callar, disfrazándola bajo leyes y relatos parciales que solo buscan absolver a quienes sembraron el terror.

La llamada “memoria histórica” ha convertido la historia en un arma política, negando el dolor de media nación para reescribir el pasado al gusto del poder.

España no necesita memoria selectiva, sino memoria completa. Solo la verdad entera, sin filtros ni propaganda, puede reconciliar a un pueblo. Y esa verdad, por dura que sea, sigue esperando ser dicha con la voz firme de quienes no se rinden ante el olvido.